sábado, 7 de noviembre de 2009

Ella se marchó y ya no volverá más




Aquella tarde de verano, después de comer cualquier cosa y lavar los platos, Juan cerró la puerta de la cocina de su casa y se dirigió al salón, con paso cansino y la mente atrapada por miles de imágenes, que a toda velocidad y sin orden ni concierto alguno, martilleaban sin compasión su pensamiento. Al echarse en el sofá, percibió que unas lágrimas se escapaban y se deslizaban lentamente por su rostro.

—¿Por qué te fuiste Antonia y me dejaste aquí, solo y sin ti?… ¿Cuándo terminará este infierno, de una vez por todas? —se preguntaba a sí mismo, sin esperanza de encontrar respuesta de ninguna clase, mientras que sus dedos recogían suavemente las gotas que brotaban desde lo más hondo de su alma.

Necesitaba dormir, aunque fuera solamente cinco minutos, para hallar algo de paz y sacar fuerzas desde la nada con las que caminar un día más. Desde que Antonia, su compañera de toda la vida, murió tras una penosa y larga enfermedad, hacía ya seis dolorosos meses, las noches se habían convertido para Juan en un brutal suplicio, en el que la única salida era esperar, estoicamente y en vela, el sonido del estridente despertador que anunciaba, por fin, el cese temporal de la pesadilla interminable, ante la obligación inexcusable de levantarse de la cama para ir a trabajar, y así ganar el sustento con el que hacer frente a los gastos de su hijo, que estudiaba bellas artes en Barcelona.

—¿Es posible explicar que dos personas puedan llegar a constituir una sola, y que la mayor injusticia del mundo sea separar esa fusión, que el amor y la vida configuró con el transcurrir de los años?... ¿Qué sentido tiene en ese caso la existencia de una parte sin la otra? —seguía interrogándose, con angustia y amargura, precisamente al recordar las palabras cariñosas de un amigo suyo de la infancia que, compartiendo un café con él hacía ya unos días, le exhortaba, con la mejor intención del mundo, a que guardara poco a poco los recuerdos de Antonia en un hermoso y preciado cofre y que reemprendiera, simultáneamente y cuanto antes, una nueva realidad.
Pero… ¿Cómo se hace eso?... ¿Cómo se empieza otra vez?... Si cada paso que he dado lo he compartido con ella, desde que era un niño y la esperaba, pacientemente, en la puerta de su casa para jugar a los príncipes y princesas —continuaba interpelándose, desgarrándose en mil jodidos pedazos y aprisionado por los barrotes de un círculo sin fin, que irresistiblemente le empujaba, una y otra vez, al mismo punto de partida.

Seguidamente, sin saber por qué, Juan comenzó a padecer una sensación de asfixia, acompañada de un punzante dolor en la frente, como si se sumergiera violentamente en el mar y gradualmente le faltara el aire. Bruscamente, impulsado por un incontrolable instinto de supervivencia, se incorporó del sofá y se encaminó con prontitud hacia la ventana del salón, subiendo la persiana con furor.


Durante unos minutos, que a él le parecieron horas, permaneció de pie, con la cabeza apoyada en la pared, respirando profundamente y advirtiendo, con absoluta nitidez, el movimiento de subida y bajada de sus pulmones, a la vez que observaba, con abatimiento y desesperanza, cada rincón y objeto de la habitación. Tal vez con la vana ilusión de ser testigo afortunado de un milagro imposible: el que Antonia apareciera allí, en ese momento, para abrazarlo y besarlo con todas sus fuerzas, hasta que ya no quedara nada de él; el que ella le dijera dulcemente al oído, en ese instante y en ese espacio, una vez, mil veces, un millón más, “Te quiero” y el que cogiéndole de su mano, se lo llevara a su lado para permanecer eternamente juntos, sin que nada ni nadie pudieran separarlos jamás.


Pero Antonia no se presentó, la historia de los últimos seis meses proseguía repitiéndose de forma inmutable y el prodigio tampoco se cumplía. Era inútil escapar a la verdad: su compañera se fue para siempre, con un billete con destino al mundo de la nada, y ya no volvería a verla en lo que le quedaba de existencia. A pesar de ello, Juan, sin acabar de asumir y aceptar lo que había, persistía, ilusoriamente y obsesivamente, en buscarla y en llamarla, más allá incluso de sus recuerdos y de aquello que convenimos como lógico y normal, seguramente porque para este hombre la vida no poseía justificación si no caminaba a la vera de su amada.


Y cuando ya se colaba peligrosamente por su juicio la idea extrema de acabar cuanto antes con su fatídico calvario, concluyéndolo por la vía más rápida y contundente que conocía, rememoró, de forma salvadora e increíblemente oportuna, unas palabras que Antonia le dirigió en sus últimos instantes, justamente mientras ella esperaba, postrada en la cama y con santa resignación, su trágico desenlace final:

Prométeme Juan, por lo que más quieras, que vas a seguir luchando por nuestro hijo Alfonso cuando yo ya no esté aquí… Te lo suplico y te lo pido por ese ilimitado amor que hemos tenido la dicha de vivir los dos.

Al evocar en su mente esa escena final cargada de tantas cosas para él; como la mirada penetrante e implorante que emanaba de los ojos de Antonia, con la que envolvía cada sonido que sus labios lograban articular, o el sobrenatural vigor con el que ella se aferraba desesperadamente a sus manos, aguardando una contestación suya que ya sabía de antemano; Juan experimentó un amargo sentimiento de culpa al reflexionar sobre el hecho de que, durante unos segundos, había ignorado inconscientemente el compromiso que, libremente, asumió ante su amor en aquella triste ocasión. Precisamente al dar cabida en su pensamiento, poco antes, a la idea del suicidio, empujado y cegado por ese deseo irracional e incontenible de volverla a tener a su lado, al precio que fuese.


Transcurridos unos minutos, consiguió reanudar paulatinamente el ritmo habitual de su respiración, aunque no pudo evitar que el abatimiento y el desaliento aprisionaran de nuevo su alma, saciándola de tinieblas y ocultando cualquier atisbo de paz y de sosiego interior. Y es que no divisaba más luz que la de subsistir, a duras penas, para cumplir lo que un día juró a Antonia y por ello, quizás, no distinguía más alternativa que la de dejarse caer, lastimosamente y flácidamente, en el suelo de la habitación como si fuera una marchita hoja otoñal desprendida, en contra de sus deseos, del árbol para la que fue concebida, sin más destino que el ser arrastrada a cualquier lugar por el poderoso e implacable dios del viento.


Inesperadamente, un estridente y seco sonido metálico, que provenía de la verja de la ventana y que se repitió varias veces, atrajo la atención de Juan, activando vivamente sus músculos y apartándolo repentinamente del estado de ensimismamiento en el que se encontraba.

Ya están los golfos tirando piedras para matar el aburrimiento. ¡Malditos sean! —dijo Juan enfurecido.

Recordaba lo nerviosa que se ponía Antonia cada vez que tenía que salir a la calle para regañar y dar la cara ante los “discriminados”. Así llamaba él a los gamberros del barrio, que no cesaban en su empeño de amargar la existencia a la poca buena gente que aún se resistía a marcharse del lugar.


Sin dudarlo, se levantó del suelo con una rapidez prodigiosa y en pocos segundos, corriendo y sin tiempo para ponerse ni siquiera una camisa, se plantó en el recibidor, frente a la puerta de acceso a la calle, como si nada hubiese cambiado y persistiera su obligación inexcusable de luchar, contra viento y marea, por el descanso y el bienestar de Antonia. Pero cuando sus dedos tocaban las llaves de la cerradura, súbitamente, su cuerpo se inmovilizó completamente al percatarse de la dura y triste realidad:

—¡Madre de mi corazón bendita, ayúdame!... ¡Te lo ruego por lo que más quieras! —imploró Juan, mirando fijamente el techo de la habitación, con gesto afligido y las manos apoyadas en la puerta—. ¿Dónde voy yo si Antonia ha muerto? ¿Para qué voy a salir y soltar la reprimenda a esos desgraciados?... Ya no tengo tesoro que vigilar. Me lo robaron sin misericordia hace seis meses.


Exactamente al concluir estas palabras, escuchó una voz de una mujer que, desde la calle, demandaba auxilio, con tono desgarrador y suplicante:


—¡Socorro! ¡Socorro!... Yo no os he hecho nada. ¡Dejadme en paz, por favor! —pedía la mujer, entre burlas y risas de varias personas cercanas a ella.

Sin pensarlo, abrió la puerta y el espectáculo que presenció difícilmente se le olvidaría el resto de sus días: una señora, de unos cincuenta y tantos años, con el pelo castaño y vestida con una camisa blanca y un pantalón azul, estaba sentada en el borde de la acera, llorando, con sangre en la cara, mientras que con sus manos trataba de proteger, inútilmente, a un pequeño perro que no paraba de aullar y ladrar. A unos cuantos metros de la mujer, varios adolescentes, impunemente y sin manifestar lástima alguna, se mofaban de ella, no dudando en tirarle piedras, de considerable tamaño y sin ningún reparo, en un acto inhumano que poco tenía que envidiar a una cruel y salvaje lapidación.


Al ver a Juan, los muchachos huyeron precipitadamente, profiriéndole insultos de todo tipo y sin recibir ni una amonestación siquiera por parte del resto de vecinos de la calle, que permanecían encerrados en sus casas sin hacer acto de presencia, aunque fuese simplemente para interesarse por lo qué pasaba.

—¿Está usted bien, señora? —preguntó él, conmovido y asqueado por las barbaridades de la condición humana, además de intranquilizado por el estado de salud de ella.
Sí… No se preocupe —respondió la mujer, presentando una sorprendente sonrisa dibujada en sus labios y limpiándose sosegadamente su rostro, con un pañuelo que humedeció previamente con el agua de una pequeña botella que llevaba en el bolso—. Solo se trata de una pequeña herida en la cara y algunas magulladuras en el brazo. Yo entiendo de esto. Confíe en mí, he sido enfermera.
Con su permiso, voy a llamar a la policía —le propuso Juan, dispuesto a hacer algo, aunque solo fuera testimonial, y con cierta perplejidad por la serenidad que manifestaba ella a pesar de lo ocurrido—. Estas canalladas a la dignidad humana no pueden quedar inmunes.
Le pido que no lo haga, señor —le rogó ella—. No sabían lo que hacían. ¡Perdónelos, no llegan a más! Además, no comprendo por qué me han hecho esto. Otras veces hablan conmigo y no tengo problemas con ellos —le solicitó la señora, esforzándose por encontrar una justificación, mínimamente racional, para explicar lo sucedido.
—¿Cómo se llama usted, señora? —le interrogó él, experimentando un deseo, inexplicable e incontrolable, por conocer más profundamente a una mujer que era capaz de indultar a unos seres que, solo unos minutos antes, la habían humillado y degradado de forma vil y mezquina.
Francisca —contestó ella, ofreciéndole afectuosamente su mano.
Yo soy Juan —se presentó, conmoviéndose inverosímilmente por algo muy querido y amado, que no se atrevía a descifrar y que impactó en lo más hondo de su alma, al sentir la mano de la señora posada sobre la suya—. Hágame caso, Francisca, esta gentuza no tiene límites. Si no llama a la policía y no pone una denuncia, que al menos les demuestre que usted no se va a quedar con los brazos cruzados ante sus maldades, corre el peligro, real y evidente, de que vuelva a sufrir en sus carnes el suplicio de esta tarde.
Si eso fuera así, Juan, y perdone que le tutee, mi tormento sería infinitamente menor que el que tú llevas a cuestas y sobre tus espaldas, desde que Antonia ya no está contigo —manifestó Francisca, plenamente convencida y con una expresión plácida y dulce.

En un primer momento, se quedó perplejo, bloqueado y sin fuerza alguna para añadir ningún comentario, al juicio que Francisca acababa de formular sobre su vida en los últimos seis meses. Al principio tuvo plena conciencia de que no debía dar crédito a las palabras que escuchaba, precisamente porque esa señora no lo conocía y era imposible que intuyera nada de él, pero poco a poco, tal vez empujado por su personalidad soñadora e impulsiva, se dejó llevar por la nube del absurdo. Y cuando eso ocurría, ya no podía desandar lo andado y surgían en su pensamiento montones de preguntas, sin respuestas y a un ritmo de vértigo, que quedaban apiladas unas encima de otras, cubiertas de un manto de miedo a lo desconocido y una necesidad imperiosa de descifrar lo que ignoraba.

—¿Cómo sabes de mi padecimiento? ¿Quién te ha hablado de mí? ¿Por qué me dices eso? —trataba de averiguar Juan, con impaciencia y premura.
Ella me lo contó una noche que la vi, hace ya una semana —declaró la señora, como si ello fuera perfectamente posible y aceptable.
Lo que expresas, desgraciadamente para mí, no puede ser cierto ya que Antonia falleció hace seis meses —asintió él, recurriendo a la totalidad de sus energías para recobrar la calma al advertir, repentinamente, que Francisca no estaba bien.
Fue aquí, justamente donde me encuentro ahora sentada —continuó hablando la mujer, haciendo caso omiso a las palabras de Juan—. Recuerdo que en la madrugada del miércoles pasado, al no lograr conciliar el sueño, me levanté de la cama y salí a la calle a pasear con mi perro. Al aproximarme a tu casa, sobre las tres de la mañana, distinguí una luz muy intensa y brillante que procedía del callejón. Sin saber lo que hacía, me vi arrojada hacia este lugar y al llegar me encontré, inconcebiblemente, a una mujer, con un vestido blanco ibicenco y el pelo suelto de color castaño, descalza y con varias pulseras de colores en su brazo derecho, que se hallaba de rodillas delante de tu puerta, rezando y pronunciando en varias ocasiones tu nombre. Al acercarme…
Francisca, permíteme que avise a algún familiar o amigo tuyo, para que te acompañé a casa —le interrumpió Juan, inquieto por el desvarío que narraba Francisca y deseando buscar una excusa para concluir aquel disparate.
No tengo a nadie. Vivo completamente sola desde que mi marido murió, hace ya varios años, en un accidente de coche —explicó Francisca, que prosiguió impasible su relato—. Cuando estuve al lado de ella, detuvo su oración y me miró fijamente y en silencio, durante unos minutos, como si penetrará en lo más profundo de mi alma. Después, tomando mis manos, me dijo: “Me preocupa mucho Juan. Me echa demasiado de menos. Hace seis meses que mi enfermedad me obligó a marcharme muy lejos de él. Hemos compartido una vida entera y no sabemos caminar el uno sin él otro. Cada noche acudo a mi cita y vengo a mi casa, a rezar por mi hijo y por él, para que sean felices y se encuentren bien”.
Sí… ¡Ojalá fuera así, Francisca, y Antonia regresara todas las noches! —esforzándose él por no contrariarla, con pesar y dolor por la situación mental que sufrían ambos.
A continuación la señora reanudó su plegaria, mientras yo permanecía junto a ella y observaba como algunas lágrimas surcaban su bello rostro. Al finalizar su rezo, de nuevo cogió mis manos y añadió: “Me llamo Antonia y si quieres también rezaré por ti”. Seguidamente desapareció fulminantemente de mi vista. Ignoro cómo lo hizo, pero no la he vuelto a ver más —terminó de referir la señora.
Bueno… Lo que realmente importa ahora, Francisca, es que te encuentres bien —anunció Juan, intentando despachar el asunto definitivamente—. Voy a acompañarte a tu casa, no me fio de estos sinvergüenzas.
Gracias, Juan, pero no hace falta. Vivo muy cerca. En menos de cinco minutos estoy en casa —argumentó Francisca, con su habitual sonrisa apacible y placentera.

Sin pensarlo dos veces, se arrimó a ella, le dio un beso en su cara y le acarició con bondad su cabello, impulsado por un primitivo instinto de protección hacia esa persona que, a pesar de sus enajenaciones y fantasías, llevaba colgada una etiqueta de ente especial y en cierta forma compartía con él cosas que, en esos instantes, no alcanzaba a concretar.

—¡Adiós, Juan! Cuando veas a Antonia, dile que yo también rezo por ella y por ti —se despidió la mujer, cogiendo entre sus brazos a su perro, que movía alegremente el rabo.
—¡Cuídate mucho! Y aléjate de esos desalmados —deseo Juan, sintiendo un extraño vacío.

A los pocos segundos de marcharse Francisca, y antes de que él abriera la puerta de su domicilio, una vecina de una vivienda contigua a la suya, dejando ver su rostro a través de la reja de una ventana que daba al callejón, sentenció, con expresión maliciosa y burlona:

Señor, no le haga usted caso a esa mujer. Yo la conozco, reside en el mismo bloque que mi madre. Le juro que está loca de remate desde que su esposo falleció. La gente no para de burlarse de ella por las tonterías que cuenta y hace. Incluso le habló a mi abuela de unos espíritus que se aparecían al lado de las murallas árabes del barrio.
La normalidad, al igual que la locura, es muy relativa, estimada vecina. ¿Quién está más cuerdo, o quién es más normal, ella o aquellos que permanecen encerrados en sus casas, cruzados de brazos y sin mover ni un solo dedo, mientras que a un indefenso ser humano se le lincha a pedradas? —le planteó Juan, sin concederle tiempo para ninguna respuesta, dándole la espalda descortésmente e introduciéndose bruscamente en su domicilio, con malhumor y rabia, cerrando tras de sí la puerta, violentamente.

Aunque no pueda determinar con exactitud, ni menos juzgar, los efectos de la aparición de Francisca en su destino, si estoy en condiciones de asegurar que el resto de la tarde, y hasta la entrada de la noche, Juan tocó, con las puntas de sus dedos, el maravilloso milagro de sobrellevar el tiempo con un mínimo de tranquilidad y entereza en su entendimiento, algo vetado para él desde la perdida de Antonia. Y para ello le fue suficiente con recurrir a cosas tan simples como encerrarse en el garaje para poner a punto y lavar a la vieja moto, escuchando las piezas de jazz favoritas y disfrutando de esos pequeños descansos en la tarea, en los que había obligación inexcusable de fumarse un pitillo y de admirar pausadamente el trabajo bien hecho.


Es cierto que los recuerdos de Antonia seguían ahí, metidos en las profundidades de su mente, y que mientras se dejaba llevar por los goces de la labor manual, estos no cesaban de hacer acto de presencia, pero ahora acudían con otras apariencias diferentes: más alegres, cálidas, dulces y tiernas. Así, repetidamente, evocaba esa imagen de ella los domingos en la puerta del garaje, con su precioso casco amarillo y su cazadora vaquera, mostrando una amplia sonrisa en su rostro y dispuesta a todo, con tal de que Juan no la olvidase y le permitiera acompañarle en la moto, en el rutinario paseo matinal que tanto le gustaba y donde no faltaba nunca una parada para degustar un sabroso café con churros.


Pasadas las once de la noche, abandonó el bálsamo tonificante del garaje y volvió a dirigirse hacia su casa, que distaba a pocos metros. Al llegar, no disponía de fuerzas para prepararse algo de cenar y se conformó con coger un caducado yogur de la nevera, que fue terminando de comer, precipitadamente y con los dedos, subiendo los dos tramos de escaleras que daban acceso a la tercera planta de la vivienda. En una habitación de la misma había ubicado, hacía tan solo dos meses, su nuevo dormitorio, tras dejar de usar el que compartía con Antonia en la segunda planta, que se encontraba justamente al lado del despacho en el que solía preparar sus clases y que él denominaba, irónicamente, “la sala de pensar”.


Al entrar en el cuarto, no encendió la luz y tropezó torpemente con la cama, acabando, sin proponérselo, tendido sobre esta, como si fuera un desfallecido muñeco de trapo, completamente inerte y sin energías para quitarse, al menos, la camiseta manchada de grasa y sudor. Inmediatamente sus ojos, sin ofrecer resistencia alguna, se cerraron gradualmente, mecidos por una agradable e intensa sensación de cansancio y sueño, que para él era algo inusual y excepcional desde que Antonia se marchó. Y es que su cuerpo reclamaba a voces descansar en paz y en pocos instantes se durmió profundamente, envuelto por una somnolencia singular y extraña, semejante a ese viaje al vacío de la nada que experimentamos cuando por nuestras venas fluye una anestesia general.


Durante varias horas todo dejó de existir para Juan, incluso hasta él mismo, pero un impulso desconocido, proveniente de los lugares más oscuros de su pensamiento, le empujó despiadadamente a despertarse y a palpar con sus manos, como no podía ser de otra forma, que continuaba estando solo en la cama y que ya no volvería a percibir el calor de Antonia. Instintivamente, quiso huir de esa fatal nostalgia que le predestinaba sin solución al abismo, concentrando para ello su atención en el despertador, cuyas agujas marcaban las tres de la mañana, y en aquellas otras situaciones que en la tarde anterior había compartido con Francisca.

Es una buena persona y tiene un gran corazón al perdonar a gente que la destroza, aunque eche mano de la fantasía para buscar compañía o escapar de la ausencia de su esposo —expresó Juan, que sin darse cuenta y en los últimos tiempos, solía con bastante frecuencia hablar solo —. Sin embargo, temo por su vida, precisamente porque es diferente a los demás.

En ese instante, sin lógica alguna aparente, se paseó por su juicio, con un detalle y una exactitud que rayaba lo prodigioso, el contenido del relato que Francisca le narró de su encuentro con Antonia, al que Juan no prestó la debida atención en un primer momento, porque al escucharlo se obsesionó con la idea de que quizás él podría también acabar como esa buena mujer, contando disparates a cualquiera que le acercase, y que su deber imperdonable era hacer todo lo posible para apartarla de aquella locura.


Sorprendentemente se levantó de la cama como un resorte y se sentó violentamente en el sillón del dormitorio, con gesto desapacible y atormentado, formulándose, en voz alta, una retahíla interminable de preguntas sin respuestas:

—¿Por qué Francisca dijo que Antonia llevaba un traje ibicenco blanco?... Además de un trabajador de la funeraria que me ayudó a ponérselo antes de meterla en el ataúd, nadie más sabía ese detalle… ¿Y lo del pelo suelto, de color castaño, de dónde lo ha sacado?... Antonia lo tenía así y estoy seguro de que ella nunca la había visto… ¿Y las pulseras de colores en la mano derecha?... Eran sus preferidas y yo mismo se las puse cuando me quedé a solas con mi amor, antes de cerrar el féretro… ¿Y la presencia de los rezos?... Antonia, una cristiana practicante de verdad, sin ser mojigata ni beata, atribuía a la oración un poder sobrenatural y se empleaba en ello en las más variadas circunstancias de su vida… ¿Cómo adivinó el nombre de Antonia? ¿Y si fuera cierto de que Antonia acudiera todas las noches a la puerta de nuestra casa?… ¡Dios mío, ayúdame, no quiero perder el poco juicio que me queda!...

Juan empezó a llorar desconsoladamente, exactamente igual que un niño pequeño que se pierde en una calle desconocida y no encuentra una mano amiga que lo guíe hasta su hogar. Aprisionado por el desamparo y la sin razón de seguir en este mundo, luchaba denodadamente, sustentado en la escasa vitalidad de la que aún disponía, para no ceder a esa tentación funesta que le insinuaba, con reiteración y en un acto de completa demencia y enajenación, que bajara las escaleras y abriera la puerta de su vivienda para comprobar si Antonia estaba efectivamente allí, fiel a su cita y rezando por su hijo y por él, tal y como aseguraba Francisca que hacía cada noche.


Aguantaba como podía a sus propias provocaciones, al menos hasta ese momento, agarrándose fuertemente a la silla y paralizando, centímetro a centímetro, los músculos de sus piernas. Él sabía, mejor que nadie, que esa resistencia al absurdo constituía su último recurso para no hundirse definitivamente en la fosa de la locura y del caos.

—¡Quieto ahí! ¡No te muevas, desgraciado!... Le prometiste a Antonia que ayudarías a Alfonso… ¿Te enteras, cabrón? —se exigía entre sollozos, golpeándose las piernas con arrebato.

Sin embargo, poco después de pronunciar estas palabras; como si alguien, o algo, se hubieran obcecado en conducirlo apresuradamente al límite de su entereza; un potente resplandor que se esparcía desde el callejón, traspasó las cortinas de la habitación y se adueño de Juan, fragmentando en mil pedazos su fortaleza y provocándole un frío seco e insólito, que erizó sus vellos y le despojó vilmente de la escasa coherencia que aún persistía en él.

—¡Es la luz de ella!... ¡Antonia, no te vayas! ¡Espérame, mi vida! ¡Necesito estar contigo! —chillaba y suplicaba, muy alterado, apartando impetuosamente la silla y dirigiendo sus pasos con premura hacia la ventana del dormitorio.

Al llegar, descorrió violentamente las cortinas y se asomó al callejón, apoyando los codos en el alfeizar y sintiéndose apresado por una luminosidad cegadora, que lo absorbía con gran potencia y activaba en él una pasión incontenible por fundirse y desintegrarse con esa cosa, que para Juan no había dudas de que era Antonia, hasta dejar de percibir conciencia alguna de su propia existencia.

—¡Te quiero, Antonia! —exclamó, lanzándose decididamente al vacío, desde el tercer piso de su casa, y colisionando su cuerpo mortalmente contra el suelo.


Sobre las cinco de la mañana, un coche de la policía local que realizaba su ronda habitual por la zona, se detuvo al lado del callejón del domicilio de Juan, al contemplar el cadáver de un sujeto que yacía en el suelo, rodeado de un charco de sangre y acompañado de una señora con un perro, que lamía el rostro del difunto.

—¿Qué ha pasado, señora? —le interrogó uno de los dos policías, bajándose del auto con urgencia y asegurándose de que no había signos de vida en el hombre.
Lo que tenía que ocurrir, señor: simplemente que Juan se fue con su amor, porque así debía y tenía que ser —contestó la mujer, con una sonrisa desbordante de felicidad y acariciando el cabello de Juan.

El otro agente, que permanecía en el vehículo dando parte del hecho a los servicios centrales, al advertir la sorpresa de su compañero al escuchar las palabras de la señora, le avisó insistentemente para que se acercara al automóvil:

No le hagas caso. Es vieja conocida del cuerpo. Se llama Francisca, es incapaz de hacer daño a nadie y perdió la cabeza al morir su marido. No duerme por las noches y se dedica a recorrer el barrio con su perro —informó el policía.

A los pocos minutos, se oyeron la sirenas de una ambulancia y de varias dotaciones más de la policía, mientras que Francisca reanudaba su paseo, sosegadamente y con su fiel can, como si nada hubiera sucedido, o como si todo estuviera ya en su lugar, portando curiosamente una linterna grande en su mano derecha… ¿Para qué la llevaba, si lo único que asombrosamente sobraba en esa barriada eran las farolas de sus calles, que días antes de las elecciones municipales solían colocar a la prisa los operarios del ayuntamiento?... Lo desconozco, y poco me importa ya, aunque espero y deseo que Juan haya encontrado de nuevo la felicidad con su Antonia.

FIN

Kino, 6 de Noviembre del 2009




sábado, 5 de septiembre de 2009

Lo que hay que aguantar para sobrevivir en una crisis






Eran las cinco de la tarde y hacía un calor sofocante, como no podía ser de otra forma en un mes de agosto en el sur de España. Luis estacionó su coche, un Seat Ibiza del modelo más barato y con no pocos años a sus espaldas, en el puerto de Algeciras, en la terminal de embarque de los buques con destino a Ceuta. Cuando Laura, su esposa, se fue a adquirir los billetes del barco a la estación marítima, se bajó del auto, estiró las piernas y encendió un cigarrillo.

Entre calada y calada, Luis mataba el tiempo de espera contemplando el submundo que suele sobrevivir en lugares como aquel: vendedores de todo y a cualquier precio; familias exhaustas de origen magrebí que regresan, tras un interminable viaje, a la tierra que las vio nacer; ojeadores al acecho de una presa a la que atacar y desvalijar; trabajadores del puerto anhelando la hora de irse a sus casas; residentes ceutíes soportando, estoicamente y pacientemente, la desfachatez y el monopolio de las navieras que los trasladaban a su ciudad y europeos soñando con aventuras e imágenes librescas del exótico continente africano.

Luis tenía cuarenta y ocho años. Sin terminar el bachiller y siendo prácticamente un adolescente, a causa de la inesperada muerte de su padre, que era dueño de una pequeña ferretería, tuvo que hacerse un hombre repentinamente, sin tiempo ni siquiera a cometer alguna locura propia de la juventud, y echarse sobre sus espaldas el negocio, que constituía la única fuente de ingresos de su familia, compuesta, por aquel entonces, por su madre y sus dos hermanos más pequeños. Pocos años después conoció a Laura, con la que se casó, tuvo una hija y luchó por sacar a flote la herencia de su padre.

Casi sin quererlo, a Luis se le vino a la mente el poco dinero que le quedaba para hacer frente a los pagos y necesidades del mes. Últimamente las cosas no le iban bien en su pequeño establecimiento, ante la competencia de los grandes almacenes y superficies comerciales, y especialmente por los efectos negativos de la disminución de la actividad en la construcción. Además de un descenso importante en sus ventas, el resultado combinado de los anteriores factores, le generaba un incremento notable de pequeñas cantidades que le adeudaban y que no conseguía cobrar, incluso en los casos de clientes de toda la vida que se habían distinguido, en cualquier situación, por la fidelidad y honradez en el pago.

No le quedaba más remedio que ajustarse continuamente el cinturón, inventarse mil estrategias para subsistir y tirar como fuese con la ayuda exclusiva de Laura, máxime ahora que su hija iba a estudiar en Madrid y que los gastos se incrementarían sustancialmente. Y este era el panorama que se le presentaba a Luis para sobrevivir de su ferretería, a pesar de las palabras huecas y vacías de los políticos bocazas de turno, que no paraban de anunciar, a bombo y platillo, un final de la crisis económica que ni ellos mismos acababan de creer.


Y lo peor no era navegar con tormenta y fuerte marejada… No, desgraciadamente. Lo jodido del asunto consistía en asumir el papel de testigo mudo, sin poder hacer absolutamente nada, de como los de siempre, los que se habían llenado los bolsillos a costa de los demás en los periodos de bonanza económica, ahora lloriqueaban porque ya no ganaban tanto como antes y recibían de papá Estado, para calmar su pena inconsolable, cuantiosas subvenciones, que curiosamente provenían de los que ellos saquearon y explotaron para hacer realidad la maximización del beneficio y que, injustamente, padecían en la actualidad verdaderos problemas para cubrir las mensualidades de la hipoteca de la vivienda, mantener el empleo o continuar con el negocio familiar.

Aún recordaba Luis la escena que tuvo que soportar, hace unos meses, con el director de la sucursal del banco con el que siempre había trabajado, al que conocía desde que era un niño, cuando a la hora de renovar el préstamo anual que tenía contratado para el funcionamiento de su establecimiento, se encontró con la sorpresa de que los intereses se habían disparado sin causa justificada.

No es justo Juan que me hayáis subido los intereses de esta forma, precisamente cuando peor están las cosas —protestó Luis, indignado y enojado, en el despacho de Juan, el director de la sucursal del banco.
Te comprendo a la perfección, Luis, pero no puedo hacer nada. Te hablo como un amigo: son órdenes de arriba y ante ello no me queda más opción que callar —manifestó Juan, apesadumbrado y con plena sinceridad.
—¿De qué ha servido que durante todos estos años haya cumplido fielmente mis obligaciones con el banco? ¿Y las subvenciones que se han dado a la banca para ayudar a las pequeñas empresas, dónde están? —preguntaba Luis, sabiendo de antemano la respuesta.
De nada, estimado amigo. Aquí lo único que interesa es el reparto de beneficios al final del año y el lavar la imagen ante la opinión pública —le contestó Juan, con gesto de resignación.
—¿Qué te apuestas a que este mismo banco concederá prestamos, a intereses irrisorios, a algún partido político de su conveniencia o a ciertos amiguitos de los jefes? —le retó Luis, conocedor de las noticias que, en este sentido, aparecían periódicamente en los medios de comunicación.
Si yo te contara… Pero al igual que tú, tengo una familia a la que mantener —expuso Juan, poniendo la mano encima del hombro de su amigo y acompañándolo hasta la puerta del despacho.

Inesperadamente, la aparición de un mercedes negro descapotable que aparcó a su lado, le hizo a Luis bajar velozmente de su nube de reflexión y crítica social, especialmente al observar como el tipo que conducía, al que le acompañaba una rubia de bote y de amplio escote, se dirigía hacia él con estas palabras:


—¡Eh! ¡Burgués!, ¡burgués! Deja ya de pensar, tío, y vive la vida, que se nos va de las manos —le aconsejó el sujeto, riendo ostentosamente, mientras que la rubia escudriñaba minuciosamente a Luis, de la cabeza a los pies.

Luis lo reconoció inmediatamente. Era Antonio, un antiguo conocido desde su juventud. Con edades semejantes y el pelo largo canoso, llevaba puestas sus sempiternas gafas de sol “Ray-Ban”, que no podían faltar nunca en un “pijo” como él, aunque lo envolviera la noche.

No todos podemos, Antonio, aunque veo que a ti la clase obrera te permite llegar a mucho —dijo Luis, con ironía y sarcasmo, observando descaradamente el auto negro.

La historia de Antonio era digna de contar: sin llegar a los veinte, se fue a Barcelona a estudiar arquitectura, y después de llevar más de diez años supuestamente empollando, el padre mosqueado porque no terminaba la carrera, se plantó allí y se enteró de que aún no tenía aprobado el primer curso. Por lo visto durante todo ese tiempo aplicó, en su máxima expresión, el aprovechamiento absoluto y pleno de lo bueno que le deparaba la vida.

A tirones de oreja, el papá se lo trajo a Ceuta y lo afilió a su partido político. Desde entonces tuvo asegurado el pan en pago a su lucha por los oprimidos, que curiosamente compatibilizaba, a la perfección, con un tren de vida propio de la alta aristocracia. Nada de extrañar, puesto que Antonio sacaba tajada de cualquier situación, y siempre acababa en un despacho de la administración, independientemente de los resultados de las elecciones para su partido, o de los grupos de poder que llevaran las riendas en el mismo.

Ya estamos criticando al partido. Solo dais palos a los progresistas de izquierdas, como yo, que hemos llevado a España al bienestar social, y cuando viene la derecha rancia y destroza el país, os encerráis en vuestras casas, muertos de miedo, y no sois capaces de plantarle cara —soltó Antonio, sacando de su bolsillo la manoseada y simple división política de buenos y malos.
—¡Hombre, Antonio! ¿No crees que lo lógico y natural sea que os presentemos a vosotros las quejas? —le interrogó Luis, sin esperanzas de contestación y contemplando, distraídamente, como la rubia cruzaba las piernas.
—¿Sabes una cosa?... Gracias a nuestro gran jefe, que nos está sacando de la crisis económica que le dejó la derecha, tú, y muchos millones de españoles más, pueden irse de vacaciones este año y mantener sus empleos y sus negocios —afirmó Antonio, terminantemente convencido de sus palabras.
Tan seguro como que existe el cielo y el infierno —expresó Luis, con sorna y cerrando sus puños fuertemente.
Te dejo, que parece que ya está la cola de coches para embarcar. Ya nos veremos en el barco —declaro Antonio, con ganas de irse ya.
No creo, porque tú irás infaliblemente en clase club y yo solo puedo permitirme el lujo de viajar en clase turista —sentenció Luis, con el goce de dar el palo final.

Antonio aparentemente no respondió, aunque Luis juraría que había escuchado algo parecido a “gilipollas”, y se marchó velozmente con un fuerte acelerón en su automóvil del “proletariado”, mientras que la rubia se daba un último toque apresurado a su pelo teñido, intentando en vano luchar contra el viento de poniente que empezaba a soplar.

A estas alturas de su vida, Luis se rebelaba contra la supervivencia, en pleno siglo XXI, de esa visión bipolar del mundo, que abanderaba gente como Antonio, donde la totalidad de los seres humanos se habían repartido, sin contemplaciones y desde una visión simplista que se acercaba a la esfera de lo infantil, en dos grupos según la afiliación política: los buenos y progresistas, políticamente situados en la izquierda, y los malos y conservadores, afiliados y simpatizantes de los partidos de derecha.

Este paradigma de tebeo, pensaba Luis, era incapaz de asumir lo que para él era un hecho: por encima de las ideologías, estaban las personas, sus valores y, sobre todo, sus actuaciones en la vida cotidiana y diaria. Estos aspectos, y no la afiliación o la supuesta ideología, eran los que realmente determinan la potenciación de la mejora y adelanto de la sociedad o, al contrario, la continuidad y el inmovilismo de las estructuras vigentes sociales y de los valores tradicionales. Dicho con otras palabras, por poner un simple ejemplo, Antonio, lo mismo que Fidel Castro, por mucho que monopolizaran el progresismo, eran tan conservadores en el día a día como algunas de esas viejecitas que van todas las mañanas a misa de las ocho.

Por otro lado, la taxonomía anterior no soportaba, en opinión de Luis, la existencia de individuos que no se decantaran, de forma evidente y clara, por un lado u otro y que sometieran a juicio continuo la praxis de cada extremo para otorgar, o retirar, el apoyo y el voto. Ni menos aún que estos demandaran que la escala, en vez de dos valores, tuviera muchos más, para permitir un amplio abanico de posibilidades a la hora de transformar y modernizar la sociedad. Situarse en esta tierra de nadie, era y es considerado, tanto por la derecha como por la izquierda clásica, como un verdadero atentado a las normas establecidas, asignándoles automáticamente a estos sujetos la categoría de elementos peligrosos al sistema, a los que hay que silenciar y callar al precio que sea.

Ya he comprado los billetes —le dijo Laura a Luis, sin darse este cuenta de su presencia—. ¿Me escuchas, Luis?
Perdona, estaba distraído y no te había visto llegar —le respondió Luis, inmerso todavía en su nube de reflexión política.
Anda, por favor, vámonos de aquí. Están preparando el embarque de automóviles—le rogó Laura, cogiendo la mano de Luis.
Una pregunta, Laura… ¿Por qué todos debemos ser de derechas o de izquierdas? —interrogó Luis.
—¿Por qué?... —mirándole Laura fijamente y tratando de adivinar el motivo de la pregunta—.¡Ya sé por dónde vas! Te conozco como si te hubiese llevado en mi barriga toda la vida. Pero voy a contestarte con otra pregunta: ¿por qué, en vez de criticar tanto, no nos mojamos las manos, nos metemos en la casa donde viven los golfos y los echamos a patadas, que es lo único que merecen? Ya tienes en que pensar en el tiempo en que estemos en el barco, estimado filósofo de mi corazón, que luego dices que te aburres —le propuso Laura, pellizcándole cariñosamente las mejillas.

Luis le contestó sin palabras, simplemente sonriendo y asintiendo con la cabeza, a la vez que se introducía en el coche y giraba la llave de contacto. Sabía de sobra que Laura tenía razón y que en este país el compromiso y la unión entre el pensamiento y la acción son aspectos que brillaban por su ausencia. Según él, casi todos nos conformábamos con vocear, en las tertulias con los amigos o los compañeros de trabajo, feroces críticas al poder vigente, e incluso, jugando con el lenguaje, especialmente el oral, dábamos soluciones maravillosas e infalibles, entre sorbos de café o de cerveza, a los más graves problemas que asolaban el panorama nacional.

Sin embargo, estimaba Luis, muy pocos se atrevían a afiliarse a un partido político para aplicar esas ideas fantásticas, o simplemente a colaborar, de forma pública o anónima, con estos, o con cualquier corriente de opinión cercana a los planteamientos personales. Y cuando alguna vez el destino nos colocaba en la tesitura de implicarnos más allá de las palabras, solíamos dar la espantada, alegando quijotescos e inmaculados principios de nuestra santa honestidad, según los cuales no existían, de antemano, esperanzas ni expectativas positivas posibles de cambiar algo en la política, donde solo sobrevivían aquellos que anteponían el poder a cualquier cosa y, en consecuencia, la única salida radicaba en tirar la toalla y huir lo más lejos posible.

No era de extrañar, bajo esta perspectiva asumida por él, de que a las puertas de las sedes de los grupos políticos acudieran huestes hambrientas, buscando y reclamando el pan y el lucro personal, como había ocurrido en otros momentos de la historia del país e independientemente de la presencia, también en los mismos, de miembros comprometidos con los ideales por los que se decía luchar. También era lógico, considerando el análisis de Luis, de que hubiera en las elecciones bastantes quebraderos de cabeza para incluir, en las listas electorales, a candidatos de reconocida valía, profesionalidad y honradez, con alguna capacidad para ilusionar a los votantes.

Para Luis, el resultado final de todo este proceso se sintetizaban, en primer lugar, en un desencanto generalizado que impregnaba, cada día más, a la sociedad española hacia todo lo que oliera, o partiera, de la política y de los partidos políticos, llegándose a considerar a esta, en el subconsciente de muchos ciudadanos, como algo poco útil y eficaz para la mejora de la realidad cotidiana y particular, ante la que no cabía más alternativa que la de soportarla y llevarla a cuestas estoicamente y con santa resignación. Y esta opinión no solamente era compartida por gran parte de su generación, o por otras próximas a ella, que al menos habían conocido tiempos mejores, sino lo peor, estaba implantada con gran fuerza en la juventud, en la que se presentaba además acompañada de una incultura política, producto de su inaccesibilidad e impracticabilidad para estos, que oscurecía aún más cualquier perspectiva de cambio.

Simultáneamente, como antecedente o consecuente, Luis reflexionaba como la política, obsesionada y cegada por atrapar el poder, que curiosamente solo es un medio y no un fin, se alejaba cada vez más de las necesidades y problemas básicos y vitales del ser humano de a pie. Los pocos intentos que se generaban desde la misma para intentar satisfacer y dar soluciones a estos, solían acabar en una guerra sin cuartel entre las facciones de distinto signo. Creándose con ello un clima de crispación y enfrentamiento, en el que se anteponía y era lícito emplear cualquier medio para descalificar y hundir al contrincante, relegándose al baúl de los recuerdos el consenso y el acuerdo para el alcanzar los verdaderos objetivos de las propuestas que se presentaban.

—¡Luis, Luis, Luis! ¿Otra vez te has ido a tu mundo?... Desde luego no se te puede decir nada. A todo le tienes que dar veinte mil vueltas —protestó Laura, al ver que Luis, después de pasar el control de embarque y de estacionar el auto en el garaje del barco, no tenía intención de abandonar el mismo, permaneciendo sentado e inmóvil, con las manos puestas en el volante y la mirada perdida en el infinito.
Estoy ya viejo, Laura, y chocheo —afirmó Luis, tratando de justificar sus frecuentes escapadas al mundo interior de sus pensamientos.
De eso nada, para mí sigues siendo mi príncipe precioso y divino. Y ahora mismo nos marcharemos de aquí y me invitarás a un café —ordenó Laura, dándole un beso y sonriendo, mientras que lo empujaba afectuosamente para que saliera del coche.
No sé qué haría sin ti, Laura —expresó Luis, cogiendo las manos de ella—. Tengo una inmensa suerte con tenerte a mi lado… ¡Ojala el destino me ayude también a tirar para adelante con nuestro negocio!
—¡Ya verás como dentro de poco las cosas irán mejor!
—deseo con toda su alma Laura, tocándole el cabello.

Al poco tiempo, ambos subieron la escalera de acceso a los salones del buque y se dirigieron a la cafetería, ocupando una mesa libre situada cerca de la barra. Cuando Luis trajo los cafés, los dos estuvieron haciendo cuentas sobre cuánto les costaría la residencia de Marina, su hija, que este próximo curso iniciaría sus estudios universitarios en Madrid.

Había otras opciones más baratas, como por ejemplo, la de vivir en un piso con varias compañeras, pero consideraban que siendo el primer año era la alternativa mejor. No obstante, por mucho que recortaran gastos, la economía familiar solo podía hacer frente a una habitación compartida, y no a una individual como deseaban Luis y Laura.

Tampoco tenían esperanzas de recibir una ayuda de la administración para sufragar parte de esos gastos ya que esta, ejerciendo un poder casi divino y celestial, humanizado en complicados nombres de indicadores matemáticos, siempre situaban a Luis en una franja de ingresos medios (no importando para nada que ocupara los niveles más bajos de esta y que existiera un diferencial irrisorio en relación a otros grupos de menor renta), en la que se estaba excluido, de por vida, de cualquier apoyo y subvención del tipo que fuese, aunque en el mismo saco la teoría de la ciencia estadística metiera a individuos que ganaban al mes muchísimo más que Luis.

Laura, ya tengo la solución para que la nena tenga su habitación individual en la residencia —manifestó Luis, con los ojos centrados en un tipo grueso que se había sentado en una mesa próxima.
No me fio yo mucho porque me imagino en qué consiste —fijándose Laura en el sujeto objeto de atención de Luis—. ¡Suéltala!, ojalá me equivoque —le retó Laura.
Algo me dice que ya te has dado cuenta de que está ahí Adolfo y te recuerdo que su partido nos debe doce mil euros de unas compras de hace ya tres años. Con ese dinero Marina tendría su habitación individual —expresó Luis.
Déjalo, Luis. Tómate el café tranquilo. Ya buscaremos algo. Además, a la nena no le va a pasar nada por compartir una habitación con una compañera. Tú ya sabes que ella nunca se queja y que en todo momento está dispuesta a echar una mano a sus padres —tratando Laura de convencerlo, puesto que conocía a fondo lo que se podía esperar de aquel señor, y de su partido, a la hora de saldar las deudas contraídas.

Sin hacerle caso a Laura, Luis se levantó y se encaminó hacia la mesa en la que se encontraba Adolfo, que estaba acompañado de dos hombres más, bastante altos y fornidos, que no cesaban de observarle al aproximarse al político.

—¡Hombre, Luis! ¿Qué haces tú por aquí? —preguntó Adolfo, mientras le invitaba a compartir su mesa.

He estado unos días de vacaciones en la península —respondió Luis.

Luis es un amigo —dirigiéndose Adolfo a los dos guardaespaldas que compartían mesa—. Podéis marcharos un rato.

Los dos escoltas se fueron inmediatamente, colocándose en un lugar adecuado que les permitirá no perder de vista a su jefe, sin contradecir sus órdenes.

Supongo que vendrás de algún viaje oficial. Lo digo por la presencia de los dos gorilas —opinó Luis.
Un hombre de la responsabilidad y de un cargo público tan importante como el mío, no tiene otro remedio que velar por su seguridad y ser sumamente discreto, estimado amigo, ya que con ello también se asegura la libertad de todos los españoles y la grandeza de este país —sermoneó Adolfo.

Sin saber por qué, en el preciso instante en que el “gran hombre público” lanzaba su discurso, se coló en la mente de Luis, sin previo aviso, la biografía del personaje que tenía enfrente: Adolfo fue incapaz de terminar el bachiller, ya que solo vivía para escuchar en su transistor los partidos de futbol, echar sus ratitos de pesca con su caña en el puerto, ser amigo de todo el mundo y visitar los antros nocturnos peores de la ciudad. Su familia, desesperada porque no hacía otra cosa, le obligó a trabajar como camarero en un restaurante.

Precisamente allí acudían no pocos miembros de un importante partido de derechas y Adolfo, un experto relaciones públicas, vio la oportunidad en ello para ennoblecer a su patria, y de paso, labrarse un futuro mejor que el que le esperaba. Así que empezó a trabajar a los dignatarios políticos que se presentaban en el local para comer o cenar, invitándolos a costa del jefe, presentándoles preciosas mujeres, haciéndoles recados de cualquier tipo o ejerciendo las funciones de bufón de los señores.

Y un día, al convocarse unas oposiciones, pasó factura y con ayuda de “dios padre”, las aprobó, sin tener ni idea de un solo tema de los que supuestamente debía dominar para superarlas y diciéndole adiós, definitivamente, al oficio de la restauración. A partir de entonces, la entrega de Adolfo al partido fue absoluta, ampliando y aplicando las estrategias consumadas en el restaurante, a cualquier candidato ganador, y el clan, como contrapartida, lo encumbró hasta los puestos más elevados.

Me fio de ti, Luis. Voy a serte sincero. Vengo de ver un chalecito que me ha vendido muy barato un amigo mío que es constructor, y de paso, he echado una canita al aire, siempre necesaria para un hombre de vez en cuando, incluso hasta a los que nos sacrificamos por los demás como yo —añadió Adolfo, bajando el tono de voz y sonriendo maliciosamente.
Adolfo, agradezco tu franqueza y confianza en mí, precisamente por ello necesito exponerte un asunto muy importante para mi familia —dijo Luis, aprovechando la ocasión.
Dime, soy todo oídos. Será un placer ayudarte en lo que pueda —apurando el contenido de su copa y saludando a cualquier ser que pasara cerca de él.
Tú ya sabes que los negocios pequeños, como el mío, no están viviendo los mejores momentos. Además, mi hija Marina comienza en octubre sus estudios en Madrid y eso me va a suponer muchos más gastos. También no ignoras que tu partido me debe una factura de doce mil euros, por la compra de materiales para una reforma que se realizó en vuestra sede hace ya tres años, y que hasta ahora nunca os he reclamado, precisamente porque soy consciente de que estoy ante unos caballeros que, cuando puedan, saldarán su deuda —expuso Luis.
No te quepa la menor duda. Fíjate que si eso es así, que nosotros viajamos en clase turista para integrarnos con el pueblo, y no como otros, que tienen la desfachatez de monopolizar de palabra la representación de los más humildes, pero que a la hora de la verdad, huyen de sus penalidades —con rostro enojado y concentrando su atención en Antonio, que en ese instante entraba en el salón de clase club.
—¿No sería posible que tu partido me adelantará algo de esa deuda? Y no lo digo pensando en mí beneficio, sino en el de mi hija, que es mi mayor tesoro —continuó Luis.
Hijo mío, te comprendo a la perfección, pero los tiempos son malos para todos, gracias a los sinvergüenzas de la izquierda, y no queda otro remedio que ser solidarios y mostrar empatía hacia el prójimo, dando ejemplo de ello en cualquier oportunidad. Tienes que continuar confiando en nosotros, que siempre hemos apoyado a la pequeña empresa, y proveerte de santa paciencia y resignación —contestó Adolfo, con aire paternal y plenamente convencido de sus palabras.
Pero Adolfo, es que llevo tres años con esa deuda y solo demando que se me salde una parte de ella en señal de buena voluntad —reiteró Luis, que empezaba a entrarle ganas de cogerlo por el cuello.
Te recuerdo, estimado amigo, que ponerse a malas con mi partido te puede suponer perder muchos ingresos, presentes y futuros —amenazó Adolfo, con completa impunidad—. De todas formas hablaré con el tesorero, aunque la cosa está complicada por ahora… Y no me puedo entretenerme más contigo, las obligaciones del cargo me llaman y me voy al salón de clase club, donde me han invitado a una copa un grupo de empresarios. Como puedes comprobar, Luis, nuestro partido está con la totalidad de los españoles, ya sean ricos o pobres —llamando a sus guardaespaldas e incorporándose de su asiento, con prisas por perder de vista a Luis.

Luis, durante unos minutos, permaneció petrificado, sin mover ni un solo músculo, con los ojos cerrados y un fuego recorriéndole e incendiándole cada rincón de su alma, completamente indignado ante el espectáculo de cinismo e hipocresía que acababa de padecer en sus carnes. Y lo peor, lo que más le irritaba y le corroía hasta su última gota de sangre, se concentraba en ese silencio suyo, como única respuesta a la amenaza de Adolfo, porque si hubiera dicho algo, lo más mínimo, habría puesto en serio riesgo el futuro de Marina.

Repentinamente, percibió una mano que le palpaba su rostro y lo acariciaba suavemente. Al abrir sus párpados, allí estaba Laura a su lado, que al apreciar la marcha de Adolfo, había ido rápidamente a su encuentro, esperando lo peor.

Son unos canallas que se aprovechan de… —intentó completar Luis, impedido por los dedos de Laura que, súbitamente, le cerraron sus labios.
No quiero escuchar nada más —exigió Laura—. ¿Sabes por qué?... Pues toma nota: ni a ti ni a mí, para sacar a nuestra hija adelante y vivir de nuestro trabajo, nos hacen falta impresentables como Antonio y Adolfo.


Fin


P.D.: Ninguno de los hechos, personajes, afirmaciones, ni situaciones presentadas en este cuento pueden extrapolarse a la realidad, porque solamente tienen vida y existencia en la mente retorcida, mala, pérfida, extremista, fantástica, cruel y sanguinaria de su creador, que es un elemento de cuidado y capaz de cualquier cosa. Y si no te lo crees, pregúntales a todos esos que rezan cada noche para que este ser diabólico se consuma eternamente en el fuego del infierno, a miles de kilómetros de su acogedores e inmaculados despachos.


Kino, septiembre del 2009




miércoles, 19 de agosto de 2009

La apuesta de las venganzas del amor




VIERNES VEINTICUATRO DE JULIO, POR LA MAÑANA: LA ESCALERA DE ALFONSO


Aquella mañana de verano Alfonso se levantó feliz. Sí, plenamente y dichosamente satisfecho, como un niño mimado que ha logrado conseguir por fin su deseo, después de berrear y patalear durante un buen rato. Esta vez no había ninguna duda: el sería el ganador de la apuesta y nadie osaría poner ningún reparo a su victoria, concluyente y aplastante. El mundo comenzaba a estar a sus pies y Alfonso lo percibía con toda nitidez, porque ya no caminaba con la cabeza inclinada, ya no iba detrás de nadie, ni estaba tirado en una jodida cuneta, aislado y desamparado, ni tampoco las lagrimas le brotaban de su ser sin parar, como en otros tiempos ya pasados, que no podían ni debían volver jamás. No, nunca más…


Él solo, sin ayuda alguna, con una fuerza sobrehumana propia de un dios omnipotente, había sido capaz de cambiar absolutamente el reparto de papeles que le había marcado la vida en el amor desde hacía varios años: de víctima a verdugo, de oprimido a opresor y de mártir a pecador.


—¡Sí, sí, sí! Esta vez, sí —repetía una y otra vez Alfonso, mirándose orgullosamente ante el espejo mientras se afeitaba, bailando y moviendo el culo graciosamente, como si un coro de mujeres preciosas y divinas estuviera allí, en su cuarto de baño, jaleando cualquier palabra y movimiento que emanara de él y dispuestas a dar el todo por un simple favor suyo.


Y no era para menos. Hoy era, precisamente y justamente, el día ansiosamente esperado: veinticuatro de julio. Un año entero anhelando este momento y al fin se posó en sus manos. Es cierto que Alfonso ignoraba completamente los casos que sus dos amigos, Santiago y Eduardo, iban a presentar en la cena del restaurante donde habían quedado, pero algo le decía que los nueve mil euros caerían en sus manos. Además, la apuesta era clara: el vencedor sería aquel de los tres que lograra hacer más daño a una mujer con el amor, real o fingido. Pero lo mejor no era el dinero, ni mucho menos, eso simplemente ayudaba a incrementar el goce del triunfo. Lo increíble y fantástico, lo que valía la pena, lo que le elevaba hasta el cielo, es que su venganza y su reto estaba cumplido: había destrozado a Sonia, que lo amaba con locura y que le entregó lo más hermoso de su vida, abandonándola en el más infinito abismo, exactamente de la misma forma que había hecho esa cabrona de Isabel con él, hacía ya cuatro años.


—¡Ojo por ojo, diente por diente y todas en el mismo saco! —reiteraba Alfonso mientras se duchaba, como una retahíla cansina y pesada, agarrándose apresuradamente a una generalidad donde no se salvaba ningún miembro del sexo opuesto y, quizás con ello, tratando de evitar cualquier reflexión que pusiera de manifiesto el más mínimo elemento diferenciador.


Sin embargo, poco a poco, sin saber por qué, en la mente de Alfonso se fueron colando varios pensamientos que comenzaban a desgarrarle el alma. En primer lugar reconocer que había aprendido mucho de Isabel y que, al menos en parte, su triunfo, que ya daba por hecho, se lo debía a ella, pero hay cosas que por su evidencia no se pueden silenciar, aunque el odio te empuje todas las mañanas a levantarte de tu cama, o te meta en callejones sin salida donde llegues a desear, inconscientemente, la muerte de alguien. No admitía dudas que el engaño, la mentira, la frialdad, la inhumanidad, el silencio, la mezquindad, el capricho o el doble juego no eran suyos, no venían en sus genes, se introdujeron en él por la puerta trasera y constituían el resultado de un aprendizaje envuelto en dolor, rencor y rabia. Él atesoraba otras imperfecciones en su personalidad, iguales o peores que las de Isabel, pero esas no le correspondían originariamente.


Por otra parte, a pesar de sus esfuerzos, Alfonso no lograba desterrar de su cabeza esa imagen de Sonia, revolcándose en el suelo del despacho de su casa y golpeándose violentamente con sus manos, suplicando e implorando morir para poner fin a un calvario que la asfixiaba y la aniquilaba, preguntándole, mil veces y más, de forma incesante y sin descanso, el por qué ya no la amaba. Y lo peor, lo despreciable y cruel que fue él, que ante tan inmenso tormento de una buena mujer, solo respondió con un mutismo absoluto y frío, no siendo capaz ni siquiera de abrazarla fuertemente entre sus brazos y de pedirle perdón hasta que ya no le quedara voz alguna.


¡Maldita sea mi existencia! —exclamó Alfonso, saliendo precipitadamente de la bañera, sin ni siquiera secarse y sentándose bruscamente en el retrete del cuarto de baño, con las manos tapando su rostro y pasando, en milisegundos, de la euforia a la desolación y el llanto desesperado.


Era la escalera del día a día de Alfonso. Esa en la que sobrevivía y subsistía a duras penas, y en la que los estados de ánimo más extremos se superponían unos a otros, alternándose los mismos impetuosamente en cortos periodos de tiempo, sin espacios ni tonalidades intermedias, al margen de cualquier mínima lógica y racionalidad y en un mundo completamente bipolar, donde todo era posible en una hora, desde tocar el cielo con los dedos, hasta suplicar dejar de vivir para encontrar algo de paz. ¿Qué o quién condenó a Alfonso a subir y a bajar por la escalera?: ¿Sonia?, ¿Isabel?, ¿la apuesta por desquitarse de su desamor?, o simplemente su fracaso para encontrar un ser al que amar y ser correspondido. Lo ignoro, ni creo tampoco que él lo supiera con exactitud.

VIERNES VEINTICUATRO DE JULIO, POR LA TARDE: LO QUE SONIA LLEVABA DENTRO


Sonia se despertó sobresaltada al poco tiempo de iniciar su siesta, como si alguien la llamara y la estuviese empujando fuera de la cama. Observó el despertador de la mesilla de noche y solo había conseguido cerrar los ojos y poner su mente en blanco durante quince minutos. Extendió su mano sobre la cama y se sintió sola, muy sola, y con mucho frío. Ya no tenía nada, todo lo abandonó por un puro sueño de niña afortunada: su marido, un gran hombre del que aprendió lo que es amar, y sus dos hijos, que nunca llegarían a comprender cómo su madre no estaba allí, con ellos. No era culpa de Alfonso, que no daba para más. Ella, y nadie más, era la única responsable de este inmenso dolor que no la dejaba respirar y que había llevado al infierno a sus seres queridos.


—¿Por qué tengo que seguir viviendo, dios mío? —se preguntaba Sonia reiteradamente, con desesperanza e intensa angustia, mientras ocultaba su cara con la almohada.


Pero inesperadamente escuchó el sonido característico del ordenador al recibir un correo y se incorporó rápidamente de la cama, huyendo de sí misma y del callejón sin salida hacia el que le arrastraban sus pensamientos. Y al abrirlo, la sorpresa estaba servida. Era un mensaje de Alfonso, después de cinco meses de haber finalizado su relación con él:


“Estimada Sonia, harás bien en desechar este correo porque aunque no lo creas, sé lo que has sentido en todo este tiempo. Simplemente ha llegado la hora de pedir perdón, sin más. No pudo ser, vi algo que no me gustó y escapé... Solamente te solicito perdón por todo el daño hecho y causado. No quiero nada más, ni pido otra cosa alguna. Mis deseos enormes de que seas muy feliz.”


Aquello no entraba en cualquier posibilidad que jamás hubiese considerado. Por ello, incrédula en un principio, releyó varias veces el mensaje, tratando de asegurar la autenticidad del remitente y el sentido exacto de cada palabra del mismo. Pasado un tiempo, confirmó que no había posibilidad de error: el autor era Alfonso, que como siempre seguía huyendo de no sé qué, y su silencio gélido seguía presente, al no dignarse ni siquiera a explicitar los motivos que le habían llevado a romper la relación. Aunque ahora se añadía a la historia un nuevo elemento, el perdón de él, presentado, para no perder la costumbre, con excesivo retraso y fuera de lugar y tiempo, que no obstante le causaba cierto bienestar y paz, a pesar de que no le era fácil reconocerlo.


El primer impulso de Sonia ante la petición de absolución de Alfonso fue responder con el arma predilecta de él: el silencio. Pero ella no era Alfonso, ni jamás lo sería. Además Sonia, en ese momento, se percibía infinitamente superior a él y dicha alternativa, en consecuencia, supondría colocarse a su mismo nivel. Seguidamente pensó en perdonarlo y exigirle que desapareciera de su vida eternamente. Racionalmente constituía la opción más efectiva y contundente, aunque se necesitaba para adoptarla de una estabilidad emocional que ella adolecía en ese instante y que no encajaba con su propia personalidad pasional.


Lo que quería y deseaba realmente Sonia, en lo más hondo de su ser, es dar rienda suelta a su corazón y a su alma, que le reclamaban y le ordenaban, a gritos y a voces, que soltara todo eso que llevaba dentro para disponer, al menos, desde cero y desde la nada, del derecho y la oportunidad de volver a empezar a caminar de nuevo. Y eso, y no otra cosa, es lo que hizo precisamente ella al contestarle a Alfonso con este otro correo electrónico:


“Estimado Sr. Alfonso Martínez Santos:


No, no he desechado su correo, como verá usted a simple vista. Ese era su estilo, y no el mío, cuando al final de la historia que compartimos los dos, en los momentos de mayor desesperación mía, me regalaba con su silencio, o con la amenaza de denunciarme a la justicia, ante cualquier escrito que le enviaba a esta dirección, independientemente de que no faltara en ellos no pocos insultos hacia su persona, que sabía perfectamente que eran lamentos de una mujer abatida y destrozada, muy alejados del más leve propósito de agredirle a usted, físicamente o psicológicamente. Siempre he sido humana y como humana, comprendo perfectamente que una persona que me escribe tiene al menos el derecho de una respuesta por mi parte.


Tampoco considero, como lo hizo conmigo hace algunos meses, que porque una persona intente comunicar un deseo a otra, como el que me devolviera un libro regalo de mi padre, es una liante que se está montando la historia solo para hablar con usted. Perdóneme, pero no llego a ese nivel de complejidad y malicia. Soy una mujer simple y en ningún momento barajo esos adjetivos cuando alguien, al que he amado tanto, trata de decirme algo. ¡Qué le vamos a hacer!... Es evidente que no alcanzo su misma categoría.


Me sorprende cuando afirma que sabe lo que he sentido en este tiempo transcurrido desde que todo se acabó entre los dos. Con todos los respetos, creo que eso es imposible, porque si fuera así, sus respuestas a mi estado personal desde que me dijo que no me amaba (silencio absoluto e infinito, sin el más mínimo gesto o intento por interesarse por mi situación emocional y vital, acompañado de palabras y frases entrecortadas, muy pensadas y que no brotaban para nada como impulsos descontrolados, repletas de rechazo y desprecio hacia mí), serían las propias de un ser frío, gélido, golfo, canalla y sinvergüenza. Quiero creer, y voy a tener fe en ello, que no se le puede categorizar con estos adjetivos. Desde que nos vimos la última vez, hasta hace unos días en que he empezado a reconstruir algo mi vida, mi existencia se ha caracterizado por una presencia continua, y en incremento constante, del dolor en que usted me envolvió, y en él que yo también tuve una cuota importantísima de protagonismo:


- Dos intentos de suicidio, uno de ellos que acabó en urgencias del hospital con un lavado de estómago por intoxicación de todas las pastillas que logré meterme en mi cuerpo. Deseos todos los días de morirme y desaparecer para descansar en paz y olvidarlo a usted para siempre. Todo ello me llevó a pedir ayuda psicológica y médica.


- He perdido veinte kilos y parezco ahora una mujer de sesenta años, como si en doce meses me hubieran arrebatada quince años de mi vida.
- Será muy difícil, por no decir imposible, que recupere a mis dos hijos Ya he dejado de ser para ellos esa gran mujer a la que admiraban e idolatraban.
- El hombre que más me amaba lo rechacé por usted. ¡Para matarme!... Porque, con todos los respetos, usted no le llega ni a la suela del zapato a Antonio, en cualquier dimensión de la vida que se contemple (física, sexual, emocional, sociocultural o económica).
- De vivir nunca sin preocuparme del dinero, mi devenir diario se define ahora por una búsqueda continua de fuentes de ingresos, que me hagan posible hacer frente a mis compromisos económicos, presentes y futuros.
- Sobrevivo en la más completa soledad. Mis intentos por buscar un nuevo hombre con el que compartir mi vida han sido un desastre y lo que encuentro es pura basura, especialmente al compararlo con lo que Antonio me dio desde siempre. Y por si fuera poco, mis amigas cada día son menos.


Pues bien, en este estado de cosas en las que he tocado lo más bajo que una mujer puede imaginar, usted, que supuestamente conocía lo que sentía y que también supuestamente un día me amó, jamás se dignó ni siquiera a enviarme un correo para preguntarme cómo estaba, o qué es lo que necesitaba, o simplemente coger el móvil para llamarme. Es evidente que ello solo puede justificarse, desde la visión de un ser simple como yo, por el desconocimiento por parte suya de lo que yo padecía o vivía.


Con su frase «No pudo ser, vi algo que no me gustó y escapé», define, con plena exactitud, su concepto de amor, que difiere completamente del mío. Su constructo es sumamente limitado en el tiempo, la intensidad y la entrega hacia el otro. Según su visión, existe solamente ese amor hasta que ve algo en su pareja que no le gusta y, en consecuencia, con un juicio inmediato y sin ninguna explicación previa, o a posteriori, sentencia al otro eternamente al cubo de la basura, acompañando dicho fallo de su habitual silencio, que cierra cualquier puerta a la modificación, o aclaración de la situación, y que se corresponde con la actitud de un niño cabreado y enojado, que patalea y berrea porque ha perdido en su juego, aunque él hubiese arriesgado lo mínimo, y que adopta la huida como única alternativa. ¡Muy precioso y típico de un amor para pasar el rato! Este tipo de amor está muy alejado del término «compañero-a de vida» y es propio de los canales del Chat de internet, de las discotecas o pubs de ligues, o de los programas rosas de los medios de información.


Yo le di otro tipo de amor, el mismo que yo recibí de Antonio. Mi amor es de entrega completa. Lo doy todo, absolutamente todo, aunque supiera previamente que mi relación con usted no iba a durar más de un año y que recibiría casi nada a cambio. En este constructo de amor, los defectos del otro, o lo que no nos gusta, pasan a segundo lugar, ante el todo de la persona a la que se ama, sin que ello sea impedimento para que se trate de suavizar o solucionar las consecuencias de estos. Por otra parte, yo no lo quería para pasarlo bien unos meses No, yo lo deseaba como compañero de camino y de existencia, por eso le di mi maleta completa. Además, en este amor hay que luchar (cada día, cada hora y cada segundo) para mantenerlo y vivirlo, por ello la transparencia y comunicación de sentimientos es fundamental. Absolutamente nada que ver su amor con el mío, entre otras cosas porque usted no tiene capacidad de amar y eso no es algo que se regala, hay que aprenderlo y trabajarlo.


Escribe que ha llegado la hora de pedir perdón por el daño hecho y causado. Me permito recordarle, señor, que su tiempo y sus deseos ya no son los míos. Yo ya no camino detrás de usted. Ahora, mi ruta y mi destino, como antes de conocerlo, son completamente diferentes a los suyos. Para mí no ha llegado el tiempo del perdón, mi etapa en la actualidad es la de ignorarle, que es una fase previa al olvido y en la que, conociéndome un poco, seguro que lo podría perdonar. Pero en este momento no puedo, lo siento muchísimo, de verdad. Y no lo hago porque sea la perdedora de este amor, sino por estas simples razones:


- Su perdón vuelve a estar en la categoría infantil. Usted no da la cara con su demanda. No me mira frente a frente, y me dice, como un hombre de verdad y con valentía: “Sonia, perdóname por todo el daño que te hice”. Vuelve a actuar como un niño. Pega en mi casa, mete su nota escrita por debajo de la puerta y sale corriendo a toda velocidad. ¡Muy característico del señor!
- No se dignó ni si quiera a explicarme los motivos que le llevaron a huir de mí y se burló de mi pobre persona con un «te amo» un viernes y un «no sé si te quiero», el lunes siguiente.
- Usted no es impulsivo como yo y actúa siempre de una forma muy racional. Sin embargo, fingía morirse de felicidad cuando, en un restaurante por la noche, le decía que quería que fuese mi compañero de destino. En ese momento, y en otros semejantes, no evidenció usted lo que hay que tener para manifestar, simplemente, que ese tipo de amor del que le hablaba estaba fuera de sus posibilidades, o que no era el suyo.
- Tiene que pagar todo el daño que me ha hecho. Ya le dije en una ocasión que el dolor es un círculo, al menos en lo vivido entre los dos: yo destrocé a Antonio, usted me destruyó a mí y usted también tiene que padecer el mismo dolor que sufrimos Antonio y yo. Es de justicia, nada más. ¡Lo que se hace, señor, se paga!
- No me pide perdón porque realmente siente que ha actuado incorrectamente conmigo. Yo no le importo absolutamente. No, me pide perdón porque su conciencia, increíblemente aún la conserva, le come y porque sabe perfectamente que le dio una patada a la mujer que más le amó y que más feliz le hubiese hecho. ¿Ve el señor como el tiempo va colocando cada cosa en su lugar? Y es que el mercado del amor, efectivamente, está muy mal, como usted muy bien me explicaba hace poco.


Para tranquilidad de sus remordimientos, no quiero terminar sin afirmar que la culpa de la mayor parte del daño causado no es de usted, es solo mía. Yo me equivoqué, cometí el mayor error de mi vida: le di lo más preciado que poseía, no a un hombre, sino a un niño, caprichos y mimado. Usted vale para lo que vale, para pasar un rato agradable o divertido, pero no más.


Efectivamente, al igual que usted, nada le pido ni nada quiero ya de su persona. Es cierto que aún lo recuerdo cada día, pero estoy segura de que el tiempo me ayudará a olvidarlo para siempre. En este momento yo también le pido perdón por no desearle la mayor felicidad del mundo. No puedo, de verdad, aunque ya al menos logro ignorarlo, que no es poco en mi actual situación.


Finalmente me gustaría agradecerle que me haya ayudado, a través de su comportamiento y actitud hacia mí, a reconocer el inmenso valor de lo que perdí cuando abandoné a Antonio y a mis hijos por estar a su lado, o cuando pude apreciar con exactitud lo que usted me dio en el tiempo compartido. La vida, desgraciadamente, es así: solo reconocemos el valor de lo que poseemos precisamente al escaparse de nuestras manos.”


Al terminar de enviar el correo, Sonia experimentó una paz interior que le dibujó una sonrisa en su rostro y duplicó el brillo de sus ojos. Algo parecido a caminar un largo trecho arrastrando un baúl pesado, y de pronto, sentir la ligereza y el bienestar de que ese baúl ya no está contigo porque alguien de confianza se lo llevó a su destino. Incluso volvió a aparecer en su organismo, con fuerza e insistencia, la sensación de hambre y se fue a la cocina a prepararse algo de comer. Pero cuando se disponía a sentarse en la mesa, accidentalmente se cayó un calendario que estaba colgado en la pared que acaparó su atención durante unos segundos.


—Estoy de vacaciones y ni siquiera me he perdido con el coche unos días… ¡Se acabó el duelo! Voy a vivir y a disfrutar de lo poco que me queda cómo sea —pensó Sonia, recriminándose a sí misma su destierro del mundo y con esperanzas de hacer algo inmediato para comenzar a dar un giro a su situación.


Y esa misma noche preparó la maleta, precipitadamente y con lo primero que encontró a mano, decidiendo sobre la marcha que mañana, muy temprano, sacaría el coche del garaje para irse de viaje, sola, sin avisar a nadie y sin saber destino alguno, aunque esta vez cargada con ilusiones y expectativas renovadas para, al menos, comenzar a palpar de nuevo lo que le deparara la vida.

VIERNES VEINTICUATRO DE JULIO, POR LA NOCHE: LA APUESTA DE LAS VENGANZAS ESTÁ SERVIDA


El primero en llegar al restaurante fue Santiago. Antes de entrar, miró su reloj:


Las diez menos cuarto… Tendré que esperar al menos un cuarto de hora. No tengo solución —aceptando, con gesto de resignación, su costumbre de presentarse con antelación a cualquier cita y empujando ligeramente la puerta de acceso al establecimiento.


En el vestíbulo preguntó a uno de los camareros por la mesa reservada por Eduardo. Se dirigió hacia la misma, se sentó y pidió una cerveza muy fría, para hacer más agradable la ausencia de los amigos.


Santiago tenía cuarenta y ocho años. Era alto, delgado, con el pelo negro canoso y de agradable presencia. Tenía en propiedad dos comercios muy conocidos en la ciudad de ropa para hombre. Casi con veinte años se enamoró perdidamente de Yolanda, que se convirtió, al poco tiempo, en su esposa. Aunque no tuvieron hijos, dedicó su vida a ella, con la que compartió todo lo que tenía, hasta que hace ya cinco años, una tarde, su mujer se fue de casa y no volvió jamás, sin ninguna explicación previa y sin sospechar motivo alguno.


A los pocos meses sin disponer de noticias de Yolanda, y después de varias denuncias por desaparición, a través de un viajante al que solía comprar género, se enteró de que ella vivía en Barcelona con otra mujer. Desde entonces su existencia fue un calvario. No tanto por la marcha de Yolanda y la falta de explicaciones o razones para ello, algo ya de por sí muy doloroso para Santiago, sino sobre todo por el morbo de la historia y los comentarios y bulos que ello generó, y aún producía, en una sociedad conservadora y pueblerina como en la que él se desenvolvía.


Mientras apuraba su jarra, no sé por qué se fijó en una pareja que estaba en la mesa de al lado. Ambos eran mayores, aproximadamente debían rondar los sesenta y tantos. Estaban cogidos de la mano y eso le pareció a Santiago algo muy hermoso y divino. Sintió envidia, sana si se quiere, y por unos momentos se le vino a la mente que él podía estar ahí, con Yolanda.


No puedo olvidarla… Y a pesar de todo lo que me hizo, como un majara que comete mil veces el mismo error, si me pidiera perdón, la abrazaría fuertemente entre mis brazos y la amaría de nuevo —murmuraba para sí mismo Santiago, reconociendo lo que era una realidad para él, pero con la certeza de que ello, por nada del mundo, saldría de su alma.


Alrededor de las diez apareció Eduardo, sonriente y saludando a cualquier objeto y persona que se introdujera en su campo visual. Le encantaba desempeñar ese papel de maestro de ceremonias y organizador de eventos. Más aún, la idea del juego de venganzas era suya, como no podía ser de otra forma.


—¡Hola, Santiago! Nunca soy capaz de llegar antes que tú —saludó Eduardo, añadiendo su conclusión con cierta burla.
Efectivamente, al menos hasta que se me quite el sueño de creer que vivo en Alemania, en vez de España, estimado colega —declaró Santiago, dando unas palmadas en el hombro de Eduardo.
—¿Y Alfonso? —preguntó Eduardo, casi por cortesía, puesto que conocía, sobradamente, que Alfonso solía llegar siempre el último.
Ya sabes que Alfonso no se lleva bien con el reloj —respondió Santiago, en tono resignado y jovial.


Eduardo era el más joven de los tres amigos. Trabajaba de enfermero en un hospital. Con treinta y ocho años, un tipo musculoso y un “pico de oro”, como decían sus amigos, su vida sentimental había estado marcada por el continuo trasiego de mujeres por su cama. Aparentemente él daba a entender que estaba bien así, pero con el transcurrir de los años, en su interior, aparecieron otros anhelos que le daba algún reparo manifestar públicamente, quizás porque no encajaban con la imagen que los otros le habían atribuido, o simplemente, por miedo a reconocer que le faltaban cosas como: ser padre, formar una familia o levantarse cada mañana acompañado de una mujer que le hiciera feliz, y con la que compartir millones de cosas.


Cuando apareció en su camino Beatriz, después de habituarse a imponer en todo momento las reglas de juego en el traslado de unas manos femeninas a otras, algo se encendió en Eduardo y el amor, en toda su complejidad, le estalló en sus manos, arrebatándole ese protagonismo y dominio en el planteamiento, nudo y desenlace de la historia que vivía con ella. Y empezó a padecer sensaciones para él extrañas, que nunca antes había sobrellevado y padecido, pero que seguramente él si había desencadenado en las mujeres que lo amaron: amarla y necesitarla cada día con más intensidad, y a la vez advertir que cada día, también, ella se hallaba más distante; ofrecerle en cada momento la totalidad de lo que poseía y recibir casi nada, o nada, a cambio o comprobar la falta de calor y empatía que ella mostraba en aspectos básicos de su vida.


Un día Eduardo se encontró a Beatriz con otro tipo en su casa haciendo el amor y ese fue el final. Y aunque el desfile de nenas guapas se reanudó, no la olvidó desde entonces… ¿Por qué, si podía tener a cualquier mujer muchísimo mejor que Beatriz a su lado y recoger, infinitamente más, de lo que obtuvo con ella?... No tengo la respuesta concreta, ni creo que Eduardo la haya descubierto.


—¡Estamos aquí, Alfonso! —exclamó Santiago, levantando la mano al percatarse de la presencia de Alfonso, que buscaba en vano la mesa de sus amigos.
—¡Perdonad! Había un atasco enorme y no he podido llegar antes —disculpándose Alfonso por su tardanza, al llegar pasadas las diez y media, y depositando el casco de su moto en una silla no ocupada.
Guárdate tus disculpas, Alfonso, que ya nos conocemos de sobra y estás entre amigos —matizó Eduardo, estrechando cariñosamente la mano de él.


Alfonso, con cuarenta y seis años, había pasado media vida embarcado como oficial de máquinas de todo tipo de buques, recorriendo el mundo y sintiéndose como un extraño cada vez que sus ocupaciones laborales le permitían, unos pocos meses al año, hacer realidad la convivencia con su mujer, Carmen, y su hija, María. En un principio, los fuertes lazos que crearon el amor con Carmen y, posteriormente, el nacimiento de María, salvaron el matrimonio, a pesar de sus largas ausencias. Pero cuando María tuvo diecinueve años y se fue a estudiar a Madrid, Carmen, que ya no amaba a Alfonso con la misma intensidad, se vio atrapada por la soledad y la falta de expectativas en su futuro, y un día le solicitó el divorcio.


Nunca le pudo reprochar nada a ella, incluso él afirmaba que había sido una santa al aguantarlo tanto tiempo. Lo que sí es cierto es que este hecho le marcó su vida, como si una luz muy intensa se encendiera para avisarle de un peligro en una intensa niebla, aunque ya no pudo recuperar a Carmen, que al poco tiempo murió víctima de un cáncer, sin ni siquiera poder contar con la presencia de él en sus momentos finales, por encontrarse a miles de kilómetros de ella. A raíz de estos acontecimientos, con cuarenta y dos años, Alfonso dio un giro de timón y encauzó de nuevo su vida, dejando la navegación e invirtiendo sus ahorros en varios negocios en tierra. A ellos dedicó gran parte de sus energías, tratando de olvidar sus errores y compatibilizándolos con sus esfuerzos por hacer todo lo posible para que la unión con su hija se creara y persistiera.


Sin embargo, la sorpresa aparece cuando menos te lo esperas y unas navidades conoció a Isabel. Alfonso se volcó, en cuerpo y alma, con esta mujer, que distaba infinitamente de esa gran señora que había sido Carmen, pero que él eligió, equivocadamente y con la presión de un sentimiento de culpa que no lograba desterrar, para darle todo aquello que no le entregó a Carmen y que posiblemente hubiese salvado su matrimonio.


Y pasó lo que tenía que pasar: Isabel, que era una niña con deseos de ser mujer, antojadiza y sin capacidad de amar, que ni soñando barajaba la posibilidad de aspirar a un hombre como Alfonso y con bastante experiencia y recursos en la captura y derribo de especies del género masculino, se encaprichó nada más que verlo, y cuando increíblemente lo tuvo entre sus manos, se asustó de lo que se le venía encima y huyó sin dignarse a ofrecerle ninguna explicación, de la misma forma que él hizo con Sonia, dejando a Alfonso ante un precipicio que aún no era capaz de salvar.


Creo que no hace falta que os recuerde el motivo principal de esta cena —expuso Eduardo, ejerciendo las funciones de maestro de ceremonia sin pedir permiso a nadie—. No obstante, os propongo que la presentación de las venganzas la pospongamos para el final, cuando estemos ante los postres, puesto que lo dulce hará más llevadero la malicia de cada vendetta —riendo maliciosamente—. ¿Qué os parece?
Perfecto —opinó Santiago, mirando de nuevo a la pareja de la mesa contigua.
Yo no tengo problemas —contestó Alfonso, casi fuera de la escena y con su mente en el correo de Sonia, que lo llevaba impreso en su bolso.


La comida fue distendida y amena, como si los tres amigos se hubieran puesto de acuerdo para darse un respiro, con el que poner las mentes en blanco y aprovechar cualquier oportunidad para buscar la diversión y disfrutar de lo que se podía y había. Hablaron de mil temas de la vida cotidiana, picoteando en uno y otro, de forma animada y divertida, y curiosamente ninguno relacionado con el motivo principal de la cena. Sin embargo, el maestro de ceremonias estaba deseoso de cumplir de nuevo sus atribuciones, y como cada cosa tiene su instante, llegó la hora de los postres y el café.


Señores, ha llegado la hora de la verdad —anunció Eduardo, desempeñando con seriedad y soltura su papel—. Hace un año, en este mismo restaurante, el destino nos juntó, y después de contarnos nuestras penas y sin sabores con las mujeres, acordamos los tres lo que yo denomino, con vuestro permiso, la “Apuesta de las venganzas”, con el loable fin de desquitarnos de nuestro sufrimiento producido por esos seres malévolos e infernales. Os recuerdo que, en ese momento, nos comprometimos cada uno a vengarnos de una mujer, sea la que fuese, con nuestro amor, real o ficticio, empleando las armas que cada uno quisiera y aportando una prueba que evidenciara lo hecho… —dando un sorbo a su taza de café y asegurándose de que el interés en sus palabras era una realidad—.


Continuó Eduardo:


Además, cada uno me hizo entrega de tres mil euros, que junto con los que yo también he aportado, hacen un total de nueve mil euros, que ahora mismo deposito en este sobre cerrado que coloco en el centro de esta mesa —levantándose y volviéndose a sentar—. Ese dinero será un premio que otorgaremos, por mutuo acuerdo, al autor del escarmiento más intenso y doloroso. Con el fin de establecer un mínimo criterio en los turnos de la presentación de los casos, os sugiero, aceptando de antemano cualquier otro que me formuléis, que sea por orden de llegada al restaurante. Así castigaremos a Alfonso para que otra vez sea puntual —con cierto toque gracioso, imprescindible para amenizar el espectáculo —. ¿Algo que decir?


Santiago y Alfonso permanecían en silencio, con sonrisas forzadas y sintiendo el aliento en la nuca de que había llegado el fragmento crítico de la velada.


Muy bien. Sin más dilación, doy la palabra a mi amigo Santiago —finalizó Eduardo, con expresión triunfante, y satisfecho por el buen trabajo que estaba realizando.


No había más salida para Santiago que exponer su caso con esa pobre mujer. No, no se sentía bien con aquello, y menos contándolo a los amigos, pero nadie le puso una pistola en la sien para participar en aquella locura y no había otra opción que dar la cara.


Voy a ser fiel, una vez más, a mis compromisos y os contaré lo que hice con una buena mujer. Ya os adelanto que no me siento orgulloso para nada con ello, sino todo lo contrario. Tengo la sensación de haber dado palos de ciego y de generar aún más dolor: primero en ella, como víctima inocente, y luego en mí, como verdugo que ajustició a quién no debía, siendo consciente en todo momento de su error —habló Santiago, advirtiendo la atención de sus amigos puesta en él.
Esa reflexión última no importa. Te recuerdo, compañero, que todas pertenecen a la misma especie —preciso Eduardo, preocupado porque la conciencia de sus amigos desdibujara el esplendor de las represalias.
A Lucía la conocí en un Chat de Internet, a los dos meses de vernos aquí el año pasado —siguió Santiago—. Era gordita, soltera, de cincuenta y dos años y desprendía bondad por cada poro de su cuerpo y alma. Yo estaba atravesando una mala racha emocional y hablar con ella me ayudaba a restablecer mi equilibrio personal, especialmente por su comprensión y consejos repletos de cariño y de ayuda desinteresada. En un principio eran charlas de simples amigos, alejadas de cualquier episodio amoroso o pasional, pero con el tiempo, se me ocurrió que podría ser el caso que yo eligiera para esta noche. Sin reflexionar bien sobre lo que estaba haciendo, comencé a atacarla y a expresarle fogosamente mis deseos hacia ella, tanto por la red como por teléfono, independientemente de que todo fuese falso. Inicialmente ella no daba crédito a mis palabras, alegando que mi propio estado de ánimo me empujaba a agarrarme a cualquier cosa. Sin embargo, mi insistencia fue tal, que aceptó mi amor, y no solo eso, empezó a corresponderlo con una fuerza que yo no he visto en mujer alguna. Y fijaros que si es así, que cuando le decía un sencillo “te amo”, ella lloraba de placer y emoción. ¡Para colgarme del techo más alto, por golfo y sinvergüenza! —se censuraba Santiago.
—¡Animo, colega!, que esto se pone interesante y los nueve mil euros son casi tuyos —interrumpió de nuevo Eduardo, frotándose ostentosamente las manos.
—¿Puede el señor maestro de ceremonias dejar de hablar a Santiago? —exigió Alfonso a Eduardo, cansado de sus payasadas.
Cómo es normal en este tipo de historias, quedamos en vernos un fin de semana en Sevilla, que es donde ella vivía —prosiguió Santiago—. Desde que se produjo nuestro primer contacto real, un sábado por la mañana y en una cafetería del centro de la ciudad, Lucía, insistentemente, no cesaba de exponerme que no me veía contento y que quizás no era la mujer que yo esperaba. Si os soy sincero, no sabía dónde meterme de pura vergüenza, pero continué con la farsa, en la que se incluía el no sacar mi maleta del coche, que lo tenía aparcado en el garaje del hotel, y el pagar por adelantado el precio de la habitación. Después de cenar y tomarnos unas copas, regresamos en su automóvil a mi hotel. Al aparcar, sin decirme nada, cogió su neceser, y yo, en ese instante, aprovechando un descuido suyo, le coloqué una pequeña nota, que guardaba en un bolsillo de mi pantalón, en el parabrisas de su coche. El mensaje decía: “Lo siento, no me gustas. Chao”. Una vez dentro de mi habitación, le comuniqué que tenía que ir al garaje a recoger mi maleta, que con los nervios y las emociones, la había dejado en el coche, y que volvería en poco tiempo. Así que bajé en el ascensor, puse en marcha mi coche y desaparecí para siempre. Toda una canallada por mi parte, como podéis comprobar por estas pruebas que os dejo en la mesa.


Santiago, apesadumbrado y afligido, se levantó y depositó en la mesa diversas evidencias del supuesto ajuste: transcripciones escritas de conversaciones en el Chat, fotos de Lucía y él juntos en Sevilla y algunas grabaciones de llamadas telefónicas.


Con lo que tienes aquí, Santiago, tu caso está plenamente confirmado —dijo Eduardo, revisando, con aparente minuciosidad propia de sus funciones, parte del material aportado por Santiago.
Yo confió en tus palabras, Santiago. No me hace falta ninguna prueba. Sin embargo, necesito saber cómo te sentiste cuando la dejaste allí, tirada como una colilla —le solicitó Alfonso.
Te lo expondré contándote lo que me ocurrió a la media hora, aproximadamente, de dejar a Lucía: estacioné mi auto en un área de servicio, empecé a darle patadas como un loco y a llorar desesperadamente, porque me percibía sucio y pérfido, al mismo nivel que Yolanda actuó conmigo. En el fondo pienso que con esto no me vengué de Yolanda. Al contrario, ella me hundió otra vez y yo destrocé, sin sentido alguno, a un alma buena que solo quería ayudarme y entregarme lo más hermoso que guardaba. ¡Nunca se me olvidará mientras viva la imagen de esa mujer, con su neceser en una mano, sentada en la cama de la habitación y sus ojos fijos en mí mientras abría la puerta, como suplicándome que no la dejara allí sola! —declaró Santiago, profundamente afectado por este otro error de su vida.
Por favor, los sentimentalismos a un lado, que ellas nunca lo tuvieron con nosotros —requirió Eduardo a sus compañeros.


A pesar de su solicitud, el silencio acabó envolviéndolo, al igual que a sus dos amigos, seguramente porque hay cosas que no se pueden detener y ante las cuales solo cabe la posibilidad de dejarse llevar por ellas.


Me parece que es tu turno, Eduardo —le recordó Santiago, con deseos de que aquello terminara cuanto antes.
Sí, desde luego. Disculpadme, se me fue el santo al cielo —se justificó Eduardo—. Al igual que Santiago, voy a hacer una valoración previa de lo que voy a contaros, aunque libre de cualquier culpa y repleta de admiración por el trabajo bien hecho. Ahora que puedo ser sincero: a mí me gusta más la historia de Santiago, es más delicada, sutil y sanguinaria que la mía —con brillo en los ojos y disminuyendo el tono de voz.


Eduardo se calló repentinamente, conocedor de lo importante que era una pausa para captar la expectación del público, pidió una botella de agua al camarero y encendió un cigarrillo. Al dar la primera bocanada, continuó con su relato:


Todo sabéis que me gusta la noche y que en sus locales uno encuentra a mujeres de todas clases. En el mes de febrero, casi por casualidad, me presentaron a una tía preciosa, rubia, de treinta y cinco años, con un cuerpazo de escándalo, que me marcaba de vez en cuando, pero que no paraba de agarrar y soltar a tipos, a su gusto y capricho, dándosela de guapa, a pesar de sus tetas de silicona, y de dominadora de hombres. Se llamaba María y desde el primer día que la vi, me obsesioné con ella para hacerla protagonista de mi juego. Cuando te enfrentas a un bicho como ese, la táctica ideal es la que yo denomino “Del punto intermedio”, por esta simple razón: para atraparla, debes situarte en una media casi exacta que le haga ver, por una parte, que tú le gustas y que le vas a dar cosas que otros no le ofertan, y por otra, que para cogerte va a tener que mover su culo de forma efectiva y contundente, ya que tu mariposeas con otras nenas que tienen cosas que ella no dispone, ni puede aspirar a ellas.


Al llegar el camarero con el agua, Eduardo enmudeció de nuevo. Parsimoniosamente, y con gesto dichoso, llenó el vaso y se lo llevo a sus labios lentamente, dando pequeños buches y con la completa seguridad de que él ahora era dueño y señor del escenario.


Después de dos meses de tira y afloja, conseguí llevármela a mi cama y hacer el amor con ella, aunque no dejaba de saltar a otras flores más suculentas, para mantenerle el reto y que no diera por finalizada la caza, no teniendo ningún reparo en que supiera de mis flirteos —siguió Eduardo—. Y un día, con mucha paciencia, la fruta maduró y María me montó una escena de celos por una abogada con la que me encontraba de vez en cuando, a la que no podía soportar precisamente por ese complejo de inferioridad que exteriorizaba en alguna ocasión. A partir de entonces comencé a soltar un poco el cordel, incluso le di una llave de mi casa para que viniera cuando quisiera y le hice creer que la abogada se había terminado para mí, cuando ello era completamente falso… —volviendo a detener la exposición y dando una calada tranquilamente a su cigarro que se consumía, poco a poco, en el cenicero.
—¿El final de tu informe, lo contarás hoy o mañana? —preguntó Santiago a Eduardo, con sarcasmo y guasa.
Ya voy con ello, sois unos impacientes incorregibles —protestó Eduardo—.Conforme se desarrollaba mi relación con María, aparecieron señales en ella de que el tiempo de la venganza había llegado, tales como: se preocupaba por lo qué había comido, disfrutaba cuando los dos estábamos echados juntos en el mismo sofá, viendo cualquier cosa en la televisión, o simplemente, me abrazaba al despertarse en mi cama. Una noche quedé con ella en mi casa para cenar, exactamente a las diez. Le añadí que a lo mejor me retrasaba un poco, ya que había mucho trabajo en el hospital, y que si eso fuera así, le propuse que entrara en mi apartamento y preparará una ensalada. También esa misma noche, pero a las ocho y media, había citado a la abogada en mi domicilio. Cuando María abrió la puerta, al dirigirse a la cocina, escuchó algún ruido en mi dormitorio. Al encaminarse hacia allí para saber lo qué pasaba, me encontró en plena faena con la abogada en mi cama. Entonces empezó a chillar como si estuviera endemoniada, incluso echaba espuma por la boca mientras profería insultos de la peor calaña, que en mi vida había escuchado, finalizando el drama dando tal portazo a la puerta del dormitorio, que la descolgó y tuve que llamar, días después, a un carpintero para que la reparase.


Acto seguido Eduardo se levantó de su silla, metió la mano en una bolsa que había traído y extrajo de ella una cámara de vídeo que puso en la mesa, añadiendo estas palabras:


Aquí os dejo mi prueba: un vídeo de la escena en la que María me sorprendió con la abogada, para que lo analicéis cuando gustéis… Por cierto, se me olvidaba algo especialmente dedicado, con mucho cariño, a los sensibleros que me rodean: disfruté como un enano viendo a esa golfa humillada y con los papeles completamente perdidos.
Desde luego no te has quedado corto con tu represalia —formuló Santiago, cogiendo la cámara de Eduardo y observando varias secuencias del vídeo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le solicitó Alfonso a Eduardo, que no llegaba a comprender la utilidad de producir dolor en inocentes.
Sí, sin problemas —respondió Eduardo.
—¿Qué sientes actualmente cuando ves a Beatriz, sola o acompañada, por la calle o en cualquier lugar? —le interrogó de nuevo Alfonso—. Contéstame con sinceridad, por favor.


Eduardo no se esperaba esta pregunta. En un principio pensó en decir cualquier cosa, pero conocía a Alfonso y sabía que tenía la capacidad de leer en su interior, como un libro abierto. Y de pronto, sin poder controlarse, algo muy dentro de él se escapó:


Exactamente lo mismo que cuando me dejó: odio y tormento, profundo e intenso, por haberme engañado y utilizado, y a la vez, como dos caras de una misma moneda, tristeza y desesperanza, aguda y penetrante, por perder, seguramente, la última oportunidad que tuve para ser feliz.
—¿Te das cuenta, querido Eduardo? Nada has solucionado machacando a María
—manifestó Alfonso, con ternura y cariño hacia su amigo.
—¡Déjame de tonterías, tío! —haciendo lo imposible Eduardo por restablecer su papel y elevando el tono de voz—. Sé lo que pasa: quieres que pongamos el cartel del final porque tú no has cumplido con tu compromiso. Te recuerdo, Alfonso, que ahora te toca a ti.
Efectivamente, es mi turno, pero yo me voy a permitir el lujo de no contar nada —anunció Alfonso, muy seguro de sus palabras.
Normal, si te has asustado cuando llegó el momento de la verdad —reiteró Eduardo.
Permite que se explique, Eduardo —requirió Santiago
Desgraciadamente para mí, sí realicé mi venganza, pero al igual que en el caso de Santiago, solo produje dolor a una mujer, Sonia, que no se lo merecía… —suspirando y moviendo la cabeza Alfonso en señal de desaprobación—. Y de paso, me hundí yo más de lo que estaba. No hace falta que narre ninguna historia, todo está en este correo electrónico que ella me envió esta tarde y que detalla claramente la intensidad de la canallada que fui capaz de ejecutar.


Alfonso sacó de su bolso dos copias del correo de Sonia que había recibido esa misma tarde y le entregó un ejemplar a Santiago y otro a Eduardo. Mientras sus amigos leían el llanto y la rabia que brotaba en el escrito de aquella mujer, se le vino a la mente algo parecido a un sueño fantástico en el que una fotografía de Isabel, desde un sillón inmenso y muy alto, se burlaba y mofaba de él, como si fuera un pequeño insecto que se pudiera matar de un simple pisotón, a la vez que un ser con alas y la cara de Carmen, lo llamaba a voces desde una pequeña puerta contigua al trono de Isabel, para que huyera por allí y no volviera jamás a ese lugar. Sin embargo, al intentar escapar por la salida señalada, tropezaba, una y otra vez, sin solución y de forma reiterada, en un círculo eternamente cerrado, con un ángel de bronce cuyas manos eran semejantes a las de Sonia.


Te pido perdón humildemente. Hay que rendirse a la evidencia: el ganador de la apuesta eres tú, Alfonso. No me cabe la menor duda —dijo Eduardo al finalizar la lectura del correo, con resignación y avergonzado por el desacierto cometido con Alfonso.
Comparto la misma opinión —expuso Santiago.
Me parece que os equivocáis. El vencedor no soy yo. El premio debería ser para Isabel, aunque no haya participado directamente en la apuesta —reveló Alfonso, con hondo malestar por lo que decía.
Desde luego esta noche te has propuesto dar por saco —protestó Eduardo.
Y eso es así por dos razones —explicó Alfonso—. En primer lugar porque la mentira, la frialdad, la inhumanidad, el silencio, la mezquindad, el capricho o el doble juego, que son los instrumentos que me han permitido alcanzar, según vuestra valoración, el máximo grado en mi supuesta venganza, no son míos, los copié burdamente de Isabel, creyendo, equivocadamente, que al situarme en su mismo nivel, me sería más fácil olvidarla y con ello, resarcir algo el daño que me causó. Nada más lejos de la realidad, ya que al actuar de esta forma solo he conseguido que sobresalga y brille más en mi vida, como demuestra el hecho de que ahora mismo esté hablando de ella.
Me gusta tu planteamiento. Por favor, sigue —instó Santiago a Alfonso.
En segundo lugar —continuó Alfonso—si la venganza es una ofensa, o daño a alguien, como respuesta a otro recibido por él, es evidente que yo no he alcanzado ese objetivo puesto que no he infligido daño alguno a Isabel. Lo único que he logrado es llevar al infierno a un tercero, Sonia, que nada tenía que ver con ella. Más aún, en mi represalia ciega, Isabel sí se ha embolsado, sin mover ni siquiera un dedo, el incremento de mi desconsuelo por ajusticiar a una inocente.


Eduardo miraba con cara de perplejidad e incomprensión a sus dos amigos, buscando algo de luz en sus tinieblas:


—¡Vaya lío que estás metiendo, Alfonso! —quejándose amargamente.
Completamente de acuerdo con tus argumentos, pero… ¿Qué hacemos con el dinero de la apuesta? ¿A quién se lo damos? —interrogó Santiago a Alfonso.
Ya te lo dije antes. Le vamos a dar el premio y el dinero a Isabel, precisamente por haberme enseñado a ser un cabrón. Y con ello haremos realidad mi venganza, porque aunque le siente como una patada el galardón, no tendrá más remedio que hacer de tripas corazón y aceptar los nueve mil euros, que le serán indispensables para mantener su fachada y poder con ello engañar a otro hombre, que es a lo único mejor que puede aspirar en esta vida —manifestó Alfonso con supremo placer.
—¡Magnífico! ¡Excelente! —gritó Santiago.


Alfonso cogió una servilleta de papel de la mesa y se puso a escribir algo en ella, sin decir nada a nadie. A la vez, Eduardo se levantó de su silla y, con cara de pocos amigos, señalando a Alfonso y a Santiago con su mano, les lanzó este ultimátum:


Soy demócrata, convencido y practicante hasta las últimas consecuencias. Voy a aceptar la mayoría, pero quiero que conste que estamos haciendo una locura al entregarle nueve mil euros a una mujer que se cachondeó de uno de nosotros.


Santiago reía viendo y escuchando el espectáculo de Eduardo en plena confusión espiritual y Alfonso, al concluir su tarea, sin mediar palabra alguna, pasó la servilleta a ambos. En ella escribió lo siguiente:


“Estimada Sra. Isabel Román Mendizábal:


El jurado del certamen La Apuesta de las Venganzas tiene el honor de comunicarle que le ha sido concedido el primer premio, en la convocatoria del presente año, consistente en un cheque de nueve mil euros libres de impuestos, por los indudables e innegables meritos que usted atesora y manifiesta en la maximización de beneficios en el sector masculino, en relación al diseño y aplicación de técnicas y estrategias comerciales como: la mentira, la frialdad, la inhumanidad, el silencio, la mezquindad, el capricho y el doble juego.


Asimismo se le hace saber que el presidente de este jurado, D. Eduardo Quintana Álvarez, le hará entrega de dicho cheque el próximo viernes, día treinta y uno de julio, a las veintiuna horas, en la tienda de confección masculina Don Santi, situada en la c/ De la Constitución, nº 3, Ceuta. De no presentarse en persona para recoger el cheque; en el día, lugar y hora señalados; se considerará que renuncia al premio e importe del mismo, así como a cualquier derecho sobre este.
Ceuta a 24 de Julio del 2009


Fdo.: Eduardo Quintana Álvarez, presidente del jurado de la Apuesta de las Venganzas”


Cuando Alfonso se aseguró de que Santiago y Eduardo habían terminado de leer, añadió:


Isabel irá a recoger el cheque, tan seguro como me llamo Alfonso, y es que para ella el dinero es básico y vital. Sin embargo, no puede advertir que yo estoy detrás de este asunto ya que entonces existiría una mínima posibilidad, no más de cinco entre cien, de que no acudiera a la cita. La carta la enviará por correo certificado Eduardo a la dirección que yo le diga… ¿Conforme?
—¡Eres un genio!
—Alabó Santiago a Alfonso, levantándose y abrazándolo, mientras le daba palmadas en el hombro.


Eduardo permanecía en silencio, releyendo la servilleta varias veces, hasta que de pronto, como si dios le pusiera la mano encima, un brillo muy tenue resplandeció en su entendimiento:


—¿Sabéis una cosa?... Esta carta me está gustando, aunque aún tengo no pocas dudas sobre el asunto.
Tranquilo, Alfonso y yo, con la ayuda de los ángeles celestiales, disiparemos todos tus recelos. Eso sí, vamos a pedir una copa que me parece a mí que requeriremos de algo de tiempo —guiñando Santiago el ojo a Alfonso.
—¡Camarero, por favor! —solicitó Alfonso, con una enorme sonrisa dibujada en su rostro.


VIERNES VEINTICINCO DE DE JULIO, POR LA MAÑANA: DE VERDUGO A VÍCTIMA


Hacía bastantes meses que Sonia no dormía de esa manera, profundamente y sin despertarse varias veces, y eso que últimamente tomaba unas pastillas muy suaves que le recetó el médico. No es de extrañar, en consecuencia, que esa mañana, aunque el despertador tocara a las siete, se sentía descansada, con energías suficientes para hacer lo que fuese y con una cierta sensación de gusto y placer. Más aún, rompiendo su norma habitual desde que se separó de Antonio y vivía sola en un apartamento, no necesitó de esos minutos complementarios que se concedía en la cama, con los ojos cerrados, inicialmente con la intención de descansar algo más, pero que al final se convertían en un verdadero suplicio, ya que se agolpaban en su mente, a una velocidad de vértigo, miles de escenas recientes de su vida, soliendo acabar llorando desconsoladamente y suplicando no tener que empezar un nuevo día en el que continuar viviendo.


Al incorporarse de la cama y dirigirse hacia el cuarto de baño, tropezó con la maleta que la noche anterior había dejado preparada y de pronto se acordó de que hoy, precisamente, se iba de viaje:


—¿Dónde me voy? —se preguntó.


La ausencia de respuesta le provocó una amplia carcajada, y sin ni siquiera lavarse la cara, o poner la cafetera en el fuego, se fue a la mesa del despacho de casa donde extendió un mapa de carreteras de España y Portugal. A continuación cerró los ojos y puso, al azar, el dedo sobre el mapa. Al abrirlos se dio cuenta de que había señalado Segovia.


Me voy a Segovia. No sé hable más —afirmó Sonia, contenta por la rapidez y eficacia de su maravilloso método para elegir el destino de sus vacaciones.


Mientras desayunaba se introdujo en su pensamiento el cómo sería un viaje sola, sin Antonio y sin sus hijos. Aquello era un verdadero desafío para Sonia ya que Antonio siempre se había encargado de organizarlos, hasta en sus más ínfimos detalles. También echaría muchos de menos las sonrisas, los gritos, las peleas y esos rostros de ilusión de los niños. Pero estaba decida a atravesar una nueva puerta, pasara lo que pasase, y sobre la marcha ya iría tomando las decisiones oportunas, aunque no tuviera preparado nada de antemano.


Al terminar de vestirse y echarse un último vistazo en el espejo del cuarto de baño, inesperadamente apareció en su mente la imagen de Alfonso y el contenido de ese correo electrónico que ayer le envió por la tarde. Se lo sabía de memoria, y cada frase y cada palabra escritas, se deslizaban por su interior, lentamente y pausadamente, sin que faltara nada, como una retahíla larga y monótona, que no tiene fin.


—¡No lo perdono! ¡No puedo perdonarlo! Y no es porque haya perdido en el juego, no. Lo he dado todo y tengo, al menos, el derecho a que se me permita salir con dignidad y a que se me digan las cosas en la cara —manifestó Sonia ante el espejo, con rabia y profundo pesar.


Para escapar de la falta de aire que comenzaba a atraparla, obligó a sus piernas, violentamente, a moverse y a encaminarse rápidamente hacia donde estaba su maleta. La cogió con fuerza, apagó las luces y cerró la puerta de la casa, sintiendo entonces una especie de liberación y un fluir intenso de oxígeno en sus pulmones. Seguidamente tomó el ascensor que le bajó al garaje y buscó, con ansiedad, su auto. Al introducirse en él, cerró los ojos e imploró, como si la vida le fuera en ello:


—¡Dios mío, ayúdame a olvidarlo!


Durante unos minutos Sonia permaneció con la cabeza apoyada en el volante, sumida y concentrada en su cotidiana lucha interna por arrojar y expulsar a Alfonso muy lejos de ella. ¿Cuánto tiempo duraría esta guerra consigo misma?... No lo sabía, quizás toda su existencia… Solo le quedaba la esperanza en que el transcurrir del tiempo se convirtiera en su mejor aliado.


Cuando alcanzó que Alfonso se evaporara de su entendimiento, Sonia se percató de que el reloj del automóvil señalaba las ocho de la mañana. Tenía tiempo de sobra para coger el barco a Algeciras de las nueve. Así que giró la llave de contacto, arrancó el motor, puso algo de música a todo volumen y salió del garaje en dirección a la zona de embarque de coches del puerto. Deseaba y necesitaba huir, ahuyentar sus fantasmas, apartarse de las escenas y los decorados que tanto dolor le producían, aunque fuese solamente por unos pocos días.


Pero al iniciar el recorrido de la avenida de acceso a la estación marítima, en el carril derecho y muy cerca de la acera, observó, repentinamente, una moto volcada en el suelo, con las luces encendidas, y a lado de esta, el cuerpo de un hombre, que estaba tumbado en el asfalto, sin moverse, y llevaba un casco negro. Instintivamente, frenó bruscamente y se bajó del auto, corriendo desesperadamente hacia donde yacía el motorista. Y la sorpresa y la estupefacción impulsaron a Sonia, sin contemplaciones ni compasión, de nuevo al abismo al reconocer a aquel rostro:
—¡No puede ser! ¡Esto no es posible! —pellizcándose y dándose golpes a sí misma, como queriendo despertar de una horrible pesadilla—. ¡Alfonso!, ¡Alfonso!, ¡Alfonso! —gritó a continuación, sin obtener respuesta alguna.


Como una autómata, en un estado dominado por puros actos reflejos, miró a su alrededor buscando ayuda: no había nadie, estaba completamente sola. Inmediatamente regresó al vehículo para localizar su móvil y solicitar el auxilio de los servicios de urgencia. Después de contactar con los mismos, volvió al lugar en el que estaba tendido Alfonso, pero esta vez advirtió un penetrante olor a gasolina, proveniente de una fisura del tanque de la moto, por la que fluía paulatinamente el combustible, formando un charco en el asfalto, que poco a poco aumentaba de superficie y que se esparcía peligrosamente hacia donde se encontraba él.


—¡Alfonso!, ¡Alfonso!, ¡Alfonso! ¡Contéstame, por favor! — le rogó Sonia, subiéndole la pantalla del casco, propinándole varios cachetes en la cara y angustiada por la amenaza de una inminente explosión.
—¿Qué ha pasado?... ¿Dónde estoy? —dudaba Alfonso, con voz entrecortada y bastante desorientado.


Sonia no quería moverlo. Temía que ello pudiera perjudicarle. Sin embargo, no tuvo más remedio que tomar una decisión arriesgada, ya que nadie aparecía aún para prestarle el indispensable socorro que precisaba.


—¿Puedes incorporarte? —le interrogó Sonia, aguardando lo peor.
Creo que sí, aunque parece que tengo una fractura en el brazo —respondió Alfonso, que lentamente empezaba a recuperarse y a evidenciar signos de normalidad.
Tenemos que irnos de aquí, Alfonso. Esa gasolina no me gusta nada —le requirió Sonia, señalando con la mano el charco de carburante.


Sin esperar su contestación, con un pañuelo que llevaba en el cuello, Sonia sujetó firmemente el brazo de Alfonso. Seguidamente le pidió que, con su ayuda, se levantara y caminara, lo más rápido posible, unos pasos hasta el coche. Justamente al llegar allí, pasados unos minutos interminables, una enorme explosión lanzó fragmentos de la moto por todas partes, impactando uno de ellos en el cristal delantero del auto y rompiéndolo en mil pedazos. Milagrosamente, ambos no sufrieron daño alguno de consideración y pudieron vivir para contarlo.


Poco después, mientras los dos contemplaban en silencio el espectáculo dantesco del fuego consumiendo los pocos restos que quedaban de la moto, y el ruido de las sirenas de la policía y la ambulancia avisaban de su presencia cercana, Alfonso, logrando encajar en su mente las piezas de todo lo acontecido, cogió la mano de Sonia y articuló estas palabras:


Perdóname, Sonia, por favor. Te lo imploro de rodillas… ¡Perdóname!, por lo que más quieras. Necesito ese perdón para seguir sobreviviendo y pagar por el daño causado.
Si eres un hombre de la cabeza a los pies, dime por qué me utilizaste o por qué huiste de mí sin dignarte a ofrecerme ninguna explicación —le retó Sonia, apartándole violentamente su mano de la suya.
Me avergüenzo de mi mismo y maldigo mil veces la hora en que nací. En mi odio ciego hacia una mujer que me destrozó, me serví de ti para vengarme de ello y actué irracionalmente a su imagen y semejanza, cometiendo el segundo gran error de mi vida y dejando de paso a una buena persona como tú en el infierno —aseguró Alfonso, profundamente abatido.


Por primera vez desde que concluyó la historia con Alfonso, Sonia distinguió una luz, nítida y clara, que pudiera aportar algunas explicaciones mínimamente coherentes, a ese mundo de dolor y llanto, que deseaba con toda su alma encerrar en el más completo olvido y del que trataba de escapar como fuera para hacer realidad una nueva oportunidad.


—¿Sabes una cosa, pequeño hombrecillo?... Me debes dos favores. El primero consiste en que te regalo mi perdón que tanto necesitas. Te absuelvo porque no voy a vivir para odiar a nadie, y menos a ti, que vales tan poco. El segundo favor es que me debes la vida, y con ello estoy segura de que podrás hacer felices a personas que aún te aman, como tu hija, o que pueden llegar a amarte en un futuro, espero no muy lejano —sentenció Sonia, mirando lastimosamente a Alfonso y con una sonrisa irónica dibujada en sus labios—. A cambio de estos dos favores, yo solo te pido uno: desaparece para siempre de mi camino.


Sonia le volvió la espalda a Alfonso, sintiendo este que algo muy grande se le escabullía eternamente de sus manos, y se dirigió, con caminar seguro y decidido, hacia donde acababan de aparcar el vehículo de la policía y la ambulancia, para explicarles lo acontecido y solicitar la ayuda que requería el motorista, al que el destino, en una mala e injusta jugada, un día colocó delante de la puerta de su casa.


FIN

Kino, 20 de Agosto del 2009