sábado, 5 de septiembre de 2009

Lo que hay que aguantar para sobrevivir en una crisis






Eran las cinco de la tarde y hacía un calor sofocante, como no podía ser de otra forma en un mes de agosto en el sur de España. Luis estacionó su coche, un Seat Ibiza del modelo más barato y con no pocos años a sus espaldas, en el puerto de Algeciras, en la terminal de embarque de los buques con destino a Ceuta. Cuando Laura, su esposa, se fue a adquirir los billetes del barco a la estación marítima, se bajó del auto, estiró las piernas y encendió un cigarrillo.

Entre calada y calada, Luis mataba el tiempo de espera contemplando el submundo que suele sobrevivir en lugares como aquel: vendedores de todo y a cualquier precio; familias exhaustas de origen magrebí que regresan, tras un interminable viaje, a la tierra que las vio nacer; ojeadores al acecho de una presa a la que atacar y desvalijar; trabajadores del puerto anhelando la hora de irse a sus casas; residentes ceutíes soportando, estoicamente y pacientemente, la desfachatez y el monopolio de las navieras que los trasladaban a su ciudad y europeos soñando con aventuras e imágenes librescas del exótico continente africano.

Luis tenía cuarenta y ocho años. Sin terminar el bachiller y siendo prácticamente un adolescente, a causa de la inesperada muerte de su padre, que era dueño de una pequeña ferretería, tuvo que hacerse un hombre repentinamente, sin tiempo ni siquiera a cometer alguna locura propia de la juventud, y echarse sobre sus espaldas el negocio, que constituía la única fuente de ingresos de su familia, compuesta, por aquel entonces, por su madre y sus dos hermanos más pequeños. Pocos años después conoció a Laura, con la que se casó, tuvo una hija y luchó por sacar a flote la herencia de su padre.

Casi sin quererlo, a Luis se le vino a la mente el poco dinero que le quedaba para hacer frente a los pagos y necesidades del mes. Últimamente las cosas no le iban bien en su pequeño establecimiento, ante la competencia de los grandes almacenes y superficies comerciales, y especialmente por los efectos negativos de la disminución de la actividad en la construcción. Además de un descenso importante en sus ventas, el resultado combinado de los anteriores factores, le generaba un incremento notable de pequeñas cantidades que le adeudaban y que no conseguía cobrar, incluso en los casos de clientes de toda la vida que se habían distinguido, en cualquier situación, por la fidelidad y honradez en el pago.

No le quedaba más remedio que ajustarse continuamente el cinturón, inventarse mil estrategias para subsistir y tirar como fuese con la ayuda exclusiva de Laura, máxime ahora que su hija iba a estudiar en Madrid y que los gastos se incrementarían sustancialmente. Y este era el panorama que se le presentaba a Luis para sobrevivir de su ferretería, a pesar de las palabras huecas y vacías de los políticos bocazas de turno, que no paraban de anunciar, a bombo y platillo, un final de la crisis económica que ni ellos mismos acababan de creer.


Y lo peor no era navegar con tormenta y fuerte marejada… No, desgraciadamente. Lo jodido del asunto consistía en asumir el papel de testigo mudo, sin poder hacer absolutamente nada, de como los de siempre, los que se habían llenado los bolsillos a costa de los demás en los periodos de bonanza económica, ahora lloriqueaban porque ya no ganaban tanto como antes y recibían de papá Estado, para calmar su pena inconsolable, cuantiosas subvenciones, que curiosamente provenían de los que ellos saquearon y explotaron para hacer realidad la maximización del beneficio y que, injustamente, padecían en la actualidad verdaderos problemas para cubrir las mensualidades de la hipoteca de la vivienda, mantener el empleo o continuar con el negocio familiar.

Aún recordaba Luis la escena que tuvo que soportar, hace unos meses, con el director de la sucursal del banco con el que siempre había trabajado, al que conocía desde que era un niño, cuando a la hora de renovar el préstamo anual que tenía contratado para el funcionamiento de su establecimiento, se encontró con la sorpresa de que los intereses se habían disparado sin causa justificada.

No es justo Juan que me hayáis subido los intereses de esta forma, precisamente cuando peor están las cosas —protestó Luis, indignado y enojado, en el despacho de Juan, el director de la sucursal del banco.
Te comprendo a la perfección, Luis, pero no puedo hacer nada. Te hablo como un amigo: son órdenes de arriba y ante ello no me queda más opción que callar —manifestó Juan, apesadumbrado y con plena sinceridad.
—¿De qué ha servido que durante todos estos años haya cumplido fielmente mis obligaciones con el banco? ¿Y las subvenciones que se han dado a la banca para ayudar a las pequeñas empresas, dónde están? —preguntaba Luis, sabiendo de antemano la respuesta.
De nada, estimado amigo. Aquí lo único que interesa es el reparto de beneficios al final del año y el lavar la imagen ante la opinión pública —le contestó Juan, con gesto de resignación.
—¿Qué te apuestas a que este mismo banco concederá prestamos, a intereses irrisorios, a algún partido político de su conveniencia o a ciertos amiguitos de los jefes? —le retó Luis, conocedor de las noticias que, en este sentido, aparecían periódicamente en los medios de comunicación.
Si yo te contara… Pero al igual que tú, tengo una familia a la que mantener —expuso Juan, poniendo la mano encima del hombro de su amigo y acompañándolo hasta la puerta del despacho.

Inesperadamente, la aparición de un mercedes negro descapotable que aparcó a su lado, le hizo a Luis bajar velozmente de su nube de reflexión y crítica social, especialmente al observar como el tipo que conducía, al que le acompañaba una rubia de bote y de amplio escote, se dirigía hacia él con estas palabras:


—¡Eh! ¡Burgués!, ¡burgués! Deja ya de pensar, tío, y vive la vida, que se nos va de las manos —le aconsejó el sujeto, riendo ostentosamente, mientras que la rubia escudriñaba minuciosamente a Luis, de la cabeza a los pies.

Luis lo reconoció inmediatamente. Era Antonio, un antiguo conocido desde su juventud. Con edades semejantes y el pelo largo canoso, llevaba puestas sus sempiternas gafas de sol “Ray-Ban”, que no podían faltar nunca en un “pijo” como él, aunque lo envolviera la noche.

No todos podemos, Antonio, aunque veo que a ti la clase obrera te permite llegar a mucho —dijo Luis, con ironía y sarcasmo, observando descaradamente el auto negro.

La historia de Antonio era digna de contar: sin llegar a los veinte, se fue a Barcelona a estudiar arquitectura, y después de llevar más de diez años supuestamente empollando, el padre mosqueado porque no terminaba la carrera, se plantó allí y se enteró de que aún no tenía aprobado el primer curso. Por lo visto durante todo ese tiempo aplicó, en su máxima expresión, el aprovechamiento absoluto y pleno de lo bueno que le deparaba la vida.

A tirones de oreja, el papá se lo trajo a Ceuta y lo afilió a su partido político. Desde entonces tuvo asegurado el pan en pago a su lucha por los oprimidos, que curiosamente compatibilizaba, a la perfección, con un tren de vida propio de la alta aristocracia. Nada de extrañar, puesto que Antonio sacaba tajada de cualquier situación, y siempre acababa en un despacho de la administración, independientemente de los resultados de las elecciones para su partido, o de los grupos de poder que llevaran las riendas en el mismo.

Ya estamos criticando al partido. Solo dais palos a los progresistas de izquierdas, como yo, que hemos llevado a España al bienestar social, y cuando viene la derecha rancia y destroza el país, os encerráis en vuestras casas, muertos de miedo, y no sois capaces de plantarle cara —soltó Antonio, sacando de su bolsillo la manoseada y simple división política de buenos y malos.
—¡Hombre, Antonio! ¿No crees que lo lógico y natural sea que os presentemos a vosotros las quejas? —le interrogó Luis, sin esperanzas de contestación y contemplando, distraídamente, como la rubia cruzaba las piernas.
—¿Sabes una cosa?... Gracias a nuestro gran jefe, que nos está sacando de la crisis económica que le dejó la derecha, tú, y muchos millones de españoles más, pueden irse de vacaciones este año y mantener sus empleos y sus negocios —afirmó Antonio, terminantemente convencido de sus palabras.
Tan seguro como que existe el cielo y el infierno —expresó Luis, con sorna y cerrando sus puños fuertemente.
Te dejo, que parece que ya está la cola de coches para embarcar. Ya nos veremos en el barco —declaro Antonio, con ganas de irse ya.
No creo, porque tú irás infaliblemente en clase club y yo solo puedo permitirme el lujo de viajar en clase turista —sentenció Luis, con el goce de dar el palo final.

Antonio aparentemente no respondió, aunque Luis juraría que había escuchado algo parecido a “gilipollas”, y se marchó velozmente con un fuerte acelerón en su automóvil del “proletariado”, mientras que la rubia se daba un último toque apresurado a su pelo teñido, intentando en vano luchar contra el viento de poniente que empezaba a soplar.

A estas alturas de su vida, Luis se rebelaba contra la supervivencia, en pleno siglo XXI, de esa visión bipolar del mundo, que abanderaba gente como Antonio, donde la totalidad de los seres humanos se habían repartido, sin contemplaciones y desde una visión simplista que se acercaba a la esfera de lo infantil, en dos grupos según la afiliación política: los buenos y progresistas, políticamente situados en la izquierda, y los malos y conservadores, afiliados y simpatizantes de los partidos de derecha.

Este paradigma de tebeo, pensaba Luis, era incapaz de asumir lo que para él era un hecho: por encima de las ideologías, estaban las personas, sus valores y, sobre todo, sus actuaciones en la vida cotidiana y diaria. Estos aspectos, y no la afiliación o la supuesta ideología, eran los que realmente determinan la potenciación de la mejora y adelanto de la sociedad o, al contrario, la continuidad y el inmovilismo de las estructuras vigentes sociales y de los valores tradicionales. Dicho con otras palabras, por poner un simple ejemplo, Antonio, lo mismo que Fidel Castro, por mucho que monopolizaran el progresismo, eran tan conservadores en el día a día como algunas de esas viejecitas que van todas las mañanas a misa de las ocho.

Por otro lado, la taxonomía anterior no soportaba, en opinión de Luis, la existencia de individuos que no se decantaran, de forma evidente y clara, por un lado u otro y que sometieran a juicio continuo la praxis de cada extremo para otorgar, o retirar, el apoyo y el voto. Ni menos aún que estos demandaran que la escala, en vez de dos valores, tuviera muchos más, para permitir un amplio abanico de posibilidades a la hora de transformar y modernizar la sociedad. Situarse en esta tierra de nadie, era y es considerado, tanto por la derecha como por la izquierda clásica, como un verdadero atentado a las normas establecidas, asignándoles automáticamente a estos sujetos la categoría de elementos peligrosos al sistema, a los que hay que silenciar y callar al precio que sea.

Ya he comprado los billetes —le dijo Laura a Luis, sin darse este cuenta de su presencia—. ¿Me escuchas, Luis?
Perdona, estaba distraído y no te había visto llegar —le respondió Luis, inmerso todavía en su nube de reflexión política.
Anda, por favor, vámonos de aquí. Están preparando el embarque de automóviles—le rogó Laura, cogiendo la mano de Luis.
Una pregunta, Laura… ¿Por qué todos debemos ser de derechas o de izquierdas? —interrogó Luis.
—¿Por qué?... —mirándole Laura fijamente y tratando de adivinar el motivo de la pregunta—.¡Ya sé por dónde vas! Te conozco como si te hubiese llevado en mi barriga toda la vida. Pero voy a contestarte con otra pregunta: ¿por qué, en vez de criticar tanto, no nos mojamos las manos, nos metemos en la casa donde viven los golfos y los echamos a patadas, que es lo único que merecen? Ya tienes en que pensar en el tiempo en que estemos en el barco, estimado filósofo de mi corazón, que luego dices que te aburres —le propuso Laura, pellizcándole cariñosamente las mejillas.

Luis le contestó sin palabras, simplemente sonriendo y asintiendo con la cabeza, a la vez que se introducía en el coche y giraba la llave de contacto. Sabía de sobra que Laura tenía razón y que en este país el compromiso y la unión entre el pensamiento y la acción son aspectos que brillaban por su ausencia. Según él, casi todos nos conformábamos con vocear, en las tertulias con los amigos o los compañeros de trabajo, feroces críticas al poder vigente, e incluso, jugando con el lenguaje, especialmente el oral, dábamos soluciones maravillosas e infalibles, entre sorbos de café o de cerveza, a los más graves problemas que asolaban el panorama nacional.

Sin embargo, estimaba Luis, muy pocos se atrevían a afiliarse a un partido político para aplicar esas ideas fantásticas, o simplemente a colaborar, de forma pública o anónima, con estos, o con cualquier corriente de opinión cercana a los planteamientos personales. Y cuando alguna vez el destino nos colocaba en la tesitura de implicarnos más allá de las palabras, solíamos dar la espantada, alegando quijotescos e inmaculados principios de nuestra santa honestidad, según los cuales no existían, de antemano, esperanzas ni expectativas positivas posibles de cambiar algo en la política, donde solo sobrevivían aquellos que anteponían el poder a cualquier cosa y, en consecuencia, la única salida radicaba en tirar la toalla y huir lo más lejos posible.

No era de extrañar, bajo esta perspectiva asumida por él, de que a las puertas de las sedes de los grupos políticos acudieran huestes hambrientas, buscando y reclamando el pan y el lucro personal, como había ocurrido en otros momentos de la historia del país e independientemente de la presencia, también en los mismos, de miembros comprometidos con los ideales por los que se decía luchar. También era lógico, considerando el análisis de Luis, de que hubiera en las elecciones bastantes quebraderos de cabeza para incluir, en las listas electorales, a candidatos de reconocida valía, profesionalidad y honradez, con alguna capacidad para ilusionar a los votantes.

Para Luis, el resultado final de todo este proceso se sintetizaban, en primer lugar, en un desencanto generalizado que impregnaba, cada día más, a la sociedad española hacia todo lo que oliera, o partiera, de la política y de los partidos políticos, llegándose a considerar a esta, en el subconsciente de muchos ciudadanos, como algo poco útil y eficaz para la mejora de la realidad cotidiana y particular, ante la que no cabía más alternativa que la de soportarla y llevarla a cuestas estoicamente y con santa resignación. Y esta opinión no solamente era compartida por gran parte de su generación, o por otras próximas a ella, que al menos habían conocido tiempos mejores, sino lo peor, estaba implantada con gran fuerza en la juventud, en la que se presentaba además acompañada de una incultura política, producto de su inaccesibilidad e impracticabilidad para estos, que oscurecía aún más cualquier perspectiva de cambio.

Simultáneamente, como antecedente o consecuente, Luis reflexionaba como la política, obsesionada y cegada por atrapar el poder, que curiosamente solo es un medio y no un fin, se alejaba cada vez más de las necesidades y problemas básicos y vitales del ser humano de a pie. Los pocos intentos que se generaban desde la misma para intentar satisfacer y dar soluciones a estos, solían acabar en una guerra sin cuartel entre las facciones de distinto signo. Creándose con ello un clima de crispación y enfrentamiento, en el que se anteponía y era lícito emplear cualquier medio para descalificar y hundir al contrincante, relegándose al baúl de los recuerdos el consenso y el acuerdo para el alcanzar los verdaderos objetivos de las propuestas que se presentaban.

—¡Luis, Luis, Luis! ¿Otra vez te has ido a tu mundo?... Desde luego no se te puede decir nada. A todo le tienes que dar veinte mil vueltas —protestó Laura, al ver que Luis, después de pasar el control de embarque y de estacionar el auto en el garaje del barco, no tenía intención de abandonar el mismo, permaneciendo sentado e inmóvil, con las manos puestas en el volante y la mirada perdida en el infinito.
Estoy ya viejo, Laura, y chocheo —afirmó Luis, tratando de justificar sus frecuentes escapadas al mundo interior de sus pensamientos.
De eso nada, para mí sigues siendo mi príncipe precioso y divino. Y ahora mismo nos marcharemos de aquí y me invitarás a un café —ordenó Laura, dándole un beso y sonriendo, mientras que lo empujaba afectuosamente para que saliera del coche.
No sé qué haría sin ti, Laura —expresó Luis, cogiendo las manos de ella—. Tengo una inmensa suerte con tenerte a mi lado… ¡Ojala el destino me ayude también a tirar para adelante con nuestro negocio!
—¡Ya verás como dentro de poco las cosas irán mejor!
—deseo con toda su alma Laura, tocándole el cabello.

Al poco tiempo, ambos subieron la escalera de acceso a los salones del buque y se dirigieron a la cafetería, ocupando una mesa libre situada cerca de la barra. Cuando Luis trajo los cafés, los dos estuvieron haciendo cuentas sobre cuánto les costaría la residencia de Marina, su hija, que este próximo curso iniciaría sus estudios universitarios en Madrid.

Había otras opciones más baratas, como por ejemplo, la de vivir en un piso con varias compañeras, pero consideraban que siendo el primer año era la alternativa mejor. No obstante, por mucho que recortaran gastos, la economía familiar solo podía hacer frente a una habitación compartida, y no a una individual como deseaban Luis y Laura.

Tampoco tenían esperanzas de recibir una ayuda de la administración para sufragar parte de esos gastos ya que esta, ejerciendo un poder casi divino y celestial, humanizado en complicados nombres de indicadores matemáticos, siempre situaban a Luis en una franja de ingresos medios (no importando para nada que ocupara los niveles más bajos de esta y que existiera un diferencial irrisorio en relación a otros grupos de menor renta), en la que se estaba excluido, de por vida, de cualquier apoyo y subvención del tipo que fuese, aunque en el mismo saco la teoría de la ciencia estadística metiera a individuos que ganaban al mes muchísimo más que Luis.

Laura, ya tengo la solución para que la nena tenga su habitación individual en la residencia —manifestó Luis, con los ojos centrados en un tipo grueso que se había sentado en una mesa próxima.
No me fio yo mucho porque me imagino en qué consiste —fijándose Laura en el sujeto objeto de atención de Luis—. ¡Suéltala!, ojalá me equivoque —le retó Laura.
Algo me dice que ya te has dado cuenta de que está ahí Adolfo y te recuerdo que su partido nos debe doce mil euros de unas compras de hace ya tres años. Con ese dinero Marina tendría su habitación individual —expresó Luis.
Déjalo, Luis. Tómate el café tranquilo. Ya buscaremos algo. Además, a la nena no le va a pasar nada por compartir una habitación con una compañera. Tú ya sabes que ella nunca se queja y que en todo momento está dispuesta a echar una mano a sus padres —tratando Laura de convencerlo, puesto que conocía a fondo lo que se podía esperar de aquel señor, y de su partido, a la hora de saldar las deudas contraídas.

Sin hacerle caso a Laura, Luis se levantó y se encaminó hacia la mesa en la que se encontraba Adolfo, que estaba acompañado de dos hombres más, bastante altos y fornidos, que no cesaban de observarle al aproximarse al político.

—¡Hombre, Luis! ¿Qué haces tú por aquí? —preguntó Adolfo, mientras le invitaba a compartir su mesa.

He estado unos días de vacaciones en la península —respondió Luis.

Luis es un amigo —dirigiéndose Adolfo a los dos guardaespaldas que compartían mesa—. Podéis marcharos un rato.

Los dos escoltas se fueron inmediatamente, colocándose en un lugar adecuado que les permitirá no perder de vista a su jefe, sin contradecir sus órdenes.

Supongo que vendrás de algún viaje oficial. Lo digo por la presencia de los dos gorilas —opinó Luis.
Un hombre de la responsabilidad y de un cargo público tan importante como el mío, no tiene otro remedio que velar por su seguridad y ser sumamente discreto, estimado amigo, ya que con ello también se asegura la libertad de todos los españoles y la grandeza de este país —sermoneó Adolfo.

Sin saber por qué, en el preciso instante en que el “gran hombre público” lanzaba su discurso, se coló en la mente de Luis, sin previo aviso, la biografía del personaje que tenía enfrente: Adolfo fue incapaz de terminar el bachiller, ya que solo vivía para escuchar en su transistor los partidos de futbol, echar sus ratitos de pesca con su caña en el puerto, ser amigo de todo el mundo y visitar los antros nocturnos peores de la ciudad. Su familia, desesperada porque no hacía otra cosa, le obligó a trabajar como camarero en un restaurante.

Precisamente allí acudían no pocos miembros de un importante partido de derechas y Adolfo, un experto relaciones públicas, vio la oportunidad en ello para ennoblecer a su patria, y de paso, labrarse un futuro mejor que el que le esperaba. Así que empezó a trabajar a los dignatarios políticos que se presentaban en el local para comer o cenar, invitándolos a costa del jefe, presentándoles preciosas mujeres, haciéndoles recados de cualquier tipo o ejerciendo las funciones de bufón de los señores.

Y un día, al convocarse unas oposiciones, pasó factura y con ayuda de “dios padre”, las aprobó, sin tener ni idea de un solo tema de los que supuestamente debía dominar para superarlas y diciéndole adiós, definitivamente, al oficio de la restauración. A partir de entonces, la entrega de Adolfo al partido fue absoluta, ampliando y aplicando las estrategias consumadas en el restaurante, a cualquier candidato ganador, y el clan, como contrapartida, lo encumbró hasta los puestos más elevados.

Me fio de ti, Luis. Voy a serte sincero. Vengo de ver un chalecito que me ha vendido muy barato un amigo mío que es constructor, y de paso, he echado una canita al aire, siempre necesaria para un hombre de vez en cuando, incluso hasta a los que nos sacrificamos por los demás como yo —añadió Adolfo, bajando el tono de voz y sonriendo maliciosamente.
Adolfo, agradezco tu franqueza y confianza en mí, precisamente por ello necesito exponerte un asunto muy importante para mi familia —dijo Luis, aprovechando la ocasión.
Dime, soy todo oídos. Será un placer ayudarte en lo que pueda —apurando el contenido de su copa y saludando a cualquier ser que pasara cerca de él.
Tú ya sabes que los negocios pequeños, como el mío, no están viviendo los mejores momentos. Además, mi hija Marina comienza en octubre sus estudios en Madrid y eso me va a suponer muchos más gastos. También no ignoras que tu partido me debe una factura de doce mil euros, por la compra de materiales para una reforma que se realizó en vuestra sede hace ya tres años, y que hasta ahora nunca os he reclamado, precisamente porque soy consciente de que estoy ante unos caballeros que, cuando puedan, saldarán su deuda —expuso Luis.
No te quepa la menor duda. Fíjate que si eso es así, que nosotros viajamos en clase turista para integrarnos con el pueblo, y no como otros, que tienen la desfachatez de monopolizar de palabra la representación de los más humildes, pero que a la hora de la verdad, huyen de sus penalidades —con rostro enojado y concentrando su atención en Antonio, que en ese instante entraba en el salón de clase club.
—¿No sería posible que tu partido me adelantará algo de esa deuda? Y no lo digo pensando en mí beneficio, sino en el de mi hija, que es mi mayor tesoro —continuó Luis.
Hijo mío, te comprendo a la perfección, pero los tiempos son malos para todos, gracias a los sinvergüenzas de la izquierda, y no queda otro remedio que ser solidarios y mostrar empatía hacia el prójimo, dando ejemplo de ello en cualquier oportunidad. Tienes que continuar confiando en nosotros, que siempre hemos apoyado a la pequeña empresa, y proveerte de santa paciencia y resignación —contestó Adolfo, con aire paternal y plenamente convencido de sus palabras.
Pero Adolfo, es que llevo tres años con esa deuda y solo demando que se me salde una parte de ella en señal de buena voluntad —reiteró Luis, que empezaba a entrarle ganas de cogerlo por el cuello.
Te recuerdo, estimado amigo, que ponerse a malas con mi partido te puede suponer perder muchos ingresos, presentes y futuros —amenazó Adolfo, con completa impunidad—. De todas formas hablaré con el tesorero, aunque la cosa está complicada por ahora… Y no me puedo entretenerme más contigo, las obligaciones del cargo me llaman y me voy al salón de clase club, donde me han invitado a una copa un grupo de empresarios. Como puedes comprobar, Luis, nuestro partido está con la totalidad de los españoles, ya sean ricos o pobres —llamando a sus guardaespaldas e incorporándose de su asiento, con prisas por perder de vista a Luis.

Luis, durante unos minutos, permaneció petrificado, sin mover ni un solo músculo, con los ojos cerrados y un fuego recorriéndole e incendiándole cada rincón de su alma, completamente indignado ante el espectáculo de cinismo e hipocresía que acababa de padecer en sus carnes. Y lo peor, lo que más le irritaba y le corroía hasta su última gota de sangre, se concentraba en ese silencio suyo, como única respuesta a la amenaza de Adolfo, porque si hubiera dicho algo, lo más mínimo, habría puesto en serio riesgo el futuro de Marina.

Repentinamente, percibió una mano que le palpaba su rostro y lo acariciaba suavemente. Al abrir sus párpados, allí estaba Laura a su lado, que al apreciar la marcha de Adolfo, había ido rápidamente a su encuentro, esperando lo peor.

Son unos canallas que se aprovechan de… —intentó completar Luis, impedido por los dedos de Laura que, súbitamente, le cerraron sus labios.
No quiero escuchar nada más —exigió Laura—. ¿Sabes por qué?... Pues toma nota: ni a ti ni a mí, para sacar a nuestra hija adelante y vivir de nuestro trabajo, nos hacen falta impresentables como Antonio y Adolfo.


Fin


P.D.: Ninguno de los hechos, personajes, afirmaciones, ni situaciones presentadas en este cuento pueden extrapolarse a la realidad, porque solamente tienen vida y existencia en la mente retorcida, mala, pérfida, extremista, fantástica, cruel y sanguinaria de su creador, que es un elemento de cuidado y capaz de cualquier cosa. Y si no te lo crees, pregúntales a todos esos que rezan cada noche para que este ser diabólico se consuma eternamente en el fuego del infierno, a miles de kilómetros de su acogedores e inmaculados despachos.


Kino, septiembre del 2009