viernes, 4 de junio de 2010

Te suplico que no digas nada


Voy a ser sincero, como casi siempre y desde el principio, simplemente porque las mentiras me producen profundo desasosiego y necesito respirar aire puro en cada segundo que me regale la vida… No, no te equivocas, has acertado plenamente, nunca estuve allí, ni tan siquiera lo conocí. Lo que sí puedo asegurarte es que tipos como Carlos te los sueles encontrar con frecuencia a la vuelta de la esquina, y que si el azar te depara esa sorpresa, lo razonable y lo conveniente es que desaparezcas inmediatamente, porque estos individuos son capaces de todo con tal de difundir y propagar a la puta calle cualquier confidencia, chisme o secreto de alcoba, sin reparos ni miramientos de ninguna clase.

También asumo, con plena lucidez de mis actos, que el relato que leí esa noche en un archivo del ordenador de mi amigo Javier; cuando tras su fallecimiento repentino en accidente de coche, accedí a su casa, en compañía y a petición de su madre, y revisé su portátil, entre otros efectos personales; es un trozo de una historia real, ni más ni menos que la suya propia, independientemente de que él no lo declarase expresamente así y que los nombres de los personajes fueran ficticios. Asimismo me gustaría añadir que su contenido es un testimonio de existencia, quizás ordinario y común, pero desbordante de humanidad y de sentimientos. Desgraciadamente estos fragmentos que definen el devenir individual y anónimo, que de vez en cuando llaman a la puerta de nuestra alma, suelen acabar relegados al cajón del olvido, seguramente por la ceguera que origina las prisas y nimiedades que tiranizan y marcan el camino de cada uno, impidiéndonos reflexionar sobre ellos para aprender algo nuevo y actuar con más acierto… ¡Qué buena falta nos hace!

Y si no me crees, lee con atención la narración de Javier, que él tituló “Te suplico que no digas nada”. A lo mejor hay suerte y aún conservas cierto toque de sabiduría para hacer frente a la realidad del destino, del tuyo y del mío, donde lo más hermoso y lo más perverso, eternamente y por los siglos de los siglos, sobreviven fusionados y abrazados, como dos caras de una moneda que solo adquieren sentido en pública y manifiesta compañía.


Te suplico que no digas nada


Nunca se me olvidará el día en el que el destino me deparó la pérfida y maliciosa sorpresa de volverme a encontrar con Carlos, echando por la borda mis denodados esfuerzos por olvidarlo y enterrar aquella vileza que cometió conmigo. Tanto es así que, en este preciso instante, no sé por qué, pero los recuerdos se esparcen brutalmente en mi mente, como si hubiese sido ayer, y parece que en este momento estoy abriendo la puerta del restaurante donde ese miércoles de agosto había quedado con mi amigo Manolo para cenar.


Irracionalmente y en contra de un mínimo de sentido común, siento lo mismo que en aquella ocasión y lo veo ahí, frente a mí, sentado en la mesa del fondo, como si nada hubiese pasado, aguantando y conteniendo a duras penas la enorme barriga que se le desbordaba por cualquier resquicio del apretado cinturón de su pantalón, con la camisa barata empapada de un sudor que brotaba sin cesar, tratando de ocultar infantilmente su mirada de la mía, metiendo la cabeza en el plato y devorando como un cerdo hasta el último resto del menú económico de ocho euros, acompañado y esclavizado por ese monstruo de mujer, que me examinaba y juzgaba con descaró en cada paso que daba, dictándome sentencia sin ser escuchado y perdonándome la vida en nombre de no sé qué.

Y exactamente como en aquella noche, unas infinitas náuseas invaden y comprimen mi estómago, a la vez que el oxígeno interrumpe su recorrido por mis pulmones. Algo muy dentro de mi alma me empuja, sin compasión y de forma violenta, a huir lejos de allí: de esa escena, de ese lugar y de ese hueco de mi memoria. Sin embargo, soy consciente de que ya es demasiado tarde y que eso recorre de nuevo mi pensamiento, no hallando más alternativa que dejarlo derramarse libremente y esperar pacientemente a que el lento transcurrir de los años lo destruya definitivamente.


¡Maldito seas, cabrón de mierda! ―susurré impotente, retrocediendo sobre mis pasos y dirigiéndome hacia la salida del local, con la esperanza de bloquear un impulso incontenible que me ordenaba insistentemente que me fuera para él y lo golpeara sin piedad, hasta hacerlo desaparecer de la faz de la tierra.

Al atravesar la puerta, completamente absorto en lo que atormentaba mi cabeza, apoyé los brazos sobre una baranda de una balaustrada que daba acceso al restaurante y desde la que se podía oler y contemplar el mar de una playa cercana. Ignoro cuánto tiempo estuve así, inspirando profundamente la brisa que llegaba hasta mí, haciendo lo imposible por calmarme y arrinconar en la nada a aquel sujeto.


―¿Me llevas esperando mucho tiempo, Juan? ¡Perdona! Me han metido una excursión de alemanes a última hora y no he podido llegar antes ―se disculpó Manolo, acercándose a mí y examinando su reloj.
No te preocupes. Creo que soy yo el que me he adelantado ―manifesté, forzando una sonrisa y sin lograr apartarme del sitio donde estaba.
Sea lo que sea, tengo muchísima hambre. Vamos a entrar, que luego te llevaré a una nueva terraza del puerto deportivo donde he quedado con unas tías muy simpáticas y agradables ―propuso él, abriéndome la puerta del restaurante.
Lo siento, estimado amigo, pero si cumplo con tus deseos acabo esta noche durmiendo en la cárcel. Y no hablo en broma, te lo aseguro ―afirmé, apretando fuertemente mis puños y con el rostro desencajado.
―¿Qué te pasa, Juan? ―preguntó, sorprendido y preocupado por mis palabras.
Dentro está Carlos, que por lo visto ha regresado de vacaciones para amargar la existencia a más de uno, engullendo lo que le pongan por delante y custodiado por la bruja que lo domina. Si me lo echo en cara otra vez, no respondo de mis actos ―expuse más tranquilo, ante la posibilidad de compartir lo que guardaba dentro.
No lo entiendo, de verdad. Si os conocéis desde niños y sois grandes amigos… ¿Qué ha ocurrido? ―me interpelaba Manolo, perdido en la irracionalidad y complejidad de las relaciones entre los seres humanos.
Sinceramente, yo tampoco… Además, es una larga historia que mereces conocer, al menos para que no te pase lo mismo que a mí ―dije, poniendo mi mano sobre su brazo―.
¡Esta noche quiero invitarte yo, no se hable más!, pero a un restaurante que está muy cerca de aquí y que es infinitamente mejor que este. ¡Vámonos!, y te cuento lo que hizo la “criatura” conmigo.
Si no pago, tío, te juro por el niño Jesús que no se me escapa ni una sola palabra de lo que me digas ―prometió mi amigo, en tono irónico y bromista.


Al iniciar el recorrido por el paseo marítimo en dirección al nuevo establecimiento donde decidí convidar a Manolo; y mientras aparentaba escuchar con atención y santa paciencia las quejas y protestas que este me refería, sobre su encarnizada lucha por mantener el negocio en unos tiempos de crisis económica como los actuales; me acuerdo que no paraba de rebuscar razones que justificaran mi falta de experiencia en el género humano para advertir en Carlos, con la suficiente antelación, ese vicio depravado y denigrante por publicar cualquier confidencia que cayera en sus oídos.

¿Cómo era posible que yo no me hubiera dado cuenta de ese rasgo de su personalidad en más de media vida compartiendo cosas con él? ¿Por qué otros repararon en ello a los escasos días de relacionarse con la criatura? ¿Tan cándido y memo soy, madre santa bendita de dios?... ¡La distancia! ¡Eso es! ¡Ya lo tengo! ... No supe aprovechar la oportunidad para marcar la distancia necesaria que me permitiera colocarme fuera del enrevesado entramado afectivo que me unía a él y analizar desde allí, con la frialdad y la serenidad conveniente, qué es lo que realmente cabría esperar de Carlos.

No me atrevo a ratificarlo, pero yo diría que un tenue rayo de luz comienza a penetrar en las tinieblas de mi mente, justamente ahora que rememoro aquello. Incluso creo que estoy en condiciones de levantar la mano con descaro y analizar el origen de ese degenerado comportamiento en él, exponiendo que, independientemente de que estuviera latente en sus genes, el mismo se acrecentó y culminó por el efecto innegable del medio donde sobrevivía.

Para ello es suficiente con tener en consideración que el trabajo de este tipo dependía, y depende, del capricho de los políticos de turno en el poder y que estos, al igual que Carlos, subsisten en decorados de clara supremacía de la de la vanidad y la falsedad. En consecuencia, no es extraño que el peloteo, los chismes, el cotilleo, las habladurías y el comadreo constituyan normas básicas y aceptadas en el devenir cotidiano de existencia, además de suponer un valor de peso para mantener, o incrementar, la migaja que rodó por el suelo y que se guardó a escondidas en el bolsillo para provecho particular.

No. ¡No y no!... No debo continuar más por este camino. Si lo hiciera, me situaría en un callejón sin salida en él que se barajaría la posibilidad de que el santo entorno acabara justificando las golfadas de un ser como Carlos, supuestamente adulto y plenamente consciente de sus actos.


―¡Esto es increíble, Juan! Me llevas a otro sitio con la excusa de que no quieres encontrarte con Carlos y la promesa fehaciente de explicarme lo qué te pasó con él; sin embargo, al final, el único que habla soy yo, ya que tú te limitas a andar a mi lado con la boca cerrada, navegando por tu mundo interior ―protestaba acertadamente Manolo, deteniéndose inesperadamente frente a mí.
Asumo mi culpa. Sin advertirlo, los recuerdos se apoderan de mi persona y no logro expulsarlos, a pesar de mis esfuerzos ―declaré con cierto rubor.
Eso es fácil de solucionar. Empieza a soltar ―ordenó afectuosamente él.
―¿Qué te parece si dejamos el asunto para los postres, con el sabor de un buen café y el humo de un magnífico puro? Seguramente no has reparado en ello, pero ahí en frente está el restaurante ―le comuniqué, señalando con la mano el establecimiento.
―¡Vale, vale, vale! Te aprovechas de que el hambre me reclama insistentemente cosas en el estómago, estimado colega ―asintió con resignación.
Tranquilo, no se me olvida, hombre de poca fe ―garanticé con una amplia sonrisa dibujada en mi rostro.


Después de adentrarnos en el restaurante y charlar un buen rato en la barra con Alberto, el dueño del local al que conocía desde que era un niño, este nos condujo al reservado sin que mediara ninguna indicación por mi parte. Aquel rincón me encantaba por sus preciosas vistas al mar, y sobre todo por haberlo frecuentado alguna vez con Isabel cuando la suerte me señalaba y me regalaba esa inmensa dicha. Al sentarme en su silla, la que ella solía coger siempre; esa que estaba frente a la cristalera, tapizada de color azul y con un cojín celeste; como un gilipollas y por puro instinto, dominado completamente por mis impulsos, introduje los dedos entre el respaldo y el asiento. Y milagrosamente e inverosímilmente encontré su nota, la nuestra, la de un amor que nunca pudo ser, que seguía allí, con su “Te quiero, Juan”, escrito por ella, a modo de testimonio imperecedero que perduraba al correr del tiempo… ¿Qué será de ella? ¿Cuánto hubo de sufrir por un sinvergüenza como Carlos? ¿Quién pagará su dolor? ¿Y el mío?


Si me lo hubieras dicho, habría invitado sin pensarlo a las chicas que te presentaré esta noche. ¡Es un sitio precioso! ―mencionó Manolo.
―¡Maldito seas, cabrón! ―volví a susurrar, depositando la nota en la mesa y reclamando a Isabel más allá de ese horizonte que en tantas ocasiones contemplamos los dos, aquí, en secreto y agarrados de la mano.
―¡Qué dices, Juan! ¿Y ese papel?―preguntó con sorpresa.
―¡Toma! ¡Léelo!―le mandé, alargándole la nota―.
¿Sabes? Continuaba escondido en esta silla, como si Isabel permaneciera aquí y me obligará a leerlo, antes de abrazarme y apretujarme entre sus brazos.
―¿Quién es Isabel! ¡Joder, Juan, menudo lío me estás montando!―
se quejaba Manolo, sin perder su buen humor.
―¡Isabel es otra víctima del canalla de Carlos, además de protagonista del relato real que estoy obligado a narrarte en los postres. Y no digo más. ¡A comer y a saborear las maravillas que nos traiga mi Alberto! ―establecí, dando por zanjado momentáneamente el asunto.
―¡Siempre te sales con la tuya!―se lamentaba, con santa paciencia y encendiendo un cigarrillo.
No, pero te agradezco tu sinceridad ―añadí riéndome y llamando a Alberto, para que nos asombrara con su buen hacer en la cocina.


Al morir Claudia, mi esposa y compañera, después de un largo y penoso vía crucis de sufrimiento y dolor que no se lo deseo a nadie, ni tan siquiera a mí más encarnizado enemigo, la totalidad de lo que me otorgaba sentido en este jodido mundo estalló inesperadamente en millones de fragmentos rajados y desencajados. A pesar de mis obligaciones con mis dos hijos, no descubría nada a lo que sujetarme para proseguir sobreviviendo, después de compartir absolutamente todo con ella, desde que la conocí un verano y siendo ambos unos niños que se besaban a escondidas debajo de la mesa de la cocina de mi abuela. Con cuarenta y cinco años recién cumplidos, me levantaba cada mañana rogando y suplicando a ese dios que jamás me hizo caso, y que abandonó en la estacada a mi más preciado tesoro cuando más le hacía falta, que acabará cuanto antes conmigo y sin más dilaciones.

La soledad y la nostalgia por la ausencia de ella me consumían lentamente e implacablemente, día tras día, segundo tras segundo. Ni tan si quiera disponía de la posibilidad de salvarme con la presencia y la alegría de los nenes; ya entonces unos jóvenes adultos, de veinte y veintidós años, que estudiaban fuera de casa, concretamente en Madrid, y a los que yo ocultaba a la perfección y con esmerado disimulo mis verdaderos sentimientos, entre otras cosas por el imperecedero instinto paternal de protección de un padre hacia sus hijos. Tampoco contaba con la ayuda de esos que se vanagloriaban de ser mis amigos, que desaparecieron en masa y por arte de magia una vez cumplidas las obligaciones sociales del entierro de Claudia, siendo incapaces de mostrar su interés por mí con una obligada visita de cortesía, o una breve llamada de teléfono.

Un domingo por la mañana, desesperado y completamente roto, entré en el cuarto de baño e ingerí no sé cuantas pastillas, además de realizarme varios cortes en las venas con una cuchilla de afeitar. Desconozco cuántas horas, o minutos, estuve postrado en el suelo, sin conocimiento y con un pie en el más allá, aunque he de afirmar que el destino se apiadó de mi ya que en esos instantes mi hermano, que fue a una cafetería próxima a donde yo residía a desayunar con su esposa, se acordó milagrosamente de que debía de recoger en mi casa unos libros que necesitaba mi sobrina.

Después de tocar infructuosamente varías veces el timbre de la puerta de mi apartamento, y de no recibir respuesta alguna a sus insistentes llamadas desde su móvil, mi hermano; que poseía una llave del piso que, curiosamente, yo le había entregado tan solo un mes antes; penetró en su interior y al verme en aquel estado, me llevó apremiantemente al hospital más cercano. Y allí la casualidad, en otras de sus sorprendentes jugadas, me puso de nuevo frente a Isabel, que desempeñaba en aquella época las funciones de médico en el servicio de urgencias y con la que coincidí en varias ocasiones cuando yo era un jovencito y estudiaba en la universidad de Granada, hacía ya más de veinte años.

Ella, y solamente ella, fue la persona que me tendió su mano y me alejó de aquel abismo de desesperación, así de claro y así de evidente. En un primer momento, como una profesional solidaria y humana que se interesó por mí, que me percibía como algo más que un anónimo paciente del registro de casos atendidos en una cotidiana jornada laboral y en la que yo encontraba permanentemente ayuda, calor y comprensión. Posteriormente, con el avanzar de las semanas, empujados mutuamente por una atracción y una necesidad de compartir fragmentos del interior de cada uno, donde progresivamente descubríamos y palpábamos más afinidades y coincidencias en el otro. Para acabar, finalmente, envueltos y sustentados en un amor pleno, pero en secreto y a escondidas; imposible de proclamarlo a los cuatro vientos, o de hacerlo realidad hasta sus últimas consecuencias, por la hipocresía y la tiranía de lo aceptable y conveniente socialmente, o simplemente por la falta de valor y decisión de ambos en la lucha por la felicidad anhelada y suspirada.


Mientras Alberto nos atendía personalmente en el reservado; con su quehacer discreto, silencioso y volcado en la satisfacción culinaria del cliente; Manolo y yo conversábamos de forma animada y superficial, entre sonrisas y brindis de vino, saltando constantemente por temas banales e insustanciales y degustando pausadamente los exquisitos manjares que se acomodaban en la mesa, con el reloj guardado en el bolsillo y siendo arrastrados por ese instinto de conservar y retener el momento de la dicha, y de no soltarlo jamás. Sin embargo, a veces, sin ninguna razón objetiva aparente, estas situaciones de goce desaparecen imprevistamente por algo que, a simple vista, es una pura nimiedad, pero que permite sin restricciones el acceso pleno al juego de las percepciones individuales, en el que cada uno asigna un valor y una experiencia particular.


―¿Te has enterado de la última noticia que vuela velozmente por las esquinas de nuestra santa e inmaculada ciudad? ―dejó caer Manolo, procurando amenizar la velada y forzando cómicamente una expresión confidencial y de misterio.
Estoy seguro que no ―contesté, cambiando repentinamente mi rostro distendido por un creciente malestar al sospechar que me iban a sacar, de golpe y porrazo, de mi nube placentera para arrojarme a un terreno que me irritaba bastante.
―¡No te lo vas a creer! ―afirmó él, acercando su silla a la mía y bajando ostensiblemente el tono de voz―. Agárrate a esta: es de dominio público que, hace varios días, un senador conservador de la comarca pilló in fraganti a su honorable cónyuge en la cama de un hotel, haciendo el amor con un guardaespaldas suyo. Y lo mejor, por lo me han contado, la señora es muy fogosa y no es la primera vez que anda metida en líos de este clase. Incluso se chismorrea que es habitual que porte en su maleta de viaje unas altas botas negras, un látigo y unas esposas para disfrutar de cierto toque masoquista cuando se le presenta la ocasión.
―!No sigas, por favor! No me interesan esos temas ―le rogué, cada vez más inquieto y nervioso.
―¡Pero si aún no te he contado lo mejor! ―anunció, haciendo caso omiso a mi petición―.
Un chofer de autocar, que trabaja con nosotros y que ejerce de taxista en sus horas libres, me comentó la semana pasada que no es la primera vez que ha llevado a esta mujer y a varias amigas suyas, a altas horas de la madrugada, a hoteles de dudosa reputación y que…


¡No aguantaba más! ¡Era imposible! No soportaba, ni soporto, esos cotilleos llenos de mierda de la vida privada de las personas; independientemente del propósito de quienes lo difunden, o del contexto en que estos son vertidos; que son originariamente lanzados al vulgo por unos desgraciados y pelotas que, pocas horas antes de la sentencia, comían de las manos de los ajusticiados y se peleaban como perros salvajes por las sobras que se les escapaban a las víctimas del ultraje. Así que no lo dudé ni un segundo: me levante de la silla, dejando con la palabra en la boca a mi pobre amigo, y me encaminé en silencio hacia el ventanal del reservado, desde donde alcancé divisar y sentir el infinito mar, y con ello relajarme y relativizar lo escuchado.


―¿Qué te ocurre? ¿Qué haces ahí? ―me interrogaba Manolo, sorprendido y confuso por mi anormal comportamiento.
Si te digo la verdad, ni yo mismo lo sé muy bien… Supongo que luchar para desterrar a los fantasmas de mi memoria. Lo que no me cabe la menor duda es que no estoy dispuesto a oír los trapos sucios de nadie, ni menos aún las valoraciones pérfidas sobre los actos íntimos de un ser humano, sean de quién sean. ¿Y sabes por qué?... Yo he sido apaleado y martirizado por esa perversa manía que nos impulsa a airear lo ajeno, en nombre de la cual se me arrebató impunemente una de las pocas esperanzas de las que disponía para soñar con la felicidad ―añadí, dirigiéndome de nuevo hacia la silla y volviéndome a sentar.


Durante unos segundos Manolo permaneció en silencio, contemplándome atentamente y absorto en sus pensamientos, mientras que yo releía cansinamente la nota arrugada de Isabel, rebuscando algo, aunque fuese trivial e insignificante, que hiciera posible el fantástico milagro de trasladarme hasta ella, para abrazarla y besarla con locura hasta que ya no quedara nada de mí.


Tienes razón, Juan. No debo prestarme a ese juego. Te juro que no me empujó la mala intención en ello, más bien lo contrario. ¡Soy un bocazas sin solución! ―expuso mi amigo, sinceramente arrepentido.
Acepto tus disculpas, aunque no sin imponerte un terrible y ejemplar castigo: el que me hables de las preciosas tías que me mostrarás esta noche en la terraza del puerto ―declaré animosamente, llenando de vino su copa vacía.
Será un placer ―asintió Manolo, brindando conmigo en compañía de un maravilloso caldo de la bodega de Alberto.


¿Cómo se comparten tantas cosas con una persona y se acaba con el paso del tiempo bendiciendo su desaparición de la faz de la tierra?... No, lo siento, pero no consigo en estos instantes extraer de mi cabeza respuestas exactas y precisas, y lo que es peor aún, después de atesorar sobrada experiencia de esta bipolaridad. Lo que si soy capaz de afirmar con rotundidad es que, al menos en seres pasionales como yo, la línea que separa el afecto y el cariño del odio y del rencor, al igual que en otros sentimientos, es demasiado ligera y vaporosa; independientemente de que se nos haya otorgado la gracia de convertir en realidad el todo en cada orilla contraria, para lo bueno y lo malo simultáneamente.

O quizás me complico demasiado y sea suficiente con reflexionar, aunque solo fuera por unos segundos, sobre el sentido qué es capaz de alcanzar un extremo sin la existencia del opuesto a él. Seguramente llegaríamos a la conclusión de que no hay polo que se sustente sin la comparecencia pública de su antagónico. Así, por poner un simple ejemplo, la amistad cobra significado y nos lleva a tocar el cielo justamente con la presencia de la rivalidad, el antagonismo o la propia enemistad, caminando cada una a su lado y de su mano, al igual que acontece en otras dimensiones del sentir humano.

Y escribo estas palabras porque pienso que son las que mejor definen la historia del vínculo que se estableció entre Carlos y yo, desde que con cinco años y bajo la atenta mirada de su madre, jugábamos a construir castillos de arena en la playa del barrio que nos vio nacer, hasta hoy en que una de las últimas conversaciones que mantuve con él se proyecta en mi mente, precisamente ahora y con una exactitud que sobrepasa lo creíble, desbordante de dolor y de desconsuelo, e insistentemente repetida en una retahíla cansina y machacona a la que no consigo poner fin.


A ti te ocurre algo, Juan ―me exploraba Carlos examinándome fijamente, una tarde de un jueves frío y lluvioso de diciembre, en la trastienda de su negocio donde solíamos charlar cada semana.
―¿Cómo está tu padre? ―pregunté, esquivando su mirada e intentando cambiar apresuradamente de tema.
Mi padre como siempre: dilapidando el negocio y torpedeando mis esfuerzos para ponerlo a flote ―expuso él, abandonando su tarea y ofreciéndome un cigarro.
Te he repetido frecuentemente la solución: abandona esto y alquila un pequeño local. Empieza desde cero; siempre será mejor que permanecer aquí ―propuse, observando distraídamente un viejo cartel publicitario que colgaba de la pared en la que se dibujaban numerosas manchas de humedad.
Te noto raro desde hace varios meses: apenas hablas cuando vienes a verme, continuamente sacas el móvil como si esperases alguna llamada y ya no quedas conmigo en el pub de Gutiérrez para tomarnos unas cervezas ―volvió a la carga Carlos, con cierto brillo malicioso en sus ojos.
―¿Yo? A mí solo me llaman mis hijos cuando llega el final de mes ―declaré, buscando rápidamente una salida.
La otra noche en el pub, un “pichón” al que conocemos ambos, intranquilizado y preocupado por tus ausencias, me confesó que te vio salir el otro día de tu casa a altas horas de la madrugada, con una mujer que el juraría, sin darle tiempo a reconocer nítidamente su rostro, que se trataba de una tal Isabel, una señora casada con un cuerpazo de escándalo ―mencionó, lanzando definitivamente el anzuelo.
No sé por qué, pero me viene la sensación de que “el pichón”, como tú lo llamas, está posado frente a mí ―predije, sin temor a equivocarme.
―¿Folla bien?... ―me interrogó él, saturado de lascivia y lujuria―. Yo me comería un coño como ese en las mismísimas tinieblas del infierno.
―¡Qué bruto eres, joder! ―exclamé, indignado y asqueado de percibir cómo lo hermoso es vilipendiado y destruido por el género humano.
Nosotros, los hombres, siempre buscamos lo mismo y tú no eres una excepción ―sentenció Carlos―.
¡Cuando se enteren los colegas no se lo van a creer! Te han colocado en un pedestal, Juan.
Escúchame bien: amo a esa mujer; con lo que implica ello de respeto, entrega, ternura y cariño; aunque nuestro amor sea imposible de encajar en una sociedad hipócrita y falsa en la que un día me colocaron por pantalones. Y más aún, gracias a ella sigo aquí, y cada segundo mi existencia también se lo debo a ella, desde que murió mi pobre Isabel. Me jode cantidad que ensucies con tus palabras algo tan grande que posee la fuerza de subsistir en una vana esperanza, envuelta en ingenuos sueños y deseos, y contra viento y marea de lo conveniente y razonable ―afirmé, enojado y elevando el tono de voz, vencido y en manos de los impulsos que ahogaban mis esfuerzos por ser reservado.
―¡Tranquilo! Yo solo quiero lo mejor para ti ―aseguró Carlos, con perplejidad y sin llegar a asimilar plenamente lo que acababa de oír.
Si eso es así, no dispongo de otra alternativa que suplicarte de rodillas que mantengas la boca cerrada en este asunto. Si esta relación, sin futuro y abocada por santa ley al fracaso, saliera a la luz pública destrozarías sin compasión a no pocas personas: en primer lugar a ella, que jamás ha contemplado el separarse de su esposo al anteponer la felicidad de su hija pequeña a cualquier dicha propia, incluida la del amor que me profesa; en segundo lugar a mí, que me despojarías de mi ilusión en el vivir, además del tesoro de mis hijos, que nunca comprenderían que su padre se enamorase de otra mujer que no fuera su madre ―rogué y argumenté, en el fondo convencido de que Carlos estaría a la altura de las circunstancias.
Me ofendes si dudas de mi silencio. Te recuerdo que le prometí a tu santa madre, en el mismo lecho de su fallecimiento y siendo tú testigo de ello, que te ayudaría y velaría por ti ―me recordó, poniendo afectuosamente su mano sobre mi hombro.
Te estaré eternamente agradecido por este favor ―concluí, hipócritamente persuadido de que el supuesto amigo no me abandonaría y sería fiel a su promesa.


¡Maldito seas!... ¡Mil veces!, ¡un millón!, ¡más y más!, ¡por los siglos de los siglos y eternamente!... ¡No cumpliste tu juramento!… ¡No, no, no, no!…. Eres un farsante y un impostor sinvergüenza. Mentiste, a mi pobre madre, y a mí, que no valgo nada, absolutamente nada, por confiar en ti. No te comportaste como un hombre y, al igual que un cobarde desalmado y cotilla, corriste por todos los rincones de la ciudad difamando, despedazando, rompiendo, deshaciendo, exterminado, arrasando y aniquilando aquello que me otorgaba la razón de ser en cada nuevo amanecer.

Hundiste a Isabel, señalada y crucificada por el eco de las calumnias que tú publicaste, apartándola de mi lado para siempre. Me aplastaste a mí, empujándome sin miramientos a un callejón sin salida donde el desaliento y la desesperación me comían sin misericordia. Y por si fuera poco, creaste un muro infranqueable entre mis hijos y yo, al llegar hasta ellos la inmundicia que tú vertiste sobre mi relación con ella.

¿Y para qué?… ¿Cuál fue tu beneficio, Carlos? ¿Qué sacaste en claro con esta historia mezquina y ruin?... ¿Un peloteo más? ¿Una caña y una tapa para tu estómago insaciable? ¿Una palmadita en el hombro de un caradura que un quizás pueda concederte un sillón más grande? ¿Un chismorreo al que aferrarse para sobrellevar el tedio de la jornada laboral? ¿Ocultar tus tristes miserias, amplificando y vilipendiando las de los demás?... ¡Porquería!, ¡pura porquería!, que es a lo único que puedes aspirar tú, desgraciado de mierda.

El escuchar y el observar a Manolo hablar de las chicas que me iba a presentar, con esa peculiar manera suya de abordar el tema femenino en el que las palabras se fundían con una multitud de posturas y gestos desbordantes de expresividad y viveza, me permitió el milagro de escapar paulatinamente a mis pensamientos saturados de odio y de dolor, mientras Alberto traía y recogía pausadamente los platos, sonriendo al contemplar asombrado el espectáculo que se montaba mi amigo con sus descripciones.


Son dos preciosidades. No exagero, Juan. ¡Te lo juro por mi santo padre! Una de ellas se llama Marta, tiene cuarenta y cuatro años y un cuerpo de modelo de la tele ―exponía Manolo, levantándose de la silla y modelando en el aire con sus manos la cintura, las nalgas y los senos de la mujer ―. Cuando la veas, no me quedará más remedio que sujetarte para que no cometas ninguna locura. Y por si fuera poco, es simpática, agradable, culta e inteligente. Además, me ha dicho que te conoce y sus ojos echaban chispas al comunicarle que vendrías conmigo esta noche. ¡Esa nena te la regalo yo por invitarme a cenar! ¿Qué te parece?
Pues… Yo creo que tu generosidad no te ha impedido previamente elegir a la más bella diosa. ¡Muchas gracias, compañero altruista! ―manifesté, soltando una carcajada.
―¿Por qué nadie valora mis sacrificios, bendito y sabio dios de los hombres? ―se interrogaba él, con expresión divertida y jocosa, extendiendo los brazos y colocando la cabeza hacia arriba.
Porque tu dios, al que no se le escapa una según tú, te ha fichado para tu desgracia y ha anotado que lo tuyo es mariposear de flor en flor ―opiné, en tono guasón.
Acepto mi culpa y solicito nuevamente perdón al todopoderoso que me soporta con divina paciencia, para no perder la costumbre, pero esta vez siento por Carmen, la otra diosa que efectivamente me he apartado sin tu permiso, algo que jamás experimenté con las otras. Más aún, antes, cuando leías la nota de Isabel, se apoderó de mi mente una pregunta que no osé formularte ―anunció Manolo, sentándose de nuevo y no apartando su mirada de la mía.
―¿Cuál es?... ¡Suéltala! ―apremié, con creciente curiosidad al percibir que titubeaba en enunciarla.
Te prometo que el vino no me juega una mala pasada…. No te rías de mí, pero… ¿Qué corre por el pensamiento cuando se está enamorado? ―se atrevió por fin a expresar.


Aquella pregunta me cogió completamente por sorpresa. Nunca me la hubiera esperado de Manolo, quizás por la nefasta costumbre que poseemos de asignar etiquetas a los seres con los que convivimos. Y lo peor no son los carteles definitorios en sí, o la necesidad que con ello satisfacemos de clasificar y ordenar lo que nos rodea para calmar nuestros miedos a lo desconocido. Lo endiablado del asunto se centra en que las colocamos a las primeras de cambio, sin apenas conocer cuáles son los verdaderos sentimientos y capacidades de esas personas, y además las fijamos para la eternidad, como si nada se moviera y todo permaneciera inmutable.


No es fácil hallar una respuesta concreta y única a lo que me pides, porque primero deberíamos definir lo qué es el amor y analizar si existen variantes y etapas en el desarrollo del mismo, que se amoldan al devenir e idiosincrasia de cada sujeto y su medio, y que se establecen en las diferentes relaciones vitales que este mantiene con otros iguales, desde su pareja hasta sus hijos, pasando por terceros que hubiesen abierto la puerta de su círculo vital. Ello, te lo aseguro, no es una tarea simple ―respondí filosóficamente, echando balones fuera y felicitándome por salir del trance.
Entonces háblame de tu amor más reciente con Isabel ―me solicitó, sin perder detalle de lo que decía.
Sospecho de que si accedo a lo que pretendes, seguramente no te ofrezca lo que requieres en este momento ―estimé, percibiendo que mis pulmones se movían al suspirar.
No me importa en absoluto. Por otra parte, no me cabe la menor duda de que esa relación tuya con Isabel me explicará tu comportamiento de hoy con Carlos. Recuerda que me aseguraste que me lo ibas a contar ―insistió el amigo.


¿Por qué no soy como esos sujetos fríos y racionales que blindan su dimensión personal y la aprisionan entre millones de candados, ocultando eternamente el más leve vestigio de su alma que tuviera la osadía de reclamar la presencia de los demás? ¿Por qué me encuentro cada vez más frágil conforme los años se me echan encima y preciso sacar fuera, con presurosa velocidad, eso que me ahoga y asfixia? ¿Por qué me debilito a pasos agigantados y ya no dispongo del coraje y la valentía para comerme mi propia porquería?… Es indudable que me da miedo contemplarme, cara a cara y en soledad, frente a mi espejo antes de marcharme al otro barrio y busco reiteradamente que me regalen un pañuelo para cesar de gimotear... ¡No tengo solución!


De acuerdo, pero continúo pensando que vas a perder el tiempo. Además, me canso de lloriquear mis problemas; así que, con tu permiso, me impondré ser breve y conciso ―propuse.
Sigue, por favor ―reiteraba Manolo.
Tras la muerte de Claudia, mi esposa, Isabel apareció en mi destino y me tendió su mano para recuperar de nuevo el sentido del vivir ―inicié mi relato―. Lo que comenzó siendo un acto profesional de una doctora hacia su paciente, progresivamente se transformó en amistad y luego en un amor, peculiar e imposible si quieres, pero desbordante de energía y plenitud.
Es curioso como este sentimiento germina en cualquier circunstancia y sometido a las mayores limitaciones. Por ejemplo, yo mismo me enamoré de una mujer casada, con la que coincidía a escondidas y en contadas ocasiones, que desde un principio me dejó muy claro que jamás rompería su matrimonio, siendo consciente de que ese amor ponía en juego la solidez de mis lazos con mis hijos y que se me esfumaría de las manos el día menos pensado. Y aún así, asombrosamente y extraordinariamente, la existencia para mí carecía de significado sin ella.
―¿Y qué sentías cuando Isabel te abrazaba o se encontraba a tu lado? ―me preguntó, con un brillo transparente y mágico envolviendo su rostro.


Durante unos segundos las palabras dejaron de fluir por mis labios; no porque no las hallará, sino porque me marché muy lejos de ese espacio y de ese lugar, a una isla recóndita de mi interior donde se agolpaban, sin orden ni concierto, innumerables imágenes y recuerdos compartidos con Isabel; hasta que, inconscientemente, una fuerza ajena me acomodó violentamente y a empujones otra vez en la escena, otorgando libertad suprema a aquello que se depositó en mi alma y que aún hoy no alcanzo a superar y a olvidar, a pesar de mis denodados esfuerzos:

―Una lista infinita de cosas, unidas y cohesionadas al margen de las sagradas normas de lo lógico y esperable: paz, tranquilidad, armonía, quietud, sosiego, calma, calor, deseo, pasión, lujuria, frenesí, arrebato, entusiasmo, vigor, empuje, alegría, júbilo, felicidad, gozo, tristeza, pena, melancolía, desconsuelo, nostalgia, pesadumbre, empatía, confianza, seguridad, determinación, incertidumbre, desasosiego, duda… y todo ello y más, muchísimo más, recogido en una bolsa de ansia incontenible por apretujarla entre mis brazos hasta hacerla desaparecer en mí.
―¡Sí, sí!... Eso me ocurre a mí a con Carmen ―afirmó con bastante sorpresa y asombro.
Entonces, no sé si felicitarte o compadecerte ―añadí, sonriendo y propinándole varios cachetes cariñosos en la cara para apartarlo de su desconcierto ―.
Me parece que ha llegado el momento de requerir a Alberto los postres. Con suerte, a lo mejor nos cae del cielo la dicha de aclararnos los dos con algo dulce, o un buen café… ¡Nunca se sabe!


Después de llamar a Alberto y anotar este lo que habíamos pedido en los postres, el silencio se interpuso entre los dos. En esta ocasión por iniciativa de Manolo, que parecía inmerso en un viaje sin retorno por sus pensamientos. Sin embargo, la curiosidad humana también produce milagros, como el de lanzar un salvavidas a un pobre náufrago extraviado en un océano de amor.


―¿Y Carlos? ¿Cuál fue su papel en tu historia con Isabel? ―me interrogó de nuevo Manolo, despertando súbitamente de sus reflexiones.
El único para el que está capacitado en función de su talento y catadura moral: el de murmurador infatigable, cotilla laborioso y difamador cabrón ―aseguré, apretando con vigor mis puños.
Disculpa, pero se me hace muy cuesta arriba comprender lo que dices si considero la amistad que me consta que existió entre ambos ―expuso, aturdido por lo oído.
Y no sabes lo peor: le supliqué, prácticamente de rodillas, que no dijera nada a nadie de mi relación con Isabel y él, en un acto culminante de falsedad e hipocresía, se ofendió por ello, recordándome que le había jurado a mi madre protegerme siempre. ¡Es un cerdo malintencionado!... ¿Sabes?... Durante meses y meses tuve que aguantar las sonrisas hipócritas y comentarios soeces que la gente formulaba a mis espaldas, a partir de la inmundicia que el vertió sobre mi relación con Isabel… ¡Agárrate a esta!: una tarde, en una cafetería de la ciudad, un desgraciado de su misma calaña y con la hombría proporcionada por una copa de más, cometió la desfachatez de preguntarme si era cierto, tal y como le dijo Carlos, de que yo practicaba el sexo anal con ella, en compañía y con el beneplácito de su marido, llegando a proponerme su incorporación al supuesto trío en caso de necesitarlo ―declaré, con alguna lágrima surgiendo en contra de mi voluntad.
―¡Es increíble lo que me cuentas!... ―expresó, pasando rápidamente del desconcierto a un creciente enfado, con sus ojos clavados en los míos―.¿Y no buscaste a Carlos para exigirle como mínimo una explicación? Yo le hubiera partido la cara sin contemplaciones. ¡Te lo juro!
Sí, lo hice, aunque fue peor el remedio que la enfermedad, independientemente de que constituyera una obligación para mí. Sinceramente: me siento mal rememorando esos momentos, aunque he de echarlos fuera, al precio que sea… Una mañana, tras marcharse ella de la ciudad y perderla definitivamente, me planté en su casa y sin mediar palabra, lo cogí por el cuello y lo golpeé sin misericordia, mientras tumbado en suelo no cesaba de afirmar, entre quejidos y gimoteos de bastardo cobarde, que todo lo había hecho para salvarme de una golfa que me iba a arruinar la vida y que la culpa de mi desgracia solo era mía… Aquello me destrozó todavía más, porque el dolor me arrastró a su mismo nivel innoble de conducta y yo no soy así, ni jamás lo he sido. Además, con ello aplasté eternamente cualquier esperanza recóndita que retuviera para justificar su comportamiento conmigo y eso es muy duro con alguien al que has considerado como a un hermano ―expliqué, advirtiendo una sensación de sequedad en la boca al finalizar, que busqué aliviar vertiendo más vino en mi copa y posando esta lentamente sobre mis labios durante un buen rato.


Es una realidad incontestable: huyó perpetuamente de mí esa fe inquebrantable y ciega en la amistad, con la que me sentía capaz de satisfacer necesidades primordiales externas a mi limitada y encorsetada existencia burguesa y egoísta, entre ellas la aceptación del otro con sus millones de fallos, o la entrega fiel sin exigir a cambio. También me la arrebató él, no consiguiendo con el pasar de los años rellenar ese vacío que, en no pocas ocasiones, reclama a la puerta de mi alma de forma insistente y manifiesta.

Cambió todo y no existe vuelta atrás… Sí, es así…. Ahora, en esta etapa que me ha tocado sobrellevar sobre mis espaldas, salvo muy contadas ocasiones como en el caso de Manolo, aparecen y desaparecen en los decorados rutinarios por los que camino, con una velocidad endiablada, seres vacíos y de aire a los que pongo infantilmente el cartel de amigos, en un vano intento de suplantar lo que un día fue y se perdió por los siglos de los siglos, que se mueven y patalean en unas relaciones efímeras y de correspondencia biunívoca, presididas por la máxima del “Yo te doy exclusivamente lo que tú me das”… Sí, no hay otra cosa... Egoísmo, mezquindad, codicia, individualismo, egocentrismo, ingratitud y voracidad para llevarse algo a la boca. Y lo malo es que terminaré siendo igual que ellos si no salto pronto de esta tiovivo de miserias en el que estoy metido.


―¡Juan, no le des más vueltas al asunto! ¡Se acabó! ¡Vámonos de aquí! Nos esperan Marta y Carmen, las tías más guapas del universo ―me ordenó Manolo, cogiéndome repentinamente del brazo y levantándome de la silla.
―¿Y los postres?... Acabamos de pedirlos y Alberto enfadará como no los probemos ―mencioné, sorprendido por sus prisas repentinas por marcharnos.
―¡A tomar por saco los postres y Alberto! Te tomas el café en la terraza con las nenas y asunto resuelto. ¡En marcha, “pureta” cascarrabias y soñador de ideales! ―insistía él, empujándome hacia la puerta del reservado.
Pero… ¿A qué hora has quedado con ellas? ―preguntaba, sin oponer demasiada resistencia.
―¡A callar! ¡Mueve el culo, joder, y paga a Alberto! Yo te invito después―me mandó, riéndose y tirando de mí.


Después de soportar estoicamente a solas la reprimenda de Alberto por no degustar su fantástica tarta de chocolate y naranja y su sublime café, mientras Manolo escurría el bulto llamando por el móvil a no sé quién en la puerta del restaurante, nos dirigimos en su coche hacia el puerto deportivo donde se hallaba el pub en el que, según él, haría acto de presencia una sublime diosa bajada del cielo e impaciente por mí.

Durante el recorrido, intenté concentrarme en vano en las alabanzas desorbitadas que mi amigo enumeraba de la tal Marta, al menos por agradecimiento a sus encomiables esfuerzos por hacerme olvidar ese pasado que me asfixiaba día tras día. Sin embargo, mi pensamiento desobedecía a mi voluntad y seguían paseándose por mi atormentada cabeza innumerables recuerdos que se esparcían despóticamente al mínimo pretexto.

Pero en el fondo llevaba razón Manolo y por primera vez cierta claridad se adentró en mi entendimiento. Atesoraba el derecho, y sobre todo la inexcusable obligación, especialmente por las personas que aún me querían, de guardar el ayer en un cofre repleto de candados y enterrarlo en el abismo más profundo, precisamente para comenzar a caminar de nuevo, sin nada, desnudo, con la maleta vacía, como si hubiera nacido hoy, atento a disfrutar de lo bueno que el destino me deparará y continuamente mirando hacia delante, pasara lo que pasase. Y es que la vida es simple, aunque nosotros la complicamos y le damos veinte mil vueltas para volver al mismo punto de partida, quizás por esa vanidad que nos empuja a suponer ilusoriamente que hemos sido designados, por una oculta e invisible gracia divina, para ocupar el ombligo del universo y manejarlo a nuestro antojo.


Al llegar al puerto deportivo, el aparcamiento estaba repleto de coches. Durante varios minutos intentamos infructuosamente encontrar un hueco libre donde estacionar el auto. Menos mal que me acordé que a veces, en situaciones semejantes, había localizado algún hueco libre en uno de los espigones, justamente en el que atracan las lanchas para la limpieza del agua de las playas de la ciudad.


Manolo, gira a la derecha y sigue recto por allí hasta el final. Vamos a ver si la suerte nos ampara―le indiqué, señalándole con la mano la dirección a tomar.
―¡No cabe un alfiler! Para que luego digan que con la crisis no gasta el personal ―comentó él, subiendo la palanca del intermitente.
―¡Tú sabes muy bien que España es el hotel, el chiringuito y la playa de Europa ―añadí, contemplando el espectáculo de las lujosas embarcaciones de recreo y de la gente “guapa”, exhibiéndose y bebiendo animosamente en las terrazas.
―¡Será posible que no hay nada! ―declaró en tono pesimista.
―¡Continúa, hombre! Hazme caso: siempre recto y al final ―reiteré, plenamente convencido.


Más tarde, al perderse en la distancia el bullicio de los bares de copas y restaurantes, nos adentramos en una zona apartada y solitaria donde solo se escuchaba el ruido del mar y el vaivén de los barcos fondeados. Al lado de unos almacenes del ayuntamiento, en un callejón sin apenas luz, había un vehículo negro parado en cuyo interior se besaban un hombre y una mujer.


Aquí, detrás de este coche… ¡Acerté! ¡Bien! ―afirmé satisfecho por el feliz desenlace de mis presentimientos.
Le estropeamos la fiesta a estos dos ―expuso, aparcando el auto y apagando las luces apresuradamente.
―¡Tranquilo!, tal y como se meten mano es imposible que adviertan nuestra presencia. Además, hacen muy bien, ya que cuando llega la hora de irse de este mundo estas cosas, junto con otras buenas, es lo único que nos llevamos ―dije sonriendo y abriendo la puerta.
Efectivamente, estimado colega, esa, y no otra, debe ser la filosofía con la que afrontemos esta maravillosa y jodida vida… ¡No nos queda más remedio! ―confirmó él, saliendo del auto y pulsando el mando de cierre.
Preciso que sea así a partir de ahora, al menos por mi bien. Me niego a lloriquear más sobre mis desgracias pasadas y mirar perpetuamente hacia atrás ―anuncié, respirando profundamente la brisa tonificante del mar.


A los pocos metros de andar ambos en dirección al pub donde nos esperaban las chicas, Manolo, tras buscar infructuosamente en los bolsillos de su pantalón, se detuvo repentinamente y manifestó:

Espérame un segundo. Se me ha olvidado el móvil en el coche.


Recuerdo, como si el tiempo no hubiera transcurrido, que me senté en un escalón de la entrada de un almacén cercano dispuesto a aguardar pacientemente su regreso, mientras encendía un cigarrillo y mi pensamiento reparaba, sin causa aparente, en las descripciones y las supuestas cualidades de la tal Marta, que durante toda la velada mi buen amigo había intentado venderme con la perseverancia y el empeño característicos de un santo.


―¡Sí, eso es!… Empezar de nuevo. Con la Marta de los cojones o con quién sea, pero vivir… ¡Vivir, vivir, vivir!…. para apretujar lo hermoso que se pose en mis manos y agarrarlo desesperadamente, no permitiendo que se me escape nada ―murmuraba contento y eufórico, percibiendo una fuerza interior con la que me sentía capaz de superar cualquier obstáculo.


El sonar de unos pasos en el asfalto, me apartó violentamente de mis reflexiones. Era él, Manolo, que retornaba del auto, aunque volvía corriendo, como si el diablo le pisara los talones, gesticulando ostensiblemente y llamándome a gritos… ¿Por qué?


―¡Juan, Juan, Juan!... ¡No te lo vas a creer!,¡ te lo juro por mi santo padre!... ―comunicó, cesando en su carrera y respirando con bastante dificultad.
―¿Qué pasa? ―le interrogué, completamente desconcertado y sin ni siquiera imaginarme la causa de aquel estado de agitación.
―¿Sabes quién es la tía que está follando con el tipo del coche?.... ¡Es ella!, ¡de verdad!... ¡Es la mujer del cabronazo de Carlos!... ¡No me confundo, te lo prometo!... La he visto bajarse del automóvil y subirse la cremallera del vestido… ―proclamó con un brillo malintencionado en los ojos y mostrándome su móvil―.¡Mira!,¡Mira! Le he hecho una foto.
―¡No me la enseñes!¡…¡No!¡No!¡No!... ¡No quiero! ¡Se acabó esta historia para mí! ―demandé, con certeza en mis palabras.
―¿Qué dices?... Pero si tú mismo me has contado que Carlos te machacó vilmente y es un hijo de la gran puta que te ha despreciado sin respeto alguno… ¿Te has imaginado la venganza que disfrutarías colgando la foto de esa golfa en internet? ―me propuso, sorprendido y confundido por mi conducta
. ―¡Necesito vivir! ¿No comprendes que la venganza no me ayuda en ello?... Solo me deportaría más dolor y sufrimiento. ¡Ya está bien!... Antes me diste la razón: por mis hijos y por mí, he de gozar de los bienes que el destino ponga en la puerta de mi casa. Es mi obligación… ¿Me entiendes? ―expliqué, experimentado un anhelo irresistible por huir muy lejos de allí.
Pero y lo qué… ―trataba de añadir él.
―¡Chis! ¡Silencio, compañero! Has de saber que esta noche he contraído una gravísima enfermedad y tú fuiste el malvado transmisor y culpable: mi viejo oído solo es capaz de atender a tus fascinantes piropos a Marta, así que ya conoces lo que debes de hacer ―exigí, terminando con una sonora carcajada.
―¡Sinceramente no te comprendo! ―expresó, moviendo la cabeza.
Ni yo tampoco, aunque, en honor a la verdad, me siento de puta madre en este novedoso sendero que acabo de iniciar… Pero contesta: ¿tan guapa es Marta? ¿Tú piensas que yo le gustaré? ¿Tiene hijos? ¿Es inteligente? ¿En qué trabaja? ¿Cuál es el color de sus ojos? ¿Su culo es bonito?...




Ignoro si es este el final que Javier hubiera querido para su cuento, o si lo que te he presentado era un primer capítulo de una novela de la que él me habló en cierta ocasión. Desgraciadamente no hallé nada más en su archivo. Por otra parte, como ya te mencioné al principio, su trágica muerte en un accidente de tráfico a los pocos días de sus últimas anotaciones en el texto, me impiden confirmarte estos aspectos, u otros que tu curiosidad pretendiera conocer.

Lo que si me gustaría añadir es que al releer de nuevo su escrito, con más años vividos y también con más experiencias buenas y malas guardadas en mi trasteado baúl de viaje; además de experimentar una inconsolable nostalgia por el amigo que se fue y con él que ya no volveré a compartir esos momentos inolvidables que grabaron huellas imborrables en mi existencia; he sentido en lo más profundo de mi alma una gran admiración por ese infinito coraje terminal de Juan, el personaje principal de Javier, que tuvo la hombría de relegar el odio previsible hacia un ser mezquino como Carlos, y el correspondiente deleite lógico de vengarse de él, por un ansia desesperada en aferrarse a la vida, precisamente para continuar viviéndola, con la totalidad de lo que ello implica de placer y de dolor.

Para terminar, he de añadir que no me parece justo que Javier no dispusiera de una oportunidad para reemprender su camino semejante a la de Juan, ya que él se lo merecía y se lo había ganado a pulso, simplemente por ser una persona, en el más amplio y complejo sentido de la palabra, con sus millones de virtudes y defectos que constituyen su individualidad, única e irrepetible. Pero este decorado nuestro es así: aquí sobrevive con ahínco y fuerza lo perverso y maligno, por más que nos empeñemos en hacerlo desaparecer, y se expulsa y extingue, a las primeras de cambio y sin razones con las que consolarse, aquello que nos otorga la categoría de humanos.

Fin

Kino, Junio del 2010