sábado, 7 de noviembre de 2009

Ella se marchó y ya no volverá más




Aquella tarde de verano, después de comer cualquier cosa y lavar los platos, Juan cerró la puerta de la cocina de su casa y se dirigió al salón, con paso cansino y la mente atrapada por miles de imágenes, que a toda velocidad y sin orden ni concierto alguno, martilleaban sin compasión su pensamiento. Al echarse en el sofá, percibió que unas lágrimas se escapaban y se deslizaban lentamente por su rostro.

—¿Por qué te fuiste Antonia y me dejaste aquí, solo y sin ti?… ¿Cuándo terminará este infierno, de una vez por todas? —se preguntaba a sí mismo, sin esperanza de encontrar respuesta de ninguna clase, mientras que sus dedos recogían suavemente las gotas que brotaban desde lo más hondo de su alma.

Necesitaba dormir, aunque fuera solamente cinco minutos, para hallar algo de paz y sacar fuerzas desde la nada con las que caminar un día más. Desde que Antonia, su compañera de toda la vida, murió tras una penosa y larga enfermedad, hacía ya seis dolorosos meses, las noches se habían convertido para Juan en un brutal suplicio, en el que la única salida era esperar, estoicamente y en vela, el sonido del estridente despertador que anunciaba, por fin, el cese temporal de la pesadilla interminable, ante la obligación inexcusable de levantarse de la cama para ir a trabajar, y así ganar el sustento con el que hacer frente a los gastos de su hijo, que estudiaba bellas artes en Barcelona.

—¿Es posible explicar que dos personas puedan llegar a constituir una sola, y que la mayor injusticia del mundo sea separar esa fusión, que el amor y la vida configuró con el transcurrir de los años?... ¿Qué sentido tiene en ese caso la existencia de una parte sin la otra? —seguía interrogándose, con angustia y amargura, precisamente al recordar las palabras cariñosas de un amigo suyo de la infancia que, compartiendo un café con él hacía ya unos días, le exhortaba, con la mejor intención del mundo, a que guardara poco a poco los recuerdos de Antonia en un hermoso y preciado cofre y que reemprendiera, simultáneamente y cuanto antes, una nueva realidad.
Pero… ¿Cómo se hace eso?... ¿Cómo se empieza otra vez?... Si cada paso que he dado lo he compartido con ella, desde que era un niño y la esperaba, pacientemente, en la puerta de su casa para jugar a los príncipes y princesas —continuaba interpelándose, desgarrándose en mil jodidos pedazos y aprisionado por los barrotes de un círculo sin fin, que irresistiblemente le empujaba, una y otra vez, al mismo punto de partida.

Seguidamente, sin saber por qué, Juan comenzó a padecer una sensación de asfixia, acompañada de un punzante dolor en la frente, como si se sumergiera violentamente en el mar y gradualmente le faltara el aire. Bruscamente, impulsado por un incontrolable instinto de supervivencia, se incorporó del sofá y se encaminó con prontitud hacia la ventana del salón, subiendo la persiana con furor.


Durante unos minutos, que a él le parecieron horas, permaneció de pie, con la cabeza apoyada en la pared, respirando profundamente y advirtiendo, con absoluta nitidez, el movimiento de subida y bajada de sus pulmones, a la vez que observaba, con abatimiento y desesperanza, cada rincón y objeto de la habitación. Tal vez con la vana ilusión de ser testigo afortunado de un milagro imposible: el que Antonia apareciera allí, en ese momento, para abrazarlo y besarlo con todas sus fuerzas, hasta que ya no quedara nada de él; el que ella le dijera dulcemente al oído, en ese instante y en ese espacio, una vez, mil veces, un millón más, “Te quiero” y el que cogiéndole de su mano, se lo llevara a su lado para permanecer eternamente juntos, sin que nada ni nadie pudieran separarlos jamás.


Pero Antonia no se presentó, la historia de los últimos seis meses proseguía repitiéndose de forma inmutable y el prodigio tampoco se cumplía. Era inútil escapar a la verdad: su compañera se fue para siempre, con un billete con destino al mundo de la nada, y ya no volvería a verla en lo que le quedaba de existencia. A pesar de ello, Juan, sin acabar de asumir y aceptar lo que había, persistía, ilusoriamente y obsesivamente, en buscarla y en llamarla, más allá incluso de sus recuerdos y de aquello que convenimos como lógico y normal, seguramente porque para este hombre la vida no poseía justificación si no caminaba a la vera de su amada.


Y cuando ya se colaba peligrosamente por su juicio la idea extrema de acabar cuanto antes con su fatídico calvario, concluyéndolo por la vía más rápida y contundente que conocía, rememoró, de forma salvadora e increíblemente oportuna, unas palabras que Antonia le dirigió en sus últimos instantes, justamente mientras ella esperaba, postrada en la cama y con santa resignación, su trágico desenlace final:

Prométeme Juan, por lo que más quieras, que vas a seguir luchando por nuestro hijo Alfonso cuando yo ya no esté aquí… Te lo suplico y te lo pido por ese ilimitado amor que hemos tenido la dicha de vivir los dos.

Al evocar en su mente esa escena final cargada de tantas cosas para él; como la mirada penetrante e implorante que emanaba de los ojos de Antonia, con la que envolvía cada sonido que sus labios lograban articular, o el sobrenatural vigor con el que ella se aferraba desesperadamente a sus manos, aguardando una contestación suya que ya sabía de antemano; Juan experimentó un amargo sentimiento de culpa al reflexionar sobre el hecho de que, durante unos segundos, había ignorado inconscientemente el compromiso que, libremente, asumió ante su amor en aquella triste ocasión. Precisamente al dar cabida en su pensamiento, poco antes, a la idea del suicidio, empujado y cegado por ese deseo irracional e incontenible de volverla a tener a su lado, al precio que fuese.


Transcurridos unos minutos, consiguió reanudar paulatinamente el ritmo habitual de su respiración, aunque no pudo evitar que el abatimiento y el desaliento aprisionaran de nuevo su alma, saciándola de tinieblas y ocultando cualquier atisbo de paz y de sosiego interior. Y es que no divisaba más luz que la de subsistir, a duras penas, para cumplir lo que un día juró a Antonia y por ello, quizás, no distinguía más alternativa que la de dejarse caer, lastimosamente y flácidamente, en el suelo de la habitación como si fuera una marchita hoja otoñal desprendida, en contra de sus deseos, del árbol para la que fue concebida, sin más destino que el ser arrastrada a cualquier lugar por el poderoso e implacable dios del viento.


Inesperadamente, un estridente y seco sonido metálico, que provenía de la verja de la ventana y que se repitió varias veces, atrajo la atención de Juan, activando vivamente sus músculos y apartándolo repentinamente del estado de ensimismamiento en el que se encontraba.

Ya están los golfos tirando piedras para matar el aburrimiento. ¡Malditos sean! —dijo Juan enfurecido.

Recordaba lo nerviosa que se ponía Antonia cada vez que tenía que salir a la calle para regañar y dar la cara ante los “discriminados”. Así llamaba él a los gamberros del barrio, que no cesaban en su empeño de amargar la existencia a la poca buena gente que aún se resistía a marcharse del lugar.


Sin dudarlo, se levantó del suelo con una rapidez prodigiosa y en pocos segundos, corriendo y sin tiempo para ponerse ni siquiera una camisa, se plantó en el recibidor, frente a la puerta de acceso a la calle, como si nada hubiese cambiado y persistiera su obligación inexcusable de luchar, contra viento y marea, por el descanso y el bienestar de Antonia. Pero cuando sus dedos tocaban las llaves de la cerradura, súbitamente, su cuerpo se inmovilizó completamente al percatarse de la dura y triste realidad:

—¡Madre de mi corazón bendita, ayúdame!... ¡Te lo ruego por lo que más quieras! —imploró Juan, mirando fijamente el techo de la habitación, con gesto afligido y las manos apoyadas en la puerta—. ¿Dónde voy yo si Antonia ha muerto? ¿Para qué voy a salir y soltar la reprimenda a esos desgraciados?... Ya no tengo tesoro que vigilar. Me lo robaron sin misericordia hace seis meses.


Exactamente al concluir estas palabras, escuchó una voz de una mujer que, desde la calle, demandaba auxilio, con tono desgarrador y suplicante:


—¡Socorro! ¡Socorro!... Yo no os he hecho nada. ¡Dejadme en paz, por favor! —pedía la mujer, entre burlas y risas de varias personas cercanas a ella.

Sin pensarlo, abrió la puerta y el espectáculo que presenció difícilmente se le olvidaría el resto de sus días: una señora, de unos cincuenta y tantos años, con el pelo castaño y vestida con una camisa blanca y un pantalón azul, estaba sentada en el borde de la acera, llorando, con sangre en la cara, mientras que con sus manos trataba de proteger, inútilmente, a un pequeño perro que no paraba de aullar y ladrar. A unos cuantos metros de la mujer, varios adolescentes, impunemente y sin manifestar lástima alguna, se mofaban de ella, no dudando en tirarle piedras, de considerable tamaño y sin ningún reparo, en un acto inhumano que poco tenía que envidiar a una cruel y salvaje lapidación.


Al ver a Juan, los muchachos huyeron precipitadamente, profiriéndole insultos de todo tipo y sin recibir ni una amonestación siquiera por parte del resto de vecinos de la calle, que permanecían encerrados en sus casas sin hacer acto de presencia, aunque fuese simplemente para interesarse por lo qué pasaba.

—¿Está usted bien, señora? —preguntó él, conmovido y asqueado por las barbaridades de la condición humana, además de intranquilizado por el estado de salud de ella.
Sí… No se preocupe —respondió la mujer, presentando una sorprendente sonrisa dibujada en sus labios y limpiándose sosegadamente su rostro, con un pañuelo que humedeció previamente con el agua de una pequeña botella que llevaba en el bolso—. Solo se trata de una pequeña herida en la cara y algunas magulladuras en el brazo. Yo entiendo de esto. Confíe en mí, he sido enfermera.
Con su permiso, voy a llamar a la policía —le propuso Juan, dispuesto a hacer algo, aunque solo fuera testimonial, y con cierta perplejidad por la serenidad que manifestaba ella a pesar de lo ocurrido—. Estas canalladas a la dignidad humana no pueden quedar inmunes.
Le pido que no lo haga, señor —le rogó ella—. No sabían lo que hacían. ¡Perdónelos, no llegan a más! Además, no comprendo por qué me han hecho esto. Otras veces hablan conmigo y no tengo problemas con ellos —le solicitó la señora, esforzándose por encontrar una justificación, mínimamente racional, para explicar lo sucedido.
—¿Cómo se llama usted, señora? —le interrogó él, experimentando un deseo, inexplicable e incontrolable, por conocer más profundamente a una mujer que era capaz de indultar a unos seres que, solo unos minutos antes, la habían humillado y degradado de forma vil y mezquina.
Francisca —contestó ella, ofreciéndole afectuosamente su mano.
Yo soy Juan —se presentó, conmoviéndose inverosímilmente por algo muy querido y amado, que no se atrevía a descifrar y que impactó en lo más hondo de su alma, al sentir la mano de la señora posada sobre la suya—. Hágame caso, Francisca, esta gentuza no tiene límites. Si no llama a la policía y no pone una denuncia, que al menos les demuestre que usted no se va a quedar con los brazos cruzados ante sus maldades, corre el peligro, real y evidente, de que vuelva a sufrir en sus carnes el suplicio de esta tarde.
Si eso fuera así, Juan, y perdone que le tutee, mi tormento sería infinitamente menor que el que tú llevas a cuestas y sobre tus espaldas, desde que Antonia ya no está contigo —manifestó Francisca, plenamente convencida y con una expresión plácida y dulce.

En un primer momento, se quedó perplejo, bloqueado y sin fuerza alguna para añadir ningún comentario, al juicio que Francisca acababa de formular sobre su vida en los últimos seis meses. Al principio tuvo plena conciencia de que no debía dar crédito a las palabras que escuchaba, precisamente porque esa señora no lo conocía y era imposible que intuyera nada de él, pero poco a poco, tal vez empujado por su personalidad soñadora e impulsiva, se dejó llevar por la nube del absurdo. Y cuando eso ocurría, ya no podía desandar lo andado y surgían en su pensamiento montones de preguntas, sin respuestas y a un ritmo de vértigo, que quedaban apiladas unas encima de otras, cubiertas de un manto de miedo a lo desconocido y una necesidad imperiosa de descifrar lo que ignoraba.

—¿Cómo sabes de mi padecimiento? ¿Quién te ha hablado de mí? ¿Por qué me dices eso? —trataba de averiguar Juan, con impaciencia y premura.
Ella me lo contó una noche que la vi, hace ya una semana —declaró la señora, como si ello fuera perfectamente posible y aceptable.
Lo que expresas, desgraciadamente para mí, no puede ser cierto ya que Antonia falleció hace seis meses —asintió él, recurriendo a la totalidad de sus energías para recobrar la calma al advertir, repentinamente, que Francisca no estaba bien.
Fue aquí, justamente donde me encuentro ahora sentada —continuó hablando la mujer, haciendo caso omiso a las palabras de Juan—. Recuerdo que en la madrugada del miércoles pasado, al no lograr conciliar el sueño, me levanté de la cama y salí a la calle a pasear con mi perro. Al aproximarme a tu casa, sobre las tres de la mañana, distinguí una luz muy intensa y brillante que procedía del callejón. Sin saber lo que hacía, me vi arrojada hacia este lugar y al llegar me encontré, inconcebiblemente, a una mujer, con un vestido blanco ibicenco y el pelo suelto de color castaño, descalza y con varias pulseras de colores en su brazo derecho, que se hallaba de rodillas delante de tu puerta, rezando y pronunciando en varias ocasiones tu nombre. Al acercarme…
Francisca, permíteme que avise a algún familiar o amigo tuyo, para que te acompañé a casa —le interrumpió Juan, inquieto por el desvarío que narraba Francisca y deseando buscar una excusa para concluir aquel disparate.
No tengo a nadie. Vivo completamente sola desde que mi marido murió, hace ya varios años, en un accidente de coche —explicó Francisca, que prosiguió impasible su relato—. Cuando estuve al lado de ella, detuvo su oración y me miró fijamente y en silencio, durante unos minutos, como si penetrará en lo más profundo de mi alma. Después, tomando mis manos, me dijo: “Me preocupa mucho Juan. Me echa demasiado de menos. Hace seis meses que mi enfermedad me obligó a marcharme muy lejos de él. Hemos compartido una vida entera y no sabemos caminar el uno sin él otro. Cada noche acudo a mi cita y vengo a mi casa, a rezar por mi hijo y por él, para que sean felices y se encuentren bien”.
Sí… ¡Ojalá fuera así, Francisca, y Antonia regresara todas las noches! —esforzándose él por no contrariarla, con pesar y dolor por la situación mental que sufrían ambos.
A continuación la señora reanudó su plegaria, mientras yo permanecía junto a ella y observaba como algunas lágrimas surcaban su bello rostro. Al finalizar su rezo, de nuevo cogió mis manos y añadió: “Me llamo Antonia y si quieres también rezaré por ti”. Seguidamente desapareció fulminantemente de mi vista. Ignoro cómo lo hizo, pero no la he vuelto a ver más —terminó de referir la señora.
Bueno… Lo que realmente importa ahora, Francisca, es que te encuentres bien —anunció Juan, intentando despachar el asunto definitivamente—. Voy a acompañarte a tu casa, no me fio de estos sinvergüenzas.
Gracias, Juan, pero no hace falta. Vivo muy cerca. En menos de cinco minutos estoy en casa —argumentó Francisca, con su habitual sonrisa apacible y placentera.

Sin pensarlo dos veces, se arrimó a ella, le dio un beso en su cara y le acarició con bondad su cabello, impulsado por un primitivo instinto de protección hacia esa persona que, a pesar de sus enajenaciones y fantasías, llevaba colgada una etiqueta de ente especial y en cierta forma compartía con él cosas que, en esos instantes, no alcanzaba a concretar.

—¡Adiós, Juan! Cuando veas a Antonia, dile que yo también rezo por ella y por ti —se despidió la mujer, cogiendo entre sus brazos a su perro, que movía alegremente el rabo.
—¡Cuídate mucho! Y aléjate de esos desalmados —deseo Juan, sintiendo un extraño vacío.

A los pocos segundos de marcharse Francisca, y antes de que él abriera la puerta de su domicilio, una vecina de una vivienda contigua a la suya, dejando ver su rostro a través de la reja de una ventana que daba al callejón, sentenció, con expresión maliciosa y burlona:

Señor, no le haga usted caso a esa mujer. Yo la conozco, reside en el mismo bloque que mi madre. Le juro que está loca de remate desde que su esposo falleció. La gente no para de burlarse de ella por las tonterías que cuenta y hace. Incluso le habló a mi abuela de unos espíritus que se aparecían al lado de las murallas árabes del barrio.
La normalidad, al igual que la locura, es muy relativa, estimada vecina. ¿Quién está más cuerdo, o quién es más normal, ella o aquellos que permanecen encerrados en sus casas, cruzados de brazos y sin mover ni un solo dedo, mientras que a un indefenso ser humano se le lincha a pedradas? —le planteó Juan, sin concederle tiempo para ninguna respuesta, dándole la espalda descortésmente e introduciéndose bruscamente en su domicilio, con malhumor y rabia, cerrando tras de sí la puerta, violentamente.

Aunque no pueda determinar con exactitud, ni menos juzgar, los efectos de la aparición de Francisca en su destino, si estoy en condiciones de asegurar que el resto de la tarde, y hasta la entrada de la noche, Juan tocó, con las puntas de sus dedos, el maravilloso milagro de sobrellevar el tiempo con un mínimo de tranquilidad y entereza en su entendimiento, algo vetado para él desde la perdida de Antonia. Y para ello le fue suficiente con recurrir a cosas tan simples como encerrarse en el garaje para poner a punto y lavar a la vieja moto, escuchando las piezas de jazz favoritas y disfrutando de esos pequeños descansos en la tarea, en los que había obligación inexcusable de fumarse un pitillo y de admirar pausadamente el trabajo bien hecho.


Es cierto que los recuerdos de Antonia seguían ahí, metidos en las profundidades de su mente, y que mientras se dejaba llevar por los goces de la labor manual, estos no cesaban de hacer acto de presencia, pero ahora acudían con otras apariencias diferentes: más alegres, cálidas, dulces y tiernas. Así, repetidamente, evocaba esa imagen de ella los domingos en la puerta del garaje, con su precioso casco amarillo y su cazadora vaquera, mostrando una amplia sonrisa en su rostro y dispuesta a todo, con tal de que Juan no la olvidase y le permitiera acompañarle en la moto, en el rutinario paseo matinal que tanto le gustaba y donde no faltaba nunca una parada para degustar un sabroso café con churros.


Pasadas las once de la noche, abandonó el bálsamo tonificante del garaje y volvió a dirigirse hacia su casa, que distaba a pocos metros. Al llegar, no disponía de fuerzas para prepararse algo de cenar y se conformó con coger un caducado yogur de la nevera, que fue terminando de comer, precipitadamente y con los dedos, subiendo los dos tramos de escaleras que daban acceso a la tercera planta de la vivienda. En una habitación de la misma había ubicado, hacía tan solo dos meses, su nuevo dormitorio, tras dejar de usar el que compartía con Antonia en la segunda planta, que se encontraba justamente al lado del despacho en el que solía preparar sus clases y que él denominaba, irónicamente, “la sala de pensar”.


Al entrar en el cuarto, no encendió la luz y tropezó torpemente con la cama, acabando, sin proponérselo, tendido sobre esta, como si fuera un desfallecido muñeco de trapo, completamente inerte y sin energías para quitarse, al menos, la camiseta manchada de grasa y sudor. Inmediatamente sus ojos, sin ofrecer resistencia alguna, se cerraron gradualmente, mecidos por una agradable e intensa sensación de cansancio y sueño, que para él era algo inusual y excepcional desde que Antonia se marchó. Y es que su cuerpo reclamaba a voces descansar en paz y en pocos instantes se durmió profundamente, envuelto por una somnolencia singular y extraña, semejante a ese viaje al vacío de la nada que experimentamos cuando por nuestras venas fluye una anestesia general.


Durante varias horas todo dejó de existir para Juan, incluso hasta él mismo, pero un impulso desconocido, proveniente de los lugares más oscuros de su pensamiento, le empujó despiadadamente a despertarse y a palpar con sus manos, como no podía ser de otra forma, que continuaba estando solo en la cama y que ya no volvería a percibir el calor de Antonia. Instintivamente, quiso huir de esa fatal nostalgia que le predestinaba sin solución al abismo, concentrando para ello su atención en el despertador, cuyas agujas marcaban las tres de la mañana, y en aquellas otras situaciones que en la tarde anterior había compartido con Francisca.

Es una buena persona y tiene un gran corazón al perdonar a gente que la destroza, aunque eche mano de la fantasía para buscar compañía o escapar de la ausencia de su esposo —expresó Juan, que sin darse cuenta y en los últimos tiempos, solía con bastante frecuencia hablar solo —. Sin embargo, temo por su vida, precisamente porque es diferente a los demás.

En ese instante, sin lógica alguna aparente, se paseó por su juicio, con un detalle y una exactitud que rayaba lo prodigioso, el contenido del relato que Francisca le narró de su encuentro con Antonia, al que Juan no prestó la debida atención en un primer momento, porque al escucharlo se obsesionó con la idea de que quizás él podría también acabar como esa buena mujer, contando disparates a cualquiera que le acercase, y que su deber imperdonable era hacer todo lo posible para apartarla de aquella locura.


Sorprendentemente se levantó de la cama como un resorte y se sentó violentamente en el sillón del dormitorio, con gesto desapacible y atormentado, formulándose, en voz alta, una retahíla interminable de preguntas sin respuestas:

—¿Por qué Francisca dijo que Antonia llevaba un traje ibicenco blanco?... Además de un trabajador de la funeraria que me ayudó a ponérselo antes de meterla en el ataúd, nadie más sabía ese detalle… ¿Y lo del pelo suelto, de color castaño, de dónde lo ha sacado?... Antonia lo tenía así y estoy seguro de que ella nunca la había visto… ¿Y las pulseras de colores en la mano derecha?... Eran sus preferidas y yo mismo se las puse cuando me quedé a solas con mi amor, antes de cerrar el féretro… ¿Y la presencia de los rezos?... Antonia, una cristiana practicante de verdad, sin ser mojigata ni beata, atribuía a la oración un poder sobrenatural y se empleaba en ello en las más variadas circunstancias de su vida… ¿Cómo adivinó el nombre de Antonia? ¿Y si fuera cierto de que Antonia acudiera todas las noches a la puerta de nuestra casa?… ¡Dios mío, ayúdame, no quiero perder el poco juicio que me queda!...

Juan empezó a llorar desconsoladamente, exactamente igual que un niño pequeño que se pierde en una calle desconocida y no encuentra una mano amiga que lo guíe hasta su hogar. Aprisionado por el desamparo y la sin razón de seguir en este mundo, luchaba denodadamente, sustentado en la escasa vitalidad de la que aún disponía, para no ceder a esa tentación funesta que le insinuaba, con reiteración y en un acto de completa demencia y enajenación, que bajara las escaleras y abriera la puerta de su vivienda para comprobar si Antonia estaba efectivamente allí, fiel a su cita y rezando por su hijo y por él, tal y como aseguraba Francisca que hacía cada noche.


Aguantaba como podía a sus propias provocaciones, al menos hasta ese momento, agarrándose fuertemente a la silla y paralizando, centímetro a centímetro, los músculos de sus piernas. Él sabía, mejor que nadie, que esa resistencia al absurdo constituía su último recurso para no hundirse definitivamente en la fosa de la locura y del caos.

—¡Quieto ahí! ¡No te muevas, desgraciado!... Le prometiste a Antonia que ayudarías a Alfonso… ¿Te enteras, cabrón? —se exigía entre sollozos, golpeándose las piernas con arrebato.

Sin embargo, poco después de pronunciar estas palabras; como si alguien, o algo, se hubieran obcecado en conducirlo apresuradamente al límite de su entereza; un potente resplandor que se esparcía desde el callejón, traspasó las cortinas de la habitación y se adueño de Juan, fragmentando en mil pedazos su fortaleza y provocándole un frío seco e insólito, que erizó sus vellos y le despojó vilmente de la escasa coherencia que aún persistía en él.

—¡Es la luz de ella!... ¡Antonia, no te vayas! ¡Espérame, mi vida! ¡Necesito estar contigo! —chillaba y suplicaba, muy alterado, apartando impetuosamente la silla y dirigiendo sus pasos con premura hacia la ventana del dormitorio.

Al llegar, descorrió violentamente las cortinas y se asomó al callejón, apoyando los codos en el alfeizar y sintiéndose apresado por una luminosidad cegadora, que lo absorbía con gran potencia y activaba en él una pasión incontenible por fundirse y desintegrarse con esa cosa, que para Juan no había dudas de que era Antonia, hasta dejar de percibir conciencia alguna de su propia existencia.

—¡Te quiero, Antonia! —exclamó, lanzándose decididamente al vacío, desde el tercer piso de su casa, y colisionando su cuerpo mortalmente contra el suelo.


Sobre las cinco de la mañana, un coche de la policía local que realizaba su ronda habitual por la zona, se detuvo al lado del callejón del domicilio de Juan, al contemplar el cadáver de un sujeto que yacía en el suelo, rodeado de un charco de sangre y acompañado de una señora con un perro, que lamía el rostro del difunto.

—¿Qué ha pasado, señora? —le interrogó uno de los dos policías, bajándose del auto con urgencia y asegurándose de que no había signos de vida en el hombre.
Lo que tenía que ocurrir, señor: simplemente que Juan se fue con su amor, porque así debía y tenía que ser —contestó la mujer, con una sonrisa desbordante de felicidad y acariciando el cabello de Juan.

El otro agente, que permanecía en el vehículo dando parte del hecho a los servicios centrales, al advertir la sorpresa de su compañero al escuchar las palabras de la señora, le avisó insistentemente para que se acercara al automóvil:

No le hagas caso. Es vieja conocida del cuerpo. Se llama Francisca, es incapaz de hacer daño a nadie y perdió la cabeza al morir su marido. No duerme por las noches y se dedica a recorrer el barrio con su perro —informó el policía.

A los pocos minutos, se oyeron la sirenas de una ambulancia y de varias dotaciones más de la policía, mientras que Francisca reanudaba su paseo, sosegadamente y con su fiel can, como si nada hubiera sucedido, o como si todo estuviera ya en su lugar, portando curiosamente una linterna grande en su mano derecha… ¿Para qué la llevaba, si lo único que asombrosamente sobraba en esa barriada eran las farolas de sus calles, que días antes de las elecciones municipales solían colocar a la prisa los operarios del ayuntamiento?... Lo desconozco, y poco me importa ya, aunque espero y deseo que Juan haya encontrado de nuevo la felicidad con su Antonia.

FIN

Kino, 6 de Noviembre del 2009