miércoles, 3 de febrero de 2010

Mamá se fue, pero sigue aquí




Aquel viernes después de comer, al levantarse de la silla del despacho de su casa para prepararse un café, Rafael escuchó el sonido estridente de su móvil. Durante unos segundos permaneció quieto, de pie, sin desplazar un solo músculo, con la mirada puesta en el teléfono, tratando a duras penas de ocultar la realidad y haciendo lo imposible por reunir la totalidad de la energía disponible en su ser, precisamente para huir de aquella escena y volver a renacer en otro lugar, muy lejos, a miles de kilómetros de allí. Y es que sabía a la perfección que esa forma de llamar, cargada de insistencia y desesperación, solo podía ser de su hermana María, reclamando y suplicando angustiosamente ayuda para su madre, Ana, que a sus recién cumplidos ochenta años, se iba poco a poco de esta dura vida, sin ni siquiera el derecho a reclamar un mínimo de dignidad en sus últimos momentos.

Pero súbitamente, algo muy dentro de él le colocó repentinamente en su deber ser y le recordó, con absoluta nitidez, que justamente a esa anciana, que ahora estaba postrada en una cama como si fuera un despojo que ya no sirve para nadie, le debía infinitud de cosas que ella se las regaló, porque sí y desde el primer instante que vino al mundo, sin pedir jamás nada a cambio, aunque fuesen unas simples palabras de agradecimiento. Seguidamente, enojado consigo mismo y recriminándose duramente esos pensamientos egoístas y repletos de ingratitud, que de vez en cuando afloraban en su mente en relación a las obligaciones que le deparaba el estado actual de su madre, cogió violentamente el móvil y pulsó con fuerza la tecla verde para aceptar la llamada, cerrando sus ojos e inspirando profundamente todo el aire que sus pulmones eran capaces de retener.

Dime, Mari: ¿qué le pasa a mamá? —preguntó Rafael, resignadamente y temiéndose lo peor, sin saludarla previamente y dando por hecho que ese era el motivo, y no otro, que empujaba a su hermana para contactar con él.
Mamá está muy mal. Tiene problemas para respirar. No habla, no pide levantarse de la cama para sentarse en la silla, se niega a ingerir cualquier alimento y desde que la operaron en el hospital de la fractura de cadera, cada día va peor. Y por si fuera poco, su cuerpo se ha llenado de escaras… ¡Se nos va, Rafael, se nos va para siempre! —expuso María, con voz entrecortada, llorando y extremadamente abatida.
—¡Tranquilízate, por lo que más quieras! Me tienes a mí para lo que haga falta. Ahora mismo meto algo en la maleta y me voy para allá en el coche. ¿Qué te ha dicho el médico? —mirando el reloj y echando una ojeada apresurada a una tarjeta con los horarios de barcos desde Algeciras a Ceuta, que había sacado de uno de los cajones de la mesa.
Yo sé mejor que nadie, por la forma en la que me mira, que ha arrojado la toalla y no quiere vivir más. No me hacen falta sus palabras para comprenderlo… ¡Pobrecita mía! ¡Pobrecita mi madre! —se compadecía ella, ahogada por su pena e impotente para responder en ese instante a la demanda de información de Rafael.
Mari, te lo ruego, contéstame: ¿su médico la ha examinado? —volvió a insistir él.
Sí… —confirmó María tras una breve pausa, respirando despacio varias veces e intentando hallar algo de serenidad para conseguir continuar—. Esta mañana, al verla tan malita, avisé a su seguro privado. Vino ese médico sudamericano que ha hablado contigo en otras ocasiones y que es muy cariñoso con mamá. Me informó que su cuadro clínico se había complicado bastante y que con su edad las probabilidades de superarlo eran muy escasas. Cuando le pregunté si la llevaba al hospital, me expuso que esa decisión me correspondía exclusivamente a mí. Al insistirle en lo qué haría él si se diese el caso de que fuera su madre, me puso la mano en el hombro y afirmó que la dejaría en su casa para que al menos tuviera el derecho a morirse entre los suyos… ¿Qué hago, Rafael?

Por unos segundos, su mente se quedó en blanco. No podía articular palabra alguna. Rafael se había preparado exclusivamente para proseguir acompañando a su madre en su lenta y persistente agonía, y no para asumir el rol de testigo forzado en un final inmediato y sin salida.

Ni lo pienses. Mamá tiene que quedarse en su casa, sufriendo lo menos posible y arropada por las personas que la quieren. No podemos negarle el irse en paz —afirmó él, con plena convicción y guiado por un instinto puramente humano de que eso debía ser así y no de otra forma —. Si me doy prisas, puedo coger el barco que sale de Algeciras a las ocho de la noche.
De acuerdo. Te espero. Si se produjera algo más te llamo. Conduce con cuidado, por favor —se despidió María.

Rafael había nacido Ceuta, lo mismo que su hermana, un siete de mayo de 1957. Su padre, que falleció cuando él solo tenía quince años, y su madre vinieron a la ciudad siendo unos niños; una década antes de la guerra civil española, procedentes de dos pueblecitos de la Serranía de Ronda: Cortes de la Frontera y Gaucín; acompañados de los respectivos abuelos, que no tuvieron otra alternativa que dejar atrás sus orígenes para esquivar la miseria y acceder a unas mejores condiciones de trabajo.

Si le hubiesen dicho a Rafael que acabaría residiendo en Sevilla, no se lo hubiera creído jamás. Y es que su devenir estaba ligado, de una forma u otra, a Ceuta: así, en las calles del barrio de Villajovita, jugaba con otros niños y transcurrió su feliz infancia; en la plaza de los Reyes, de jovencito, con pantalones vaqueros y el pelo rizado a lo Jimi Hendrix, quedaba con sus amigos para intercambiar vinilos, hablar de política o ligar cuando raramente la ocasión se presentaba; en el salón de actos de lo que actualmente es la Facultad de Humanidades, organizaba las primeras huelgas y en la plaza de África se declaró a la que sería su esposa, Isabel, con la que tuvo una hija y con la que compartió muchísimas cosas, entre otras la profesión de maestro, que para él debía estar definida en cualquier circunstancia por una enseñanza renovadora e implicada en el cambio social.

Pero la vida es una caja de sorpresas y un día se separó de Isabel, cometiendo un error más en las páginas de su propia historia. Desde entonces, Ceuta le aprisionó con su otra cara más amarga y cruel: la de una urbe aislada, pequeña, pueblerina y conservadora, excesivamente encerrada en sí misma, donde casi todos se conocían y en la que los chismes y las habladurías sobre la dimensión personal de sus habitantes corrían, de boca en boca, a una velocidad de vértigo; martilleando, ensuciando y destrozando a las indefensas victimas y negándoles la oportunidad de reemprender nuevos caminos. En consecuencia, llegó a sentir una necesidad acuciante y asfixiante de evadirse del lugar que lo vio nacer y a la primera oportunidad que se presentó, hizo realidad sus deseos, habiendo transcurridos ya cinco años desde que se estableció en Sevilla.

Mientras Rafael conducía su auto por la autovía de salida de la capital andaluza, en dirección a Algeciras, y soportaba los interminables atascos que constituían el pan de cada día, no sé por qué se instaló en su pensamiento la idea de que tampoco era feliz allí, aunque nadie le señalara al andar, ni se viera obligado a escuchar ningún comentario injurioso sobre él, o sus seres queridos. Y es que hallaba demasiadas razones para ello: estaba lejos de las personas que lo querían; no encontraba a esa mujer con la que compartir ilusiones y esperanzas; pasaban bastantes semanas sin apenas hablar, o tomarse un sencillo café con un amigo, y le perseguía constantemente la sensación de ser un intruso en ese contexto y en ese grupo.

A la vez, conforme los kilómetros se perdían en la distancia, innumerables imágenes de su madre, en distintos decorados y épocas, se cruzaban por su cabeza como una vieja película muda inacabable, añadiéndole él frases y gestos de los que brotaba una mezcla sin límites de cariño, ternura, afecto y adoración. En unas aparecía abrazado a ella, acariciando sus manos, hundiéndose en su pecho y envuelto en una singular fragancia a hierba verde y a mar; que recorría cada centímetro de su cuerpo y alma hasta sumergirlo en un profundo sueño saciado de paz y de sosiego. En otras, abría la puerta del coche rojo de su madre, un viejo Seat 133 rojo con el que se presentaba frecuentemente en Málaga donde Rafael estudiaba Económicas, para cubrirlo a besos, ofrecerle mil sonrisas, obsequiarle con cantidades increíbles de seguridad en sí mismo y llenarle de comida la nevera del piso que compartía con otros compañeros.

Gracias, mamá, por tantas cosas que me entregaste sin exigir nunca nada. Perdóname si no fui lo suficientemente hombre para agradecértelo y no tuve lo que hay que tener para ser consciente de la inmensidad de lo que me dabas —hablaba solo Rafael, con las manos agarradas al volante y los ojos humedecidos y posados más allá del horizonte.

Pero también se manifestaban por su juicio escenas recientes, compactadas y cementadas en sufrimiento, desconsuelo y pesar, que le empujaban a abismos en los que la soledad y la incomprensión lo aplastaban con poder absoluto. Recordaba que en una de sus visitas a Ceuta, antes de operarse ella de la cadera, no le quedó más remedio que cogerla en brazos y llevarla a la fuerza al cuarto de baño porque se negaba a lavarse, mientras le hincaba con una fuerza prodigiosa sus marchitas uñas en sus brazos, y lo insultaba con un lenguaje soez que producía terror escucharlo. Y observaba a su hermana allí, al lado de la bañera, llorando, perpleja y sin encontrar explicaciones para asimilar lo que contemplaba, precisamente de una mujer que llegó a ser un modelo a seguir para los que habían tenido la suerte de conocerla.

—¿Quién permite esto? ¿En nombre de qué se debe consentir tanta humillación para un final irremediable? —se interrogaba él, repetidamente e inútilmente, bajando las ventanillas del auto para disipar el ahogo que le producía el no descubrir una contestación, mínimamente racional, que pudiera justificar ese calvario.


Sobre las seis y media de la tarde, Rafael detuvo su coche en un área de estacionamiento próxima a Algeciras. No podía más, sentía una fuerte presión en el pecho y unas intensas molestias en la espalda. Precisaba urgentemente tomarse algo, relajarse y poner la mente en blanco, al menos por un instante. Al azar entró en una de las cafeterías, pidió un café y se lo llevó a una mesa libre donde se sentó en una de las sillas.

Al encender un cigarrillo su atención se concentró, imprevisiblemente, en una anciana en silla de ruedas situada en una mesa contigua a la suya. Estaba inmóvil, con la cabeza inclinada hacia un lado, ausente y ajena a ese mundo que corría delante de ella, aunque estuviese acompañada aparentemente por una pareja madura y dos niños que jugaban con unas estampas. La mirada extraviada en el infinito de aquella abuela era una copia perfecta y exacta de la que presentaba su madre, desde que claudicó a la fatídica demencia senil y a sus asociados trombos cerebrales. Y es que esa mirada… ¡Esa maldita mirada!, decía tantas y tantas cosas… que no estaba allí, que quería irse, que viajaba por su mundo de recuerdos, que había llegado su hora, que la dejaran en paz, que la respetasen, que no la crucificaran, que había dado mucho, que era un ser humano y no un puto paquete que se arrastra al antojo de los supuestos dueños.

Con el tiempo justo, llegó al puerto de Algeciras y consiguió, cuando los empleados de la naviera ya se preparaban para levantar la rampa de acceso de vehículos, embarcarse en el ferry de las ocho con destino a Ceuta. Tras dejar el automóvil en el garaje del buque, subió las escaleras que daban acceso al salón de la clase turista y buscó, con premura, un sillón limpio y aislado del bullicio donde reposar un rato. Pero al encontrarlo y disponerse a sentarse, un señor con el pelo canoso y de edad semejante, al que conocía desde sus tiempos juveniles en el instituto, se aproximó a él, llamándolo por su nombre.

—¡Rafael!, ¡Rafael! ¡Qué alegría de verte! —dijo aquel hombre, con gesto feliz y alargándole su mano.
Lo mismo te digo, Javier. Hacía por lo menos tres años que no coincidíamos, desde que estuvimos en el entierro del padre de Luis —declaró Rafael, levantándose y devolviéndole afectuosamente el saludo.
Así es. ¿Cómo estás? Por tu hermana, que me la encontré hace unos meses en el ambulatorio, sé que vives ahora en Sevilla y que a tu madre la habían operado de la cadera —manifestó Javier, depositando en el suelo una pequeña bolsa de viaje.
Bastante mal, Javier, si te soy sincero. A mi madre se le han complicado las cosas desde la intervención. Mi hermana me ha telefoneado esta tarde anunciándome que se nos va y que su médico le ha comunicado que hay pocas esperanzas de que mejore… —contestó él, con semblante decaído y esforzándose lo indecible por contener unas lágrimas que se le escapaban irremisiblemente.
Lo siento muchísimo…. El cuadro que padece tu madre lo conozco de otros pacientes y suele presentar, con el tiempo, estos finales. ¡Por favor, si necesitas algo, sea lo que sea, no dudes en pedírmelo! —expresó Javier, afectado realmente por la noticia y ofreciéndole toda la ayuda que podía prestarle, como médico y como amigo.
—¡Gracias! Te lo agradezco sinceramente, pero por ahora mi madre está bien atendida. A estas alturas, ya solo deseo que pueda marcharse con dignidad —mencionó Rafael, sacando un pañuelo de su bolsillo y llevándoselo a sus ojos.
—¿Quién le está siguiendo su caso? —preguntó el amigo.
Es un médico sudamericano de un seguro privado de mi madre. Se llama Agustín —respondió él, volviéndose a sentar al percibir cierta fatiga.
Lo conozco. Tiene una gran experiencia y es un buen profesional. De todas formas me pondré en contacto con él al llegar a casa. No tengo aquí su número de teléfono —afirmó Javier, extrayendo su móvil de la bolsa y examinando la pantalla del mismo durante unos segundos.
Yo tampoco. Si quieres se lo solicito a mi hermana —propuso Rafael.
No te preocupes, descansa ahora —le aconsejó Javier, al detectarle síntomas evidentes de agotamiento y cansancio —. ¿Sabes una cosa?... Pase lo que pase, nunca se me olvidará cuando tu madre me salvó la vida… ¿Te acuerdas?... Yo estudiaba en Granada, iba andando por el puerto de Algeciras con un macuto a la espalda, detrás ella y de tu tía, despistado como siempre y charlando con un amigo. En aquella época, por el muelle pasaba un tren. Sin darme cuenta, y a pesar de que el maquinista hizo sonar la bocina varias veces, no me aparté de la vía y uno de los vagones me enganchó por la mochila y me arrastró unos metros. Entonces empecé a gritar y tu madre, con una valentía y una fuerza increíble, me agarró y me empujó hasta que logré soltarme. Luego, me cuidó como si fuera su hijo, me llevó a un bar para que me tomara una tila y me acompañó en el autocar hasta Málaga, tranquilizándome y preocupándose por mí.
Lo recuerdo a la perfección. ¡Es increíble! Ahora mismo parece que te estoy viendo con mi madre cuando fui a la estación de autobuses. Tú no parabas de besarla y de proclamar a los cuatro vientos que habías vuelto a nacer, como si fueras un milagroso resucitado —añadió Rafael, reproduciendo fielmente aquella escena en su cerebro y con una ligera sonrisa dibujada en sus labios.
—¡No era para menos!… Bueno, tengo que dejarte, mi esposa y mi hijo me están esperando. Esta noche me pongo en contacto con Agustín y no lo olvides: para lo que te haga falta, llámame. Mañana hago lo que sea para visitar a tu madre. Sigue sentado, por favor, y duerme un rato. Te vendrá muy bien —le recomendó Javier mientras cogía su bolsa, al observar que Rafael trataba de incorporarse del asiento para despedirse de él —. Nos vemos mañana.
Adiós, Javier. Hasta mañana —pronunció él, acomodándose lo mejor que podía en el sillón y cerrando lentamente sus párpados.

Durante más de media hora Rafael se dejó llevar por un incontenible aviso básico de subsistencia que le demandaba, apremiantemente, la obligación inexcusable de descansar, quizás porque era consciente de la exigencia de reponer fuerzas para hacer frente lo que el destino le pudiera deparar en aquellas tristes circunstancias. Casi sin darse cuenta, paulatinamente, se vio sumido en un sopor intenso y aplastante, que lo empujaba a una dimensión de vacío absoluto donde los límites de sí mismo se difuminaban y de la que se escapaba, a veces y de forma brusca y violenta, con breves despertares sobresaltados y colmados de un sudor sofocante, en los que algo semejante a una foto fija de su vida recorría su mente para desaparecer a los pocos segundos, justamente cuando esa agobiante somnolencia lo volvía a retener entre sus brazos.

Seguramente motivado por el reciente encuentro con Javier, en uno de aquellos instantes de desvelo, rememoró, con una precisión asombrosa, una conversación telefónica que había mantenido hacía ya cinco meses con un individuo del servicio de urgencias de la Seguridad Social, sobre las doce de la noche y aproximadamente a las dos semanas de regresar su madre a casa, tras la operación en el hospital:

“—¿Servicio de urgencias? —interrogó Rafael.
Sí, dígame —respondió el sujeto.
Perdone que le moleste, señor. Soy el hijo de Ana Fernández Ramírez, una señora de ochenta años que padece demencia senil y que recientemente ha sido intervenida de una operación de cadera en el hospital civil de Ceuta. Mi madre no puede moverse de la cama y, en uno de sus desvaríos, se ha quitado la sonda que le pusieron. ¿Sería posible que me enviaran a alguna persona para colocársela? —planteó Rafael, con extremada cortesía e ingenuamente convencido de que requería un servicio plenamente admisible y factible.
No es posible eso. Tiene usted que traerla a urgencias e ingresarla en el hospital —aseveró el hombre, con un tono contundente y seco.
Sin ser especialista en el tema, creo que sería una locura desplazarla en su estado, y menos para colocarle simplemente la goma de la sonda —expuso Rafael, aturdido y confuso por la suprema irracionalidad de la alternativa que le proponían.
Llame usted a una ambulancia. Si no tiene más que decirme, le ruego que cuelgue y deje libre la línea —solicitó el tipo, con prisas por desembarazarse del problema.
—¡Madre santa de Dios! —proclamó Rafael, apretando con vigor el cable del teléfono y haciendo denodados esfuerzos por insistir —. ¡Señor, por favor, escúcheme! ¡Se lo ruego! Mi madre no puede andar, es incapaz ni siquiera de apoyar las piernas en el suelo. La última vez que vino la ambulancia, antes de operarla, los empleados tuvieron muchísimos problemas para colocarla en la camilla y sacarla por la puerta de la casa, que es bastante estrecha. Además, en su estado, sería muy peligroso para la cicatrización de los puntos. Por otra parte, cada vez que va al hospital, sus síntomas de demencia se agravan considerablemente y su cuerpo acaba repleto de escaras.
Le repito que me es imposible enviarle a nadie —ratificó el fulano, insensible al drama que se experimentaba al otro lado del teléfono.
—¡No tienen vergüenza! Comprendo perfectamente que recibe órdenes de un superior, pero al menos podía mostrar algo más de empatía, aunque fuese por caridad o humanidad… Ojalá nunca se vea en mi situación, ni tampoco el golfo que manda por encima de usted, porque si así fuera, llegarían a comprender el sufrimiento y la desesperación que padecen los enfermos como mi madre, y sus desgraciados familiares, ante el abandono y la dejadez que han de sufrir por parte del Estado, después de entregarle toda una vida de trabajo —explotó Rafael, encolerizado y desesperado por la lucha sin cuartel que debía mantener, para simplemente salvar el respeto a ella en una batalla perdida de antemano.”

El llanto de un niño pequeño caminando delante de un hombre de origen magrebí, que salía de uno de los servicios del buque con el pelo humedecido y una toalla alrededor del cuello, despabiló repentinamente a Rafael y lo devolvió con ímpetu al mundo real y supuestamente compartido con los demás. Perezosamente observó su reloj, que señalaban las nueve de la noche, y dedujo que ya debía encontrarse en las costas de Ceuta.

A continuación, un impulso muy interior lo levantó del asiento y a través de una de las ventanas cercanas contempló absorto, durante varios minutos, la bocana del puerto y las zonas de la ciudad aledañas al mismo, sintiendo en ello un supremo placer; mientras los últimos rayos de Sol se deslizaban, gota a gota, por la totalidad de los fragmentos de su ser; y hallando una paz y un sosiego que hacía tiempo que buscaba y no encontraba. Era como si de pronto alguien, compadecido por lo que estaba soportando, le hubiera lanzado misericordiosamente a un paraíso mágico en el que sus incontables fragancias, calles, ruidos, paisajes, voces, caras, sentimientos, experiencias, historias y otros miles de elementos más que lo definieran, adquiriesen sentido en lo más hondo de su conciencia, porque tal vez ese lugar constituía el medio del que formaba parte y con el que adquiría significado cada paso de su existencia.

Se comunica a los señores pasajeros con vehículo a bordo que ya pueden acceder al garaje… —se informó por los altavoces del barco.

Rafael, al oír estas palabras, selló de nuevo su ensimismamiento y recordó que aún no había contactado con su hermana para decirle que ya había llegado. Sin pensarlo dos veces, se encaminó hacia las escaleras que conducían hasta el garaje, localizó el coche y se introdujo en él. Seguidamente cogió otro cigarrillo, lo encendió y pulsó en su móvil el nombre de María.

Ya estoy entrando en el puerto, Mari. ¿Cómo sigue mamá? —preguntó él.
—¡Se muere, nene! ¡Se muere!... ¡Pobrecita mía! —manifestó ella, entre sollozos continuos y sin esperanzas de ningún cambio en la situación—. A los quince minutos de conversar contigo esta tarde, observé que estaba muy rígida y que su respiración se apagaba. Volví a avisar al médico y después de verla hace escasamente media hora, me ha comunicado que en sus condiciones va a ser difícil que sobreviva a esta noche. Igualmente he revelado a la tita Josefa lo qué ocurría y ahora mismo se encuentra con ella en su dormitorio… ¡Si las vieras en este momento a las dos, cogiditas de la mano, como queriendo no separarse jamás!... ¡No es justo que mi madre se me vaya!... También ha venido Isabel.
Te comprendo mejor que nadie, Mari, pero en estos instantes es cuando debemos sacar fuerzas de dónde sea para que mamá pueda partir en paz. ¡En menos de diez minutos me tienes en casa! —declaró él, haciendo acopio de la escasa fortaleza de la que disponía, con el fin de calmar y proporcionar entereza a su hermana.

Al colgar, Rafael no pudo fingir por más tiempo y se doblegó pasivamente al dolor que emanaba a borbotones de su corazón, golpeando violentamente el volante del auto, llorando e insultando a esos principios sagrados que justificaban el perder personas tan amados como una madre. Exhausto y agotado por esta entrega desesperada, la explosión de desconsuelo fue dejando paso gradualmente a un estado de aturdimiento y perplejidad, unido a una mezcla de sensaciones de vacío, ahogo y presión en el pecho, que le obligaron a bajar velozmente los cristales del auto en busca de un aire que faltaba en sus pulmones.

Tras ello, poco a poco, fue reanudando su respiración hasta que el ruido del claxon de los coches posteriores al suyo, que esperaban impacientemente salir del garaje para acceder a la rampla de desembarco, le hizo caer en la cuenta de que ya había llegado. Como un autómata, accionó la llave de contacto y pisó el acelerador, abandonando el barco y desplazándose lentamente encerrado en una fila de autos, en dirección al control de la Guardia Civil. En este corto trayecto, su pensamiento se obsesionó insistentemente en la necesidad urgente de recobrar el coraje y la fortaleza, que eran aspectos esenciales para él en aquel lance de su existencia, probablemente por ese papel de hombre de la casa que tuvo que asumir con solo quince años al morir su padre, a la vez que el intenso y profundo olor a mar de Ceuta, invadía y penetraba por cada pliegue de su alma, reanimándolo y tonificándolo hasta conseguir una disposición de ánimo muy diferente a la que le atrapaba y oprimía hacía solo breves instantes.

Cuando dejó atrás aquellos guardias de uniforme verde e inició el recorrido desde el puerto hacia la casa de su madre, situada en la barriada de Villajovita, un sin fin de trozos de su vida íntima y personal comenzaron a impactar y a acumularse en su mente, sin orden ni concierto alguno, destapados y activados por cualquier cosa o lugar, por insignificante que fuese, en las que el azar detenía y sujetaba a su mirada: una mesa de una cafetería en la que Rafael fue feliz una mañana de domingo, sencillamente contemplando a Isabel, sonriendo y planificando innumerables proyectos y viajes; un pequeño parque al que acudió una noche, destrozado y sin lograr reconocerse a sí mismo, para concertar una vulgar cita con una amante aprendiz de mujer; una calle por la que andaba, con doce años y una maleta repleta de libros, acompañado de un alto y barbudo profesor de Latín, que le hablaba de mundos lejanos y distantes, o el bordillo de una acera donde una tarde de verano se sentó para contar hermosos cuentos de príncipes y princesas a su hija, que en aquel entonces solo tenía seis años, mientras ella se abrazaba fuertemente contra su pecho y él le acariciaba suavemente sus negros cabellos rizados.

En menos de diez minutos Rafael divisó el domicilio de su madre; una casa de planta baja, con un coqueto patio de muros blancos, impregnado en un embriagador aroma a dama de noche y a flores de azahar; y aparcó el automóvil justamente frente a la puerta de entrada, que inusualmente se encontraba abierta y desde cuyo interior se escuchaban desgarradores llantos y lamentos de dolor de un coro de mujeres, entre los cuales percibía claramente los de su hermana.

―¡Llegué tarde! ¡Llegué tarde!... ¡Otra vez llegué tarde! ―reiteraba acusatoriamente él, con lágrimas surcando su rostro y suspiros entrecortados, pegándose frenéticamente con sus manos en la cara ―. ¡Maldito sea yo mil veces!

No podía ni quería abandonar el coche y lentamente el silencio fue apagando la desesperación. Su resistencia había tocado fondo y durante un tiempo que fue incapaz de determinar, un frío que nacía desde lo más hondo de su ser y que le originaba temblores en cada milímetro de su piel, lo mantuvo agarrotado y contraído, impedido para decir ni hacer nada y sumido en una completa confusión y desconcierto, donde tal vez no cabía más salida que algo, o alguien, mostrara benevolencia con él y lo sacara apremiantemente del caos que sufría, guiándole en la dirección a tomar y con la que atrapar una mínima esperanza de huida.

―¡Ya está aquí su hijo! ―anunció una vecina al resto de señoras que ocupaban la vivienda, al asomarse a la calle y advertir la presencia de Rafael dentro del auto.

Esa voz lo devolvió despiadadamente a la escena, recordándole sin contemplaciones sus deberes en el trágico episodio. Simultáneamente, se sintió atropellado por una resolución incontestable, ajena a su voluntad, que lo forzó a renunciar a la burbuja aislante de su automóvil y le exigió marchar con paso firme hacia la casa, aunque sin conseguir borrar de su juicio la extraña e incongruente sensación de que todo lo que estaba viviendo no era más que una absurda e incomprensible pesadilla, de la que tenía y debía evadirse en el momento menos esperado.

Al adentrarse en la vivienda y dirigirse hacia el dormitorio de su madre, los rostros femeninos allí congregados incrementaron apreciablemente sus plañidos y suspiros, no apartando sus miradas de él, a la vez que recibía un sin fin de abrazos y besos de personas que bloqueaban insistentemente su camino, y que en la mayoría de las ocasiones no alcanzaba a reconocer. Cuando por fin logró entreabrir la puerta de la habitación, experimentó un singular miedo al darse de bruces con el reino de la muerte.

Y es que aquel cadáver postrado en la cama; rígido y flácido, tajantemente inerte y mustio, de palidez extrema y facciones afinadas por la extenuación y el desgaste de una cruel y despreciable agonía, que no dudó en despojarle sin clemencia de cualquier condición humana, encogido y recogido en sí mismo en un círculo infernal para facilitar el ingreso en la suprema nada; era, ni más ni menos, lo único que quedaba ya de su pobre madre.

―¿A qué parece que está dormidita? ―le interrogó María al verlo en el cuarto, sentada en el borde de la cama, con un pañuelo encima de su falda y aspecto muy fatigado, tras besar tiernamente las mejillas de la difunta.

Rafael no contestó. Permanecía de pie, a su lado, imposibilitado para enlazar tres palabras juntas, o simplemente manifestar algún ademán de cariño o saludo hacia su hermana, absorbido y entumecido por una amalgama de sentimientos opuestos y contradictorios: la responsabilidad de estar ahí, al lado de su hermana, acompañando y velando a los restos de su madre, como muestra de respeto y cariño hacia el ser amado que se fue; el instinto brutal por fugarse y desaparecer ante un cúmulo de normas sociales, hipócritas y falsas, que vienen adheridas a los sepelios, empañándolos de extrema falsedad y comedia; el menester de incorporar, a pesar del dolor, esas imágenes terminales de la mujer que lo concibió y completar así el recuerdo de ella, al que invocar y adorar cuando la añoranza hiciera acto de presencia; el temor por volver a redescubrir la fragilidad de la vida y sus injustos e indecorosos desenlaces, o la soledad y el desconsuelo que le originaba el asumir la orfandad de padre y madre, especialmente al notarse arrojado a una etapa final de la vida, que poco antes ocupaban ellos y en la que nunca imaginó arribar.


Así es, María… ―confirmó Isabel, también presente en la alcoba, rompiendo el mutismo de la escena y no dejando de contemplar con preocupación a Rafael, que exteriorizaba una imagen extenuada e intentaba en vano poner paz en su mente, apoyando la espalda en la pared y observando distraídamente las macetas del patio―. ¿Estás bien, Rafael? ¿Te preparó algo de comer? ¿Quieres un café?
Gracias, Isabel, pero solo necesito respirar unos segundos. Ahora vuelvo. Me voy al patio donde parece que no hay nadie ―expuso él, encaminándose hacia la cristalera del dormitorio que daba acceso al mismo y deslizando una de sus mamparas.

Al penetrar en su interior, distinguió la vieja mecedora donde su madre solía sentarse en las tardes de verano y se dejó caer sobre ella, cerrando los ojos gustosamente y extasiándose con la infinitud de aromas que se desprendían de las flores y el canto monótono de unos grillos. Inesperadamente, se esparció por su alma ese olor a hierba verde y a mar que le rememoraba frecuentemente a su madre, cuando de pequeño corría asustado hacía sus brazos y escondía la cabeza angustiosamente en su pecho, y comenzó a fluir por sus venas una intenso sopor, que gradualmente lo lanzó a un abismo negro y oscuro, en el que la frontera de su conciencia se diluía y dejaba de poseer entidad propia.


Pero transcurridos lo que para Rafael fueron exclusivamente unos minutos, una húmeda y gélida presión en la parte posterior de su cuello lo arrancó, con salvaje ímpetu, del adormecimiento en el que se había hundido, y al intentar girar instintivamente la cabeza para descubrir la causa de ello, sus ojos tropezaron, de forma sorprendente, con los dedos animados de la mano de una mujer posados en su hombro izquierdo, portando uno de ellos, contra cualquier lógica y racionalidad, un anillo exactamente igual al que llevaba poco antes su expirada madre, cuando la contemplaba desalentado en la alcoba.

Inmediatamente, mientras esos dedos no cejaban de rozar su hombro, se demandó ahuyentar, con exagerado delirio y frenesí, a sus descabelladas e insensatas hipótesis para identificar a la dueña de aquella mano, que se generaban a una velocidad endiablada en su disparatado entendimiento, con el simple acto primario de levantarse de la mecedora y colocarse, cara a cara, frente a ella. Sin embargo, una resistencia sobrehumana, ajena a él, le bloqueaba con insistencia cualquier tentativa de desplazamiento de su cuerpo, por pequeña e insignificante que fuese, percibiendo una desbordante angustia y ansiedad, tan grande como si le desposeyeran al instante del sentido de la vista y le obligaran a encerrarse en una urna de cristal transparente, sin más ayuda para ver e interpretar lo que acontecía a su alrededor que las conjeturas que se dignara a lanzarle su mente.


―¡No puede ser mamá! ¡No puede ser!... Mamá está muerta ¿Comprendes?... ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!... ―se repetía hasta la saciedad Rafael, encadenado por un mundo sin barreras entre lo real e irreal.

A continuación, demencialmente e inconcebiblemente, el aliento de una voz, también idéntica a la de su madre, se infiltró por su debilitado juicio, salpicando los más recónditos y apartados rincones de sí mismo:
―¡No te atormentes, mi tesoro! Mi martirio por fin concluyó y yo sé que me marcho para no regresar jamás… ¿Sabes una cosa?... Sería muy feliz si la virgen me regalara la gracia de apretujarte otra vez entre mis brazos, como cuando eras un niño y te refugiabas en mi pecho, aunque tuviera que padecer el doble que lo que he sufrido, pero eso tan hermoso, Rafael, ya no me lo concederá.
―¡Por favor, mamá, quítame esto
! ―solicitaba él, sollozando y sin conseguir que sus músculos le respondieran, completamente inmovilizado en la hamaca ―¡No te vayas! Mari y yo te necesitamos a nuestro lado.
―¡Escúchame, hijo mío! No debo ni puedo hacerlo. Le prometí a la virgen que solo permanecería contigo el tiempo necesario para pedirte dos cosas… Rafael, te lo suplico: no sigas huyendo, vuelve a tu tierra y a tu casa, que es esta. No permitas que unos pobres desgraciados te alejen de lo que es tuyo. Reconstruye tu vida con Isabel, aquí, a la vera y en compañía de las personas que te quieren de verdad. Ella te ama y es una buena mujer. No encontrarás a nadie igual
―rogó la voz.
Ten por seguro que así se cumplirá. Ahora me toca a mí: te imploro de rodillas que te quedes, no es justo caminar sin madre. Además, la virgen no existe y nada tiene derecho a reclamarte ―declaró Rafael, ávido de cualquier pretexto para retenerla a su lado.
Ni yo ya tampoco, corazón de mi alma ―sentenció ella.

De repente, sin otra explicación añadida, aquella voz desapareció perpetuamente, y Rafael advirtió que su sangre retornaba a su cuerpo y que sus miembros ahora si eran capaces de ejecutar sus órdenes y de levantarlo de la mecedora. Con gran desasosiego, obcecado por el impulso de conservar y retener lo que se le escapa irreparablemente de las manos, comenzó a correr por el patio como un poseído; buscando quién sabe qué, tropezando torpemente con varias macetas y llamando a voces a su madre, hasta que cayó de bruces en el suelo, extenuado y desfallecido.

María e Isabel, al oír los gritos desencajados de Rafael, acudieron con apremio al lugar donde se hallaba. Inmediatamente, a duras penas y con denodados esfuerzos, lograron incorporarlo y sentarlo de nuevo. Poco después recuperó paulatinamente el ritmo de su respiración, reanimado por el agua que le dio a beber una vecina que, momentos antes, se encontraba con las dos mujeres en el dormitorio.

Mari, mamá acaba de hablar conmigo. Ya se ha ido; no obstante, no he conseguido convencerla para que permaneciera con nosotros ―dijo Rafael, mirándola fijamente.
Eso no es cierto, mi niño. Es verdad que mamá se fue, pero siempre estará en ti y en mí, porque toda ella sobrevive y sobrevivirá en los dos, y en nuestros hijos, y en los hijos de nuestros hijos, por los siglos de los siglos ―afirmó María, besando dulcemente la frente de Rafael y abrazándolo exactamente del mismo modo que lo hacía su madre.



Fin



Kino, Febrero del 2010