Después de un silencio de once años vuelvo a retomar este blog. ¿Por qué este silencio? Sinceramente y en honor a la verdad no lo sé con exactitud. Podría decir, y no es ningún invento, que mi trabajo como profesor en la escuela me arrebató el poco tiempo libre del que disponía, precisamente por esa militancia pasada de moda que siempre me ha acompañado en la docencia, o que el escribir tiene siempre su tiempo y su momento.
Sea lo que sea lo que es evidente es que me enfrento a una nueva etapa de mi vida, la jubilación, y que necesito el apoyo de la escritura para superar los nuevos retos que me van a acompañar en esta última fase del camino de mi existencia. ¿Cuál será el resultado de todo ello? También lo ignoro, pero me importa poco ya que sigue en mí esa necesidad de expresar lo que siento.
¡Muchas gracias por compartir este blog y un fuerte abrazo!
Voy a ser sincero, como casi siempre y desde el principio, simplemente porque las mentiras me producen profundo desasosiego y necesito respirar aire puro en cada segundo que me regale la vida… No, no te equivocas, has acertado plenamente, nunca estuve allí, ni tan siquiera lo conocí. Lo que sí puedo asegurarte es que tipos como Carlos te los sueles encontrar con frecuencia a la vuelta de la esquina, y que si el azar te depara esa sorpresa, lo razonable y lo conveniente es que desaparezcas inmediatamente, porque estos individuos son capaces de todo con tal de difundir y propagar a la puta calle cualquier confidencia, chisme o secreto de alcoba, sin reparos ni miramientos de ninguna clase.
También asumo, con plena lucidez de mis actos, que el relato que leí esa noche en un archivo del ordenador de mi amigo Javier; cuando tras su fallecimiento repentino en accidente de coche, accedí a su casa, en compañía y a petición de su madre, y revisé su portátil, entre otros efectos personales; es un trozo de una historia real, ni más ni menos que la suya propia, independientemente de que él no lo declarase expresamente así y que los nombres de los personajes fueran ficticios. Asimismo me gustaría añadir que su contenido es un testimonio de existencia, quizás ordinario y común, pero desbordante de humanidad y de sentimientos. Desgraciadamente estos fragmentos que definen el devenir individual y anónimo, que de vez en cuando llaman a la puerta de nuestra alma, suelen acabar relegados al cajón del olvido, seguramente por la ceguera que origina las prisas y nimiedades que tiranizan y marcan el camino de cada uno, impidiéndonos reflexionar sobre ellos para aprender algo nuevo y actuar con más acierto… ¡Qué buena falta nos hace!
Y si no me crees, lee con atención la narración de Javier, que él tituló “Te suplico que no digas nada”. A lo mejor hay suerte y aún conservas cierto toque de sabiduría para hacer frente a la realidad del destino, del tuyo y del mío, donde lo más hermoso y lo más perverso, eternamente y por los siglos de los siglos, sobreviven fusionados y abrazados, como dos caras de una moneda que solo adquieren sentido en pública y manifiesta compañía.
Te suplico que no digas nada
Nunca se me olvidará el día en el que el destino me deparó la pérfida y maliciosa sorpresa de volverme a encontrar con Carlos, echando por la borda mis denodados esfuerzos por olvidarlo y enterrar aquella vileza que cometió conmigo. Tanto es así que, en este preciso instante, no sé por qué, pero los recuerdos se esparcen brutalmente en mi mente, como si hubiese sido ayer, y parece que en este momento estoy abriendo la puerta del restaurante donde ese miércoles de agosto había quedado con mi amigo Manolo para cenar.
Irracionalmente y en contra de un mínimo de sentido común, siento lo mismo que en aquella ocasión y lo veo ahí, frente a mí, sentado en la mesa del fondo, como si nada hubiese pasado, aguantando y conteniendo a duras penas la enorme barriga que se le desbordaba por cualquier resquicio del apretado cinturón de su pantalón, con la camisa barata empapada de un sudor que brotaba sin cesar, tratando de ocultar infantilmente su mirada de la mía, metiendo la cabeza en el plato y devorando como un cerdo hasta el último resto del menú económico de ocho euros, acompañado y esclavizado por ese monstruo de mujer, que me examinaba y juzgaba con descaró en cada paso que daba, dictándome sentencia sin ser escuchado y perdonándome la vida en nombre de no sé qué.
Y exactamente como en aquella noche, unas infinitas náuseas invaden y comprimen mi estómago, a la vez que el oxígeno interrumpe su recorrido por mis pulmones. Algo muy dentro de mi alma me empuja, sin compasión y de forma violenta, a huir lejos de allí: de esa escena, de ese lugar y de ese hueco de mi memoria. Sin embargo, soy consciente de que ya es demasiado tarde y que eso recorre de nuevo mi pensamiento, no hallando más alternativa que dejarlo derramarse libremente y esperar pacientemente a que el lento transcurrir de los años lo destruya definitivamente.
― ¡Maldito seas, cabrón de mierda! ―susurré impotente, retrocediendo sobre mis pasos y dirigiéndome hacia la salida del local, con la esperanza de bloquear un impulso incontenible que me ordenaba insistentemente que me fuera para él y lo golpeara sin piedad, hasta hacerlo desaparecer de la faz de la tierra.
Al atravesar la puerta, completamente absorto en lo que atormentaba mi cabeza, apoyé los brazos sobre una baranda de una balaustrada que daba acceso al restaurante y desde la que se podía oler y contemplar el mar de una playa cercana. Ignoro cuánto tiempo estuve así, inspirando profundamente la brisa que llegaba hasta mí, haciendo lo imposible por calmarme y arrinconar en la nada a aquel sujeto.
―¿Me llevas esperando mucho tiempo, Juan? ¡Perdona! Me han metido una excursión de alemanes a última hora y no he podido llegar antes ―se disculpó Manolo, acercándose a mí y examinando su reloj. ―No te preocupes. Creo que soy yo el que me he adelantado ―manifesté, forzando una sonrisa y sin lograr apartarme del sitio donde estaba. ―Sea lo que sea, tengo muchísima hambre. Vamos a entrar, que luego te llevaré a una nueva terraza del puerto deportivo donde he quedado con unas tías muy simpáticas y agradables ―propuso él, abriéndome la puerta del restaurante. ―Lo siento, estimado amigo, pero si cumplo con tus deseos acabo esta noche durmiendo en la cárcel. Y no hablo en broma, te lo aseguro ―afirmé, apretando fuertemente mis puños y con el rostro desencajado. ―¿Qué te pasa, Juan? ―preguntó, sorprendido y preocupado por mis palabras. ―Dentro está Carlos, que por lo visto ha regresado de vacaciones para amargar la existencia a más de uno, engullendo lo que le pongan por delante y custodiado por la bruja que lo domina. Si me lo echo en cara otra vez, no respondo de mis actos ―expuse más tranquilo, ante la posibilidad de compartir lo que guardaba dentro. ―No lo entiendo, de verdad. Si os conocéis desde niños y sois grandes amigos… ¿Qué ha ocurrido? ―me interpelaba Manolo, perdido en la irracionalidad y complejidad de las relaciones entre los seres humanos. ―Sinceramente, yo tampoco… Además, es una larga historia que mereces conocer, al menos para que no te pase lo mismo que a mí ―dije, poniendo mi mano sobre su brazo―. ¡Esta noche quiero invitarte yo, no se hable más!, pero a un restaurante que está muy cerca de aquí y que es infinitamente mejor que este. ¡Vámonos!, y te cuento lo que hizo la “criatura” conmigo. ―Si no pago, tío, te juro por el niño Jesús que no se me escapa ni una sola palabra de lo que me digas ―prometió mi amigo, en tono irónico y bromista.
Al iniciar el recorrido por el paseo marítimo en dirección al nuevo establecimiento donde decidí convidar a Manolo; y mientras aparentaba escuchar con atención y santa paciencia las quejas y protestas que este me refería, sobre su encarnizada lucha por mantener el negocio en unos tiempos de crisis económica como los actuales; me acuerdo que no paraba de rebuscar razones que justificaran mi falta de experiencia en el género humano para advertir en Carlos, con la suficiente antelación, ese vicio depravado y denigrante por publicar cualquier confidencia que cayera en sus oídos.
¿Cómo era posible que yo no me hubiera dado cuenta de ese rasgo de su personalidad en más de media vida compartiendo cosas con él? ¿Por qué otros repararon en ello a los escasos días de relacionarse con la criatura? ¿Tan cándido y memo soy, madre santa bendita de dios?... ¡La distancia! ¡Eso es! ¡Ya lo tengo! ... No supe aprovechar la oportunidad para marcar la distancia necesaria que me permitiera colocarme fuera del enrevesado entramado afectivo que me unía a él y analizar desde allí, con la frialdad y la serenidad conveniente, qué es lo que realmente cabría esperar de Carlos.
No me atrevo a ratificarlo, pero yo diría que un tenue rayo de luz comienza a penetrar en las tinieblas de mi mente, justamente ahora que rememoro aquello. Incluso creo que estoy en condiciones de levantar la mano con descaro y analizar el origen de ese degenerado comportamiento en él, exponiendo que, independientemente de que estuviera latente en sus genes, el mismo se acrecentó y culminó por el efecto innegable del medio donde sobrevivía.
Para ello es suficiente con tener en consideración que el trabajo de este tipo dependía, y depende, del capricho de los políticos de turno en el poder y que estos, al igual que Carlos, subsisten en decorados de clara supremacía de la de la vanidad y la falsedad. En consecuencia, no es extraño que el peloteo, los chismes, el cotilleo, las habladurías y el comadreo constituyan normas básicas y aceptadas en el devenir cotidiano de existencia, además de suponer un valor de peso para mantener, o incrementar, la migaja que rodó por el suelo y que se guardó a escondidas en el bolsillo para provecho particular.
No. ¡No y no!... No debo continuar más por este camino. Si lo hiciera, me situaría en un callejón sin salida en él que se barajaría la posibilidad de que el santo entorno acabara justificando las golfadas de un ser como Carlos, supuestamente adulto y plenamente consciente de sus actos.
―¡Esto es increíble, Juan! Me llevas a otro sitio con la excusa de que no quieres encontrarte con Carlos y la promesa fehaciente de explicarme lo qué te pasó con él; sin embargo, al final, el único que habla soy yo, ya que tú te limitas a andar a mi lado con la boca cerrada, navegando por tu mundo interior ―protestaba acertadamente Manolo, deteniéndose inesperadamente frente a mí. ―Asumo mi culpa. Sin advertirlo, los recuerdos se apoderan de mi persona y no logro expulsarlos, a pesar de mis esfuerzos ―declaré con cierto rubor. ―Eso es fácil de solucionar. Empieza a soltar ―ordenó afectuosamente él. ―¿Qué te parece si dejamos el asunto para los postres, con el sabor de un buen café y el humo de un magnífico puro? Seguramente no has reparado en ello, pero ahí en frente está el restaurante ―le comuniqué, señalando con la mano el establecimiento. ―¡Vale, vale, vale! Te aprovechas de que el hambre me reclama insistentemente cosas en el estómago, estimado colega ―asintió con resignación. ―Tranquilo, no se me olvida, hombre de poca fe ―garanticé con una amplia sonrisa dibujada en mi rostro.
Después de adentrarnos en el restaurante y charlar un buen rato en la barra con Alberto, el dueño del local al que conocía desde que era un niño, este nos condujo al reservado sin que mediara ninguna indicación por mi parte. Aquel rincón me encantaba por sus preciosas vistas al mar, y sobre todo por haberlo frecuentado alguna vez con Isabel cuando la suerte me señalaba y me regalaba esa inmensa dicha. Al sentarme en su silla, la que ella solía coger siempre; esa que estaba frente a la cristalera, tapizada de color azul y con un cojín celeste; como un gilipollas y por puro instinto, dominado completamente por mis impulsos, introduje los dedos entre el respaldo y el asiento. Y milagrosamente e inverosímilmente encontré su nota, la nuestra, la de un amor que nunca pudo ser, que seguía allí, con su “Te quiero, Juan”, escrito por ella, a modo de testimonio imperecedero que perduraba al correr del tiempo… ¿Qué será de ella? ¿Cuánto hubo de sufrir por un sinvergüenza como Carlos? ¿Quién pagará su dolor? ¿Y el mío?
―Si me lo hubieras dicho, habría invitado sin pensarlo a las chicas que te presentaré esta noche. ¡Es un sitio precioso! ―mencionó Manolo. ―¡Maldito seas, cabrón! ―volví a susurrar, depositando la nota en la mesa y reclamando a Isabel más allá de ese horizonte que en tantas ocasiones contemplamos los dos, aquí, en secreto y agarrados de la mano. ―¡Qué dices, Juan! ¿Y ese papel?―preguntó con sorpresa. ―¡Toma! ¡Léelo!―le mandé, alargándole la nota―. ¿Sabes? Continuaba escondido en esta silla, como si Isabel permaneciera aquí y me obligará a leerlo, antes de abrazarme y apretujarme entre sus brazos. ―¿Quién es Isabel! ¡Joder, Juan, menudo lío me estás montando!―se quejaba Manolo, sin perder su buen humor. ―¡Isabel es otra víctima del canalla de Carlos, además de protagonista del relato real que estoy obligado a narrarte en los postres. Y no digo más. ¡A comer y a saborear las maravillas que nos traiga mi Alberto! ―establecí, dando por zanjado momentáneamente el asunto. ―¡Siempre te sales con la tuya!―se lamentaba, con santa paciencia y encendiendo un cigarrillo. ―No, pero te agradezco tu sinceridad ―añadí riéndome y llamando a Alberto, para que nos asombrara con su buen hacer en la cocina.
Al morir Claudia, mi esposa y compañera, después de un largo y penoso vía crucis de sufrimiento y dolor que no se lo deseo a nadie, ni tan siquiera a mí más encarnizado enemigo, la totalidad de lo que me otorgaba sentido en este jodido mundo estalló inesperadamente en millones de fragmentos rajados y desencajados. A pesar de mis obligaciones con mis dos hijos, no descubría nada a lo que sujetarme para proseguir sobreviviendo, después de compartir absolutamente todo con ella, desde que la conocí un verano y siendo ambos unos niños que se besaban a escondidas debajo de la mesa de la cocina de mi abuela. Con cuarenta y cinco años recién cumplidos, me levantaba cada mañana rogando y suplicando a ese dios que jamás me hizo caso, y que abandonó en la estacada a mi más preciado tesoro cuando más le hacía falta, que acabará cuanto antes conmigo y sin más dilaciones.
La soledad y la nostalgia por la ausencia de ella me consumían lentamente e implacablemente, día tras día, segundo tras segundo. Ni tan si quiera disponía de la posibilidad de salvarme con la presencia y la alegría de los nenes; ya entonces unos jóvenes adultos, de veinte y veintidós años, que estudiaban fuera de casa, concretamente en Madrid, y a los que yo ocultaba a la perfección y con esmerado disimulo mis verdaderos sentimientos, entre otras cosas por el imperecedero instinto paternal de protección de un padre hacia sus hijos. Tampoco contaba con la ayuda de esos que se vanagloriaban de ser mis amigos, que desaparecieron en masa y por arte de magia una vez cumplidas las obligaciones sociales del entierro de Claudia, siendo incapaces de mostrar su interés por mí con una obligada visita de cortesía, o una breve llamada de teléfono.
Un domingo por la mañana, desesperado y completamente roto, entré en el cuarto de baño e ingerí no sé cuantas pastillas, además de realizarme varios cortes en las venas con una cuchilla de afeitar. Desconozco cuántas horas, o minutos, estuve postrado en el suelo, sin conocimiento y con un pie en el más allá, aunque he de afirmar que el destino se apiadó de mi ya que en esos instantes mi hermano, que fue a una cafetería próxima a donde yo residía a desayunar con su esposa, se acordó milagrosamente de que debía de recoger en mi casa unos libros que necesitaba mi sobrina.
Después de tocar infructuosamente varías veces el timbre de la puerta de mi apartamento, y de no recibir respuesta alguna a sus insistentes llamadas desde su móvil, mi hermano; que poseía una llave del piso que, curiosamente, yo le había entregado tan solo un mes antes; penetró en su interior y al verme en aquel estado, me llevó apremiantemente al hospital más cercano. Y allí la casualidad, en otras de sus sorprendentes jugadas, me puso de nuevo frente a Isabel, que desempeñaba en aquella época las funciones de médico en el servicio de urgencias y con la que coincidí en varias ocasiones cuando yo era un jovencito y estudiaba en la universidad de Granada, hacía ya más de veinte años.
Ella, y solamente ella, fue la persona que me tendió su mano y me alejó de aquel abismo de desesperación, así de claro y así de evidente. En un primer momento, como una profesional solidaria y humana que se interesó por mí, que me percibía como algo más que un anónimo paciente del registro de casos atendidos en una cotidiana jornada laboral y en la que yo encontraba permanentemente ayuda, calor y comprensión. Posteriormente, con el avanzar de las semanas, empujados mutuamente por una atracción y una necesidad de compartir fragmentos del interior de cada uno, donde progresivamente descubríamos y palpábamos más afinidades y coincidencias en el otro. Para acabar, finalmente, envueltos y sustentados en un amor pleno, pero en secreto y a escondidas; imposible de proclamarlo a los cuatro vientos, o de hacerlo realidad hasta sus últimas consecuencias, por la hipocresía y la tiranía de lo aceptable y conveniente socialmente, o simplemente por la falta de valor y decisión de ambos en la lucha por la felicidad anhelada y suspirada.
Mientras Alberto nos atendía personalmente en el reservado; con su quehacer discreto, silencioso y volcado en la satisfacción culinaria del cliente; Manolo y yo conversábamos de forma animada y superficial, entre sonrisas y brindis de vino, saltando constantemente por temas banales e insustanciales y degustando pausadamente los exquisitos manjares que se acomodaban en la mesa, con el reloj guardado en el bolsillo y siendo arrastrados por ese instinto de conservar y retener el momento de la dicha, y de no soltarlo jamás. Sin embargo, a veces, sin ninguna razón objetiva aparente, estas situaciones de goce desaparecen imprevistamente por algo que, a simple vista, es una pura nimiedad, pero que permite sin restricciones el acceso pleno al juego de las percepciones individuales, en el que cada uno asigna un valor y una experiencia particular.
―¿Te has enterado de la última noticia que vuela velozmente por las esquinas de nuestra santa e inmaculada ciudad? ―dejó caer Manolo, procurando amenizar la velada y forzando cómicamente una expresión confidencial y de misterio. ―Estoy seguro que no ―contesté, cambiando repentinamente mi rostro distendido por un creciente malestar al sospechar que me iban a sacar, de golpe y porrazo, de mi nube placentera para arrojarme a un terreno que me irritaba bastante. ―¡No te lo vas a creer! ―afirmó él, acercando su silla a la mía y bajando ostensiblemente el tono de voz―. Agárrate a esta: es de dominio público que, hace varios días, un senador conservador de la comarca pilló in fraganti a su honorable cónyuge en la cama de un hotel, haciendo el amor con un guardaespaldas suyo. Y lo mejor, por lo me han contado, la señora es muy fogosa y no es la primera vez que anda metida en líos de este clase. Incluso se chismorrea que es habitual que porte en su maleta de viaje unas altas botas negras, un látigo y unas esposas para disfrutar de cierto toque masoquista cuando se le presenta la ocasión. ―!No sigas, por favor! No me interesan esos temas ―le rogué, cada vez más inquieto y nervioso. ―¡Pero si aún no te he contado lo mejor! ―anunció, haciendo caso omiso a mi petición―. Un chofer de autocar, que trabaja con nosotros y que ejerce de taxista en sus horas libres, me comentó la semana pasada que no es la primera vez que ha llevado a esta mujer y a varias amigas suyas, a altas horas de la madrugada, a hoteles de dudosa reputación y que…
¡No aguantaba más! ¡Era imposible! No soportaba, ni soporto, esos cotilleos llenos de mierda de la vida privada de las personas; independientemente del propósito de quienes lo difunden, o del contexto en que estos son vertidos; que son originariamente lanzados al vulgo por unos desgraciados y pelotas que, pocas horas antes de la sentencia, comían de las manos de los ajusticiados y se peleaban como perros salvajes por las sobras que se les escapaban a las víctimas del ultraje. Así que no lo dudé ni un segundo: me levante de la silla, dejando con la palabra en la boca a mi pobre amigo, y me encaminé en silencio hacia el ventanal del reservado, desde donde alcancé divisar y sentir el infinito mar, y con ello relajarme y relativizar lo escuchado.
―¿Qué te ocurre? ¿Qué haces ahí? ―me interrogaba Manolo, sorprendido y confuso por mi anormal comportamiento. ―Si te digo la verdad, ni yo mismo lo sé muy bien… Supongo que luchar para desterrar a los fantasmas de mi memoria. Lo que no me cabe la menor duda es que no estoy dispuesto a oír los trapos sucios de nadie, ni menos aún las valoraciones pérfidas sobre los actos íntimos de un ser humano, sean de quién sean. ¿Y sabes por qué?... Yo he sido apaleado y martirizado por esa perversa manía que nos impulsa a airear lo ajeno, en nombre de la cual se me arrebató impunemente una de las pocas esperanzas de las que disponía para soñar con la felicidad ―añadí, dirigiéndome de nuevo hacia la silla y volviéndome a sentar.
Durante unos segundos Manolo permaneció en silencio, contemplándome atentamente y absorto en sus pensamientos, mientras que yo releía cansinamente la nota arrugada de Isabel, rebuscando algo, aunque fuese trivial e insignificante, que hiciera posible el fantástico milagro de trasladarme hasta ella, para abrazarla y besarla con locura hasta que ya no quedara nada de mí.
―Tienes razón, Juan. No debo prestarme a ese juego. Te juro que no me empujó la mala intención en ello, más bien lo contrario. ¡Soy un bocazas sin solución! ―expuso mi amigo, sinceramente arrepentido. ―Acepto tus disculpas, aunque no sin imponerte un terrible y ejemplar castigo: el que me hables de las preciosas tías que me mostrarás esta noche en la terraza del puerto ―declaré animosamente, llenando de vino su copa vacía. ―Será un placer ―asintió Manolo, brindando conmigo en compañía de un maravilloso caldo de la bodega de Alberto.
¿Cómo se comparten tantas cosas con una persona y se acaba con el paso del tiempo bendiciendo su desaparición de la faz de la tierra?... No, lo siento, pero no consigo en estos instantes extraer de mi cabeza respuestas exactas y precisas, y lo que es peor aún, después de atesorar sobrada experiencia de esta bipolaridad. Lo que si soy capaz de afirmar con rotundidad es que, al menos en seres pasionales como yo, la línea que separa el afecto y el cariño del odio y del rencor, al igual que en otros sentimientos, es demasiado ligera y vaporosa; independientemente de que se nos haya otorgado la gracia de convertir en realidad el todo en cada orilla contraria, para lo bueno y lo malo simultáneamente.
O quizás me complico demasiado y sea suficiente con reflexionar, aunque solo fuera por unos segundos, sobre el sentido qué es capaz de alcanzar un extremo sin la existencia del opuesto a él. Seguramente llegaríamos a la conclusión de que no hay polo que se sustente sin la comparecencia pública de su antagónico. Así, por poner un simple ejemplo, la amistad cobra significado y nos lleva a tocar el cielo justamente con la presencia de la rivalidad, el antagonismo o la propia enemistad, caminando cada una a su lado y de su mano, al igual que acontece en otras dimensiones del sentir humano.
Y escribo estas palabras porque pienso que son las que mejor definen la historia del vínculo que se estableció entre Carlos y yo, desde que con cinco años y bajo la atenta mirada de su madre, jugábamos a construir castillos de arena en la playa del barrio que nos vio nacer, hasta hoy en que una de las últimas conversaciones que mantuve con él se proyecta en mi mente, precisamente ahora y con una exactitud que sobrepasa lo creíble, desbordante de dolor y de desconsuelo, e insistentemente repetida en una retahíla cansina y machacona a la que no consigo poner fin.
―A ti te ocurre algo, Juan ―me exploraba Carlos examinándome fijamente, una tarde de un jueves frío y lluvioso de diciembre, en la trastienda de su negocio donde solíamos charlar cada semana. ―¿Cómo está tu padre? ―pregunté, esquivando su mirada e intentando cambiar apresuradamente de tema. ―Mi padre como siempre: dilapidando el negocio y torpedeando mis esfuerzos para ponerlo a flote ―expuso él, abandonando su tarea y ofreciéndome un cigarro. ―Te he repetido frecuentemente la solución: abandona esto y alquila un pequeño local. Empieza desde cero; siempre será mejor que permanecer aquí ―propuse, observando distraídamente un viejo cartel publicitario que colgaba de la pared en la que se dibujaban numerosas manchas de humedad. ―Te noto raro desde hace varios meses: apenas hablas cuando vienes a verme, continuamente sacas el móvil como si esperases alguna llamada y ya no quedas conmigo en el pub de Gutiérrez para tomarnos unas cervezas ―volvió a la carga Carlos, con cierto brillo malicioso en sus ojos. ―¿Yo? A mí solo me llaman mis hijos cuando llega el final de mes ―declaré, buscando rápidamente una salida. ―La otra noche en el pub, un “pichón” al que conocemos ambos, intranquilizado y preocupado por tus ausencias, me confesó que te vio salir el otro día de tu casa a altas horas de la madrugada, con una mujer que el juraría, sin darle tiempo a reconocer nítidamente su rostro, que se trataba de una tal Isabel, una señora casada con un cuerpazo de escándalo ―mencionó, lanzando definitivamente el anzuelo. ―No sé por qué, pero me viene la sensación de que “el pichón”, como tú lo llamas, está posado frente a mí ―predije, sin temor a equivocarme. ―¿Folla bien?... ―me interrogó él, saturado de lascivia y lujuria―. Yo me comería un coño como ese en las mismísimas tinieblas del infierno. ―¡Qué bruto eres, joder! ―exclamé, indignado y asqueado de percibir cómo lo hermoso es vilipendiado y destruido por el género humano. ―Nosotros, los hombres, siempre buscamos lo mismo y tú no eres una excepción ―sentenció Carlos―. ¡Cuando se enteren los colegas no se lo van a creer! Te han colocado en un pedestal, Juan. ―Escúchame bien: amo a esa mujer; con lo que implica ello de respeto, entrega, ternura y cariño; aunque nuestro amor sea imposible de encajar en una sociedad hipócrita y falsa en la que un día me colocaron por pantalones. Y más aún, gracias a ella sigo aquí, y cada segundo mi existencia también se lo debo a ella, desde que murió mi pobre Isabel. Me jode cantidad que ensucies con tus palabras algo tan grande que posee la fuerza de subsistir en una vana esperanza, envuelta en ingenuos sueños y deseos, y contra viento y marea de lo conveniente y razonable ―afirmé, enojado y elevando el tono de voz, vencido y en manos de los impulsos que ahogaban mis esfuerzos por ser reservado. ―¡Tranquilo! Yo solo quiero lo mejor para ti ―aseguró Carlos, con perplejidad y sin llegar a asimilar plenamente lo que acababa de oír. ―Si eso es así, no dispongo de otra alternativa que suplicarte de rodillas que mantengas la boca cerrada en este asunto. Si esta relación, sin futuro y abocada por santa ley al fracaso, saliera a la luz pública destrozarías sin compasión a no pocas personas: en primer lugar a ella, que jamás ha contemplado el separarse de su esposo al anteponer la felicidad de su hija pequeña a cualquier dicha propia, incluida la del amor que me profesa; en segundo lugar a mí, que me despojarías de mi ilusión en el vivir, además del tesoro de mis hijos, que nunca comprenderían que su padre se enamorase de otra mujer que no fuera su madre ―rogué y argumenté, en el fondo convencido de que Carlos estaría a la altura de las circunstancias. ―Me ofendes si dudas de mi silencio. Te recuerdo que le prometí a tu santa madre, en el mismo lecho de su fallecimiento y siendo tú testigo de ello, que te ayudaría y velaría por ti ―me recordó, poniendo afectuosamente su mano sobre mi hombro. ―Te estaré eternamente agradecido por este favor ―concluí, hipócritamente persuadido de que el supuesto amigo no me abandonaría y sería fiel a su promesa.
¡Maldito seas!... ¡Mil veces!, ¡un millón!, ¡más y más!, ¡por los siglos de los siglos y eternamente!... ¡No cumpliste tu juramento!… ¡No, no, no, no!…. Eres un farsante y un impostor sinvergüenza. Mentiste, a mi pobre madre, y a mí, que no valgo nada, absolutamente nada, por confiar en ti. No te comportaste como un hombre y, al igual que un cobarde desalmado y cotilla, corriste por todos los rincones de la ciudad difamando, despedazando, rompiendo, deshaciendo, exterminado, arrasando y aniquilando aquello que me otorgaba la razón de ser en cada nuevo amanecer.
Hundiste a Isabel, señalada y crucificada por el eco de las calumnias que tú publicaste, apartándola de mi lado para siempre. Me aplastaste a mí, empujándome sin miramientos a un callejón sin salida donde el desaliento y la desesperación me comían sin misericordia. Y por si fuera poco, creaste un muro infranqueable entre mis hijos y yo, al llegar hasta ellos la inmundicia que tú vertiste sobre mi relación con ella.
¿Y para qué?… ¿Cuál fue tu beneficio, Carlos? ¿Qué sacaste en claro con esta historia mezquina y ruin?... ¿Un peloteo más? ¿Una caña y una tapa para tu estómago insaciable? ¿Una palmadita en el hombro de un caradura que un quizás pueda concederte un sillón más grande? ¿Un chismorreo al que aferrarse para sobrellevar el tedio de la jornada laboral? ¿Ocultar tus tristes miserias, amplificando y vilipendiando las de los demás?... ¡Porquería!, ¡pura porquería!, que es a lo único que puedes aspirar tú, desgraciado de mierda.
El escuchar y el observar a Manolo hablar de las chicas que me iba a presentar, con esa peculiar manera suya de abordar el tema femenino en el que las palabras se fundían con una multitud de posturas y gestos desbordantes de expresividad y viveza, me permitió el milagro de escapar paulatinamente a mis pensamientos saturados de odio y de dolor, mientras Alberto traía y recogía pausadamente los platos, sonriendo al contemplar asombrado el espectáculo que se montaba mi amigo con sus descripciones.
―Son dos preciosidades. No exagero, Juan. ¡Te lo juro por mi santo padre! Una de ellas se llama Marta, tiene cuarenta y cuatro años y un cuerpo de modelo de la tele ―exponía Manolo, levantándose de la silla y modelando en el aire con sus manos la cintura, las nalgas y los senos de la mujer ―. Cuando la veas, no me quedará más remedio que sujetarte para que no cometas ninguna locura. Y por si fuera poco, es simpática, agradable, culta e inteligente. Además, me ha dicho que te conoce y sus ojos echaban chispas al comunicarle que vendrías conmigo esta noche. ¡Esa nena te la regalo yo por invitarme a cenar! ¿Qué te parece? ―Pues… Yo creo que tu generosidad no te ha impedido previamente elegir a la más bella diosa. ¡Muchas gracias, compañero altruista! ―manifesté, soltando una carcajada. ―¿Por qué nadie valora mis sacrificios, bendito y sabio dios de los hombres? ―se interrogaba él, con expresión divertida y jocosa, extendiendo los brazos y colocando la cabeza hacia arriba. ―Porque tu dios, al que no se le escapa una según tú, te ha fichado para tu desgracia y ha anotado que lo tuyo es mariposear de flor en flor ―opiné, en tono guasón. ―Acepto mi culpa y solicito nuevamente perdón al todopoderoso que me soporta con divina paciencia, para no perder la costumbre, pero esta vez siento por Carmen, la otra diosa que efectivamente me he apartado sin tu permiso, algo que jamás experimenté con las otras. Más aún, antes, cuando leías la nota de Isabel, se apoderó de mi mente una pregunta que no osé formularte ―anunció Manolo, sentándose de nuevo y no apartando su mirada de la mía. ―¿Cuál es?... ¡Suéltala! ―apremié, con creciente curiosidad al percibir que titubeaba en enunciarla. ―Te prometo que el vino no me juega una mala pasada…. No te rías de mí, pero… ¿Qué corre por el pensamiento cuando se está enamorado? ―se atrevió por fin a expresar.
Aquella pregunta me cogió completamente por sorpresa. Nunca me la hubiera esperado de Manolo, quizás por la nefasta costumbre que poseemos de asignar etiquetas a los seres con los que convivimos. Y lo peor no son los carteles definitorios en sí, o la necesidad que con ello satisfacemos de clasificar y ordenar lo que nos rodea para calmar nuestros miedos a lo desconocido. Lo endiablado del asunto se centra en que las colocamos a las primeras de cambio, sin apenas conocer cuáles son los verdaderos sentimientos y capacidades de esas personas, y además las fijamos para la eternidad, como si nada se moviera y todo permaneciera inmutable.
―No es fácil hallar una respuesta concreta y única a lo que me pides, porque primero deberíamos definir lo qué es el amor y analizar si existen variantes y etapas en el desarrollo del mismo, que se amoldan al devenir e idiosincrasia de cada sujeto y su medio, y que se establecen en las diferentes relaciones vitales que este mantiene con otros iguales, desde su pareja hasta sus hijos, pasando por terceros que hubiesen abierto la puerta de su círculo vital. Ello, te lo aseguro, no es una tarea simple ―respondí filosóficamente, echando balones fuera y felicitándome por salir del trance. ―Entonces háblame de tu amor más reciente con Isabel ―me solicitó, sin perder detalle de lo que decía. ―Sospecho de que si accedo a lo que pretendes, seguramente no te ofrezca lo que requieres en este momento ―estimé, percibiendo que mis pulmones se movían al suspirar. ―No me importa en absoluto. Por otra parte, no me cabe la menor duda de que esa relación tuya con Isabel me explicará tu comportamiento de hoy con Carlos. Recuerda que me aseguraste que me lo ibas a contar ―insistió el amigo.
¿Por qué no soy como esos sujetos fríos y racionales que blindan su dimensión personal y la aprisionan entre millones de candados, ocultando eternamente el más leve vestigio de su alma que tuviera la osadía de reclamar la presencia de los demás? ¿Por qué me encuentro cada vez más frágil conforme los años se me echan encima y preciso sacar fuera, con presurosa velocidad, eso que me ahoga y asfixia? ¿Por qué me debilito a pasos agigantados y ya no dispongo del coraje y la valentía para comerme mi propia porquería?… Es indudable que me da miedo contemplarme, cara a cara y en soledad, frente a mi espejo antes de marcharme al otro barrio y busco reiteradamente que me regalen un pañuelo para cesar de gimotear... ¡No tengo solución!
―De acuerdo, pero continúo pensando que vas a perder el tiempo. Además, me canso de lloriquear mis problemas; así que, con tu permiso, me impondré ser breve y conciso ―propuse. ―Sigue, por favor ―reiteraba Manolo. ―Tras la muerte de Claudia, mi esposa, Isabel apareció en mi destino y me tendió su mano para recuperar de nuevo el sentido del vivir ―inicié mi relato―. Lo que comenzó siendo un acto profesional de una doctora hacia su paciente, progresivamente se transformó en amistad y luego en un amor, peculiar e imposible si quieres, pero desbordante de energía y plenitud. Es curioso como este sentimiento germina en cualquier circunstancia y sometido a las mayores limitaciones. Por ejemplo, yo mismo me enamoré de una mujer casada, con la que coincidía a escondidas y en contadas ocasiones, que desde un principio me dejó muy claro que jamás rompería su matrimonio, siendo consciente de que ese amor ponía en juego la solidez de mis lazos con mis hijos y que se me esfumaría de las manos el día menos pensado. Y aún así, asombrosamente y extraordinariamente, la existencia para mí carecía de significado sin ella. ―¿Y qué sentías cuando Isabel te abrazaba o se encontraba a tu lado? ―me preguntó, con un brillo transparente y mágico envolviendo su rostro.
Durante unos segundos las palabras dejaron de fluir por mis labios; no porque no las hallará, sino porque me marché muy lejos de ese espacio y de ese lugar, a una isla recóndita de mi interior donde se agolpaban, sin orden ni concierto, innumerables imágenes y recuerdos compartidos con Isabel; hasta que, inconscientemente, una fuerza ajena me acomodó violentamente y a empujones otra vez en la escena, otorgando libertad suprema a aquello que se depositó en mi alma y que aún hoy no alcanzo a superar y a olvidar, a pesar de mis denodados esfuerzos:
―Una lista infinita de cosas, unidas y cohesionadas al margen de las sagradas normas de lo lógico y esperable: paz, tranquilidad, armonía, quietud, sosiego, calma, calor, deseo, pasión, lujuria, frenesí, arrebato, entusiasmo, vigor, empuje, alegría, júbilo, felicidad, gozo, tristeza, pena, melancolía, desconsuelo, nostalgia, pesadumbre, empatía, confianza, seguridad, determinación, incertidumbre, desasosiego, duda… y todo ello y más, muchísimo más, recogido en una bolsa de ansia incontenible por apretujarla entre mis brazos hasta hacerla desaparecer en mí. ―¡Sí, sí!... Eso me ocurre a mí a con Carmen ―afirmó con bastante sorpresa y asombro. ―Entonces, no sé si felicitarte o compadecerte ―añadí, sonriendo y propinándole varios cachetes cariñosos en la cara para apartarlo de su desconcierto ―. Me parece que ha llegado el momento de requerir a Alberto los postres. Con suerte, a lo mejor nos cae del cielo la dicha de aclararnos los dos con algo dulce, o un buen café… ¡Nunca se sabe!
Después de llamar a Alberto y anotar este lo que habíamos pedido en los postres, el silencio se interpuso entre los dos. En esta ocasión por iniciativa de Manolo, que parecía inmerso en un viaje sin retorno por sus pensamientos. Sin embargo, la curiosidad humana también produce milagros, como el de lanzar un salvavidas a un pobre náufrago extraviado en un océano de amor.
―¿Y Carlos? ¿Cuál fue su papel en tu historia con Isabel? ―me interrogó de nuevo Manolo, despertando súbitamente de sus reflexiones. ―El único para el que está capacitado en función de su talento y catadura moral: el de murmurador infatigable, cotilla laborioso y difamador cabrón ―aseguré, apretando con vigor mis puños. ―Disculpa, pero se me hace muy cuesta arriba comprender lo que dices si considero la amistad que me consta que existió entre ambos ―expuso, aturdido por lo oído. ―Y no sabes lo peor: le supliqué, prácticamente de rodillas, que no dijera nada a nadie de mi relación con Isabel y él, en un acto culminante de falsedad e hipocresía, se ofendió por ello, recordándome que le había jurado a mi madre protegerme siempre. ¡Es un cerdo malintencionado!... ¿Sabes?... Durante meses y meses tuve que aguantar las sonrisas hipócritas y comentarios soeces que la gente formulaba a mis espaldas, a partir de la inmundicia que el vertió sobre mi relación con Isabel… ¡Agárrate a esta!: una tarde, en una cafetería de la ciudad, un desgraciado de su misma calaña y con la hombría proporcionada por una copa de más, cometió la desfachatez de preguntarme si era cierto, tal y como le dijo Carlos, de que yo practicaba el sexo anal con ella, en compañía y con el beneplácito de su marido, llegando a proponerme su incorporación al supuesto trío en caso de necesitarlo ―declaré, con alguna lágrima surgiendo en contra de mi voluntad. ―¡Es increíble lo que me cuentas!... ―expresó, pasando rápidamente del desconcierto a un creciente enfado, con sus ojos clavados en los míos―.¿Y no buscaste a Carlos para exigirle como mínimo una explicación? Yo le hubiera partido la cara sin contemplaciones. ¡Te lo juro! ―Sí, lo hice, aunque fue peor el remedio que la enfermedad, independientemente de que constituyera una obligación para mí. Sinceramente: me siento mal rememorando esos momentos, aunque he de echarlos fuera, al precio que sea… Una mañana, tras marcharse ella de la ciudad y perderla definitivamente, me planté en su casa y sin mediar palabra, lo cogí por el cuello y lo golpeé sin misericordia, mientras tumbado en suelo no cesaba de afirmar, entre quejidos y gimoteos de bastardo cobarde, que todo lo había hecho para salvarme de una golfa que me iba a arruinar la vida y que la culpa de mi desgracia solo era mía… Aquello me destrozó todavía más, porque el dolor me arrastró a su mismo nivel innoble de conducta y yo no soy así, ni jamás lo he sido. Además, con ello aplasté eternamente cualquier esperanza recóndita que retuviera para justificar su comportamiento conmigo y eso es muy duro con alguien al que has considerado como a un hermano ―expliqué, advirtiendo una sensación de sequedad en la boca al finalizar, que busqué aliviar vertiendo más vino en mi copa y posando esta lentamente sobre mis labios durante un buen rato.
Es una realidad incontestable: huyó perpetuamente de mí esa fe inquebrantable y ciega en la amistad, con la que me sentía capaz de satisfacer necesidades primordiales externas a mi limitada y encorsetada existencia burguesa y egoísta, entre ellas la aceptación del otro con sus millones de fallos, o la entrega fiel sin exigir a cambio. También me la arrebató él, no consiguiendo con el pasar de los años rellenar ese vacío que, en no pocas ocasiones, reclama a la puerta de mi alma de forma insistente y manifiesta.
Cambió todo y no existe vuelta atrás… Sí, es así…. Ahora, en esta etapa que me ha tocado sobrellevar sobre mis espaldas, salvo muy contadas ocasiones como en el caso de Manolo, aparecen y desaparecen en los decorados rutinarios por los que camino, con una velocidad endiablada, seres vacíos y de aire a los que pongo infantilmente el cartel de amigos, en un vano intento de suplantar lo que un día fue y se perdió por los siglos de los siglos, que se mueven y patalean en unas relaciones efímeras y de correspondencia biunívoca, presididas por la máxima del “Yo te doy exclusivamente lo que tú me das”… Sí, no hay otra cosa... Egoísmo, mezquindad, codicia, individualismo, egocentrismo, ingratitud y voracidad para llevarse algo a la boca. Y lo malo es que terminaré siendo igual que ellos si no salto pronto de esta tiovivo de miserias en el que estoy metido.
―¡Juan, no le des más vueltas al asunto! ¡Se acabó! ¡Vámonos de aquí! Nos esperan Marta y Carmen, las tías más guapas del universo ―me ordenó Manolo, cogiéndome repentinamente del brazo y levantándome de la silla. ―¿Y los postres?... Acabamos de pedirlos y Alberto enfadará como no los probemos ―mencioné, sorprendido por sus prisas repentinas por marcharnos. ―¡A tomar por saco los postres y Alberto! Te tomas el café en la terraza con las nenas y asunto resuelto. ¡En marcha, “pureta” cascarrabias y soñador de ideales! ―insistía él, empujándome hacia la puerta del reservado. ―Pero… ¿A qué hora has quedado con ellas? ―preguntaba, sin oponer demasiada resistencia. ―¡A callar! ¡Mueve el culo, joder, y paga a Alberto! Yo te invito después―me mandó, riéndose y tirando de mí.
Después de soportar estoicamente a solas la reprimenda de Alberto por no degustar su fantástica tarta de chocolate y naranja y su sublime café, mientras Manolo escurría el bulto llamando por el móvil a no sé quién en la puerta del restaurante, nos dirigimos en su coche hacia el puerto deportivo donde se hallaba el pub en el que, según él, haría acto de presencia una sublime diosa bajada del cielo e impaciente por mí.
Durante el recorrido, intenté concentrarme en vano en las alabanzas desorbitadas que mi amigo enumeraba de la tal Marta, al menos por agradecimiento a sus encomiables esfuerzos por hacerme olvidar ese pasado que me asfixiaba día tras día. Sin embargo, mi pensamiento desobedecía a mi voluntad y seguían paseándose por mi atormentada cabeza innumerables recuerdos que se esparcían despóticamente al mínimo pretexto.
Pero en el fondo llevaba razón Manolo y por primera vez cierta claridad se adentró en mi entendimiento. Atesoraba el derecho, y sobre todo la inexcusable obligación, especialmente por las personas que aún me querían, de guardar el ayer en un cofre repleto de candados y enterrarlo en el abismo más profundo, precisamente para comenzar a caminar de nuevo, sin nada, desnudo, con la maleta vacía, como si hubiera nacido hoy, atento a disfrutar de lo bueno que el destino me deparará y continuamente mirando hacia delante, pasara lo que pasase. Y es que la vida es simple, aunque nosotros la complicamos y le damos veinte mil vueltas para volver al mismo punto de partida, quizás por esa vanidad que nos empuja a suponer ilusoriamente que hemos sido designados, por una oculta e invisible gracia divina, para ocupar el ombligo del universo y manejarlo a nuestro antojo.
Al llegar al puerto deportivo, el aparcamiento estaba repleto de coches. Durante varios minutos intentamos infructuosamente encontrar un hueco libre donde estacionar el auto. Menos mal que me acordé que a veces, en situaciones semejantes, había localizado algún hueco libre en uno de los espigones, justamente en el que atracan las lanchas para la limpieza del agua de las playas de la ciudad.
―Manolo, gira a la derecha y sigue recto por allí hasta el final. Vamos a ver si la suerte nos ampara―le indiqué, señalándole con la mano la dirección a tomar. ―¡No cabe un alfiler! Para que luego digan que con la crisis no gasta el personal ―comentó él, subiendo la palanca del intermitente. ―¡Tú sabes muy bien que España es el hotel, el chiringuito y la playa de Europa ―añadí, contemplando el espectáculo de las lujosas embarcaciones de recreo y de la gente “guapa”, exhibiéndose y bebiendo animosamente en las terrazas. ―¡Será posible que no hay nada! ―declaró en tono pesimista. ―¡Continúa, hombre! Hazme caso: siempre recto y al final ―reiteré, plenamente convencido.
Más tarde, al perderse en la distancia el bullicio de los bares de copas y restaurantes, nos adentramos en una zona apartada y solitaria donde solo se escuchaba el ruido del mar y el vaivén de los barcos fondeados. Al lado de unos almacenes del ayuntamiento, en un callejón sin apenas luz, había un vehículo negro parado en cuyo interior se besaban un hombre y una mujer.
―Aquí, detrás de este coche… ¡Acerté! ¡Bien! ―afirmé satisfecho por el feliz desenlace de mis presentimientos. ―Le estropeamos la fiesta a estos dos ―expuso, aparcando el auto y apagando las luces apresuradamente. ―¡Tranquilo!, tal y como se meten mano es imposible que adviertan nuestra presencia. Además, hacen muy bien, ya que cuando llega la hora de irse de este mundo estas cosas, junto con otras buenas, es lo único que nos llevamos ―dije sonriendo y abriendo la puerta. ―Efectivamente, estimado colega, esa, y no otra, debe ser la filosofía con la que afrontemos esta maravillosa y jodida vida… ¡No nos queda más remedio! ―confirmó él, saliendo del auto y pulsando el mando de cierre. ―Preciso que sea así a partir de ahora, al menos por mi bien. Me niego a lloriquear más sobre mis desgracias pasadas y mirar perpetuamente hacia atrás ―anuncié, respirando profundamente la brisa tonificante del mar.
A los pocos metros de andar ambos en dirección al pub donde nos esperaban las chicas, Manolo, tras buscar infructuosamente en los bolsillos de su pantalón, se detuvo repentinamente y manifestó:
―Espérame un segundo. Se me ha olvidado el móvil en el coche.
Recuerdo, como si el tiempo no hubiera transcurrido, que me senté en un escalón de la entrada de un almacén cercano dispuesto a aguardar pacientemente su regreso, mientras encendía un cigarrillo y mi pensamiento reparaba, sin causa aparente, en las descripciones y las supuestas cualidades de la tal Marta, que durante toda la velada mi buen amigo había intentado venderme con la perseverancia y el empeño característicos de un santo.
―¡Sí, eso es!… Empezar de nuevo. Con la Marta de los cojones o con quién sea, pero vivir… ¡Vivir, vivir, vivir!…. para apretujar lo hermoso que se pose en mis manos y agarrarlo desesperadamente, no permitiendo que se me escape nada ―murmuraba contento y eufórico, percibiendo una fuerza interior con la que me sentía capaz de superar cualquier obstáculo.
El sonar de unos pasos en el asfalto, me apartó violentamente de mis reflexiones. Era él, Manolo, que retornaba del auto, aunque volvía corriendo, como si el diablo le pisara los talones, gesticulando ostensiblemente y llamándome a gritos… ¿Por qué?
―¡Juan, Juan, Juan!... ¡No te lo vas a creer!,¡ te lo juro por mi santo padre!... ―comunicó, cesando en su carrera y respirando con bastante dificultad. ―¿Qué pasa? ―le interrogué, completamente desconcertado y sin ni siquiera imaginarme la causa de aquel estado de agitación. ―¿Sabes quién es la tía que está follando con el tipo del coche?.... ¡Es ella!, ¡de verdad!... ¡Es la mujer del cabronazo de Carlos!... ¡No me confundo, te lo prometo!... La he visto bajarse del automóvil y subirse la cremallera del vestido… ―proclamó con un brillo malintencionado en los ojos y mostrándome su móvil―.¡Mira!,¡Mira! Le he hecho una foto. ―¡No me la enseñes!¡…¡No!¡No!¡No!... ¡No quiero! ¡Se acabó esta historia para mí! ―demandé, con certeza en mis palabras. ―¿Qué dices?... Pero si tú mismo me has contado que Carlos te machacó vilmente y es un hijo de la gran puta que te ha despreciado sin respeto alguno… ¿Te has imaginado la venganza que disfrutarías colgando la foto de esa golfa en internet? ―me propuso, sorprendido y confundido por mi conducta . ―¡Necesito vivir! ¿No comprendes que la venganza no me ayuda en ello?... Solo me deportaría más dolor y sufrimiento. ¡Ya está bien!... Antes me diste la razón: por mis hijos y por mí, he de gozar de los bienes que el destino ponga en la puerta de mi casa. Es mi obligación… ¿Me entiendes? ―expliqué, experimentado un anhelo irresistible por huir muy lejos de allí. ―Pero y lo qué… ―trataba de añadir él. ―¡Chis! ¡Silencio, compañero! Has de saber que esta noche he contraído una gravísima enfermedad y tú fuiste el malvado transmisor y culpable: mi viejo oído solo es capaz de atender a tus fascinantes piropos a Marta, así que ya conoces lo que debes de hacer ―exigí, terminando con una sonora carcajada. ―¡Sinceramente no te comprendo! ―expresó, moviendo la cabeza. ―Ni yo tampoco, aunque, en honor a la verdad, me siento de puta madre en este novedoso sendero que acabo de iniciar… Pero contesta: ¿tan guapa es Marta? ¿Tú piensas que yo le gustaré? ¿Tiene hijos? ¿Es inteligente? ¿En qué trabaja? ¿Cuál es el color de sus ojos? ¿Su culo es bonito?...
Ignoro si es este el final que Javier hubiera querido para su cuento, o si lo que te he presentado era un primer capítulo de una novela de la que él me habló en cierta ocasión. Desgraciadamente no hallé nada más en su archivo. Por otra parte, como ya te mencioné al principio, su trágica muerte en un accidente de tráfico a los pocos días de sus últimas anotaciones en el texto, me impiden confirmarte estos aspectos, u otros que tu curiosidad pretendiera conocer.
Lo que si me gustaría añadir es que al releer de nuevo su escrito, con más años vividos y también con más experiencias buenas y malas guardadas en mi trasteado baúl de viaje; además de experimentar una inconsolable nostalgia por el amigo que se fue y con él que ya no volveré a compartir esos momentos inolvidables que grabaron huellas imborrables en mi existencia; he sentido en lo más profundo de mi alma una gran admiración por ese infinito coraje terminal de Juan, el personaje principal de Javier, que tuvo la hombría de relegar el odio previsible hacia un ser mezquino como Carlos, y el correspondiente deleite lógico de vengarse de él, por un ansia desesperada en aferrarse a la vida, precisamente para continuar viviéndola, con la totalidad de lo que ello implica de placer y de dolor.
Para terminar, he de añadir que no me parece justo que Javier no dispusiera de una oportunidad para reemprender su camino semejante a la de Juan, ya que él se lo merecía y se lo había ganado a pulso, simplemente por ser una persona, en el más amplio y complejo sentido de la palabra, con sus millones de virtudes y defectos que constituyen su individualidad, única e irrepetible. Pero este decorado nuestro es así: aquí sobrevive con ahínco y fuerza lo perverso y maligno, por más que nos empeñemos en hacerlo desaparecer, y se expulsa y extingue, a las primeras de cambio y sin razones con las que consolarse, aquello que nos otorga la categoría de humanos.
Aquel viernes después de comer, al levantarse de la silla del despacho de su casa para prepararse un café, Rafael escuchó el sonido estridente de su móvil. Durante unos segundos permaneció quieto, de pie, sin desplazar un solo músculo, con la mirada puesta en el teléfono, tratando a duras penas de ocultar la realidad y haciendo lo imposible por reunir la totalidad de la energía disponible en su ser, precisamente para huir de aquella escena y volver a renacer en otro lugar, muy lejos, a miles de kilómetros de allí. Y es que sabía a la perfección que esa forma de llamar, cargada de insistencia y desesperación, solo podía ser de su hermana María, reclamando y suplicando angustiosamente ayuda para su madre, Ana, que a sus recién cumplidos ochenta años, se iba poco a poco de esta dura vida, sin ni siquiera el derecho a reclamar un mínimo de dignidad en sus últimos momentos.
Pero súbitamente, algo muy dentro de él le colocó repentinamente en su deber ser y le recordó, con absoluta nitidez, que justamente a esa anciana, que ahora estaba postrada en una cama como si fuera un despojo que ya no sirve para nadie, le debía infinitud de cosas que ella se las regaló, porque sí y desde el primer instante que vino al mundo, sin pedir jamás nada a cambio, aunque fuesen unas simples palabras de agradecimiento. Seguidamente, enojado consigo mismo y recriminándose duramente esos pensamientos egoístas y repletos de ingratitud, que de vez en cuando afloraban en su mente en relación a las obligaciones que le deparaba el estado actual de su madre, cogió violentamente el móvil y pulsó con fuerza la tecla verde para aceptar la llamada, cerrando sus ojos e inspirando profundamente todo el aire que sus pulmones eran capaces de retener.
—Dime, Mari: ¿qué le pasa a mamá? —preguntó Rafael, resignadamente y temiéndose lo peor, sin saludarla previamente y dando por hecho que ese era el motivo, y no otro, que empujaba a su hermana para contactar con él. —Mamá está muy mal. Tiene problemas para respirar. No habla, no pide levantarse de la cama para sentarse en la silla, se niega a ingerir cualquier alimento y desde que la operaron en el hospital de la fractura de cadera, cada día va peor. Y por si fuera poco, su cuerpo se ha llenado de escaras… ¡Se nos va, Rafael, se nos va para siempre! —expuso María, con voz entrecortada, llorando y extremadamente abatida. —¡Tranquilízate, por lo que más quieras! Me tienes a mí para lo que haga falta. Ahora mismo meto algo en la maleta y me voy para allá en el coche. ¿Qué te ha dicho el médico? —mirando el reloj y echando una ojeada apresurada a una tarjeta con los horarios de barcos desde Algeciras a Ceuta, que había sacado de uno de los cajones de la mesa. —Yo sé mejor que nadie, por la forma en la que me mira, que ha arrojado la toalla y no quiere vivir más. No me hacen falta sus palabras para comprenderlo… ¡Pobrecita mía! ¡Pobrecita mi madre! —se compadecía ella, ahogada por su pena e impotente para responder en ese instante a la demanda de información de Rafael. —Mari, te lo ruego, contéstame: ¿su médico la ha examinado? —volvió a insistir él. —Sí… —confirmó María tras una breve pausa, respirando despacio varias veces e intentando hallar algo de serenidad para conseguir continuar—. Esta mañana, al verla tan malita, avisé a su seguro privado. Vino ese médico sudamericano que ha hablado contigo en otras ocasiones y que es muy cariñoso con mamá. Me informó que su cuadro clínico se había complicado bastante y que con su edad las probabilidades de superarlo eran muy escasas. Cuando le pregunté si la llevaba al hospital, me expuso que esa decisión me correspondía exclusivamente a mí. Al insistirle en lo qué haría él si se diese el caso de que fuera su madre, me puso la mano en el hombro y afirmó que la dejaría en su casa para que al menos tuviera el derecho a morirse entre los suyos… ¿Qué hago, Rafael?
Por unos segundos, su mente se quedó en blanco. No podía articular palabra alguna. Rafael se había preparado exclusivamente para proseguir acompañando a su madre en su lenta y persistente agonía, y no para asumir el rol de testigo forzado en un final inmediato y sin salida.
—Ni lo pienses. Mamá tiene que quedarse en su casa, sufriendo lo menos posible y arropada por las personas que la quieren. No podemos negarle el irse en paz —afirmó él, con plena convicción y guiado por un instinto puramente humano de que eso debía ser así y no de otra forma —. Si me doy prisas, puedo coger el barco que sale de Algeciras a las ocho de la noche. —De acuerdo. Te espero. Si se produjera algo más te llamo. Conduce con cuidado, por favor —se despidió María.
Rafael había nacido Ceuta, lo mismo que su hermana, un siete de mayo de 1957. Su padre, que falleció cuando él solo tenía quince años, y su madre vinieron a la ciudad siendo unos niños; una década antes de la guerra civil española, procedentes de dos pueblecitos de la Serranía de Ronda: Cortes de la Frontera y Gaucín; acompañados de los respectivos abuelos, que no tuvieron otra alternativa que dejar atrás sus orígenes para esquivar la miseria y acceder a unas mejores condiciones de trabajo.
Si le hubiesen dicho a Rafael que acabaría residiendo en Sevilla, no se lo hubiera creído jamás. Y es que su devenir estaba ligado, de una forma u otra, a Ceuta: así, en las calles del barrio de Villajovita, jugaba con otros niños y transcurrió su feliz infancia; en la plaza de los Reyes, de jovencito, con pantalones vaqueros y el pelo rizado a lo Jimi Hendrix, quedaba con sus amigos para intercambiar vinilos, hablar de política o ligar cuando raramente la ocasión se presentaba; en el salón de actos de lo que actualmente es la Facultad de Humanidades, organizaba las primeras huelgas y en la plaza de África se declaró a la que sería su esposa, Isabel, con la que tuvo una hija y con la que compartió muchísimas cosas, entre otras la profesión de maestro, que para él debía estar definida en cualquier circunstancia por una enseñanza renovadora e implicada en el cambio social.
Pero la vida es una caja de sorpresas y un día se separó de Isabel, cometiendo un error más en las páginas de su propia historia. Desde entonces, Ceuta le aprisionó con su otra cara más amarga y cruel: la de una urbe aislada, pequeña, pueblerina y conservadora, excesivamente encerrada en sí misma, donde casi todos se conocían y en la que los chismes y las habladurías sobre la dimensión personal de sus habitantes corrían, de boca en boca, a una velocidad de vértigo; martilleando, ensuciando y destrozando a las indefensas victimas y negándoles la oportunidad de reemprender nuevos caminos. En consecuencia, llegó a sentir una necesidad acuciante y asfixiante de evadirse del lugar que lo vio nacer y a la primera oportunidad que se presentó, hizo realidad sus deseos, habiendo transcurridos ya cinco años desde que se estableció en Sevilla.
Mientras Rafael conducía su auto por la autovía de salida de la capital andaluza, en dirección a Algeciras, y soportaba los interminables atascos que constituían el pan de cada día, no sé por qué se instaló en su pensamiento la idea de que tampoco era feliz allí, aunque nadie le señalara al andar, ni se viera obligado a escuchar ningún comentario injurioso sobre él, o sus seres queridos. Y es que hallaba demasiadas razones para ello: estaba lejos de las personas que lo querían; no encontraba a esa mujer con la que compartir ilusiones y esperanzas; pasaban bastantes semanas sin apenas hablar, o tomarse un sencillo café con un amigo, y le perseguía constantemente la sensación de ser un intruso en ese contexto y en ese grupo.
A la vez, conforme los kilómetros se perdían en la distancia, innumerables imágenes de su madre, en distintos decorados y épocas, se cruzaban por su cabeza como una vieja película muda inacabable, añadiéndole él frases y gestos de los que brotaba una mezcla sin límites de cariño, ternura, afecto y adoración. En unas aparecía abrazado a ella, acariciando sus manos, hundiéndose en su pecho y envuelto en una singular fragancia a hierba verde y a mar; que recorría cada centímetro de su cuerpo y alma hasta sumergirlo en un profundo sueño saciado de paz y de sosiego. En otras, abría la puerta del coche rojo de su madre, un viejo Seat 133 rojo con el que se presentaba frecuentemente en Málaga donde Rafael estudiaba Económicas, para cubrirlo a besos, ofrecerle mil sonrisas, obsequiarle con cantidades increíbles de seguridad en sí mismo y llenarle de comida la nevera del piso que compartía con otros compañeros.
—Gracias, mamá, por tantas cosas que me entregaste sin exigir nunca nada. Perdóname si no fui lo suficientemente hombre para agradecértelo y no tuve lo que hay que tener para ser consciente de la inmensidad de lo que me dabas —hablaba solo Rafael, con las manos agarradas al volante y los ojos humedecidos y posados más allá del horizonte.
Pero también se manifestaban por su juicio escenas recientes, compactadas y cementadas en sufrimiento, desconsuelo y pesar, que le empujaban a abismos en los que la soledad y la incomprensión lo aplastaban con poder absoluto. Recordaba que en una de sus visitas a Ceuta, antes de operarse ella de la cadera, no le quedó más remedio que cogerla en brazos y llevarla a la fuerza al cuarto de baño porque se negaba a lavarse, mientras le hincaba con una fuerza prodigiosa sus marchitas uñas en sus brazos, y lo insultaba con un lenguaje soez que producía terror escucharlo. Y observaba a su hermana allí, al lado de la bañera, llorando, perpleja y sin encontrar explicaciones para asimilar lo que contemplaba, precisamente de una mujer que llegó a ser un modelo a seguir para los que habían tenido la suerte de conocerla.
—¿Quién permite esto? ¿En nombre de qué se debe consentir tanta humillación para un final irremediable? —se interrogaba él, repetidamente e inútilmente, bajando las ventanillas del auto para disipar el ahogo que le producía el no descubrir una contestación, mínimamente racional, que pudiera justificar ese calvario.
Sobre las seis y media de la tarde, Rafael detuvo su coche en un área de estacionamiento próxima a Algeciras. No podía más, sentía una fuerte presión en el pecho y unas intensas molestias en la espalda. Precisaba urgentemente tomarse algo, relajarse y poner la mente en blanco, al menos por un instante. Al azar entró en una de las cafeterías, pidió un café y se lo llevó a una mesa libre donde se sentó en una de las sillas.
Al encender un cigarrillo su atención se concentró, imprevisiblemente, en una anciana en silla de ruedas situada en una mesa contigua a la suya. Estaba inmóvil, con la cabeza inclinada hacia un lado, ausente y ajena a ese mundo que corría delante de ella, aunque estuviese acompañada aparentemente por una pareja madura y dos niños que jugaban con unas estampas. La mirada extraviada en el infinito de aquella abuela era una copia perfecta y exacta de la que presentaba su madre, desde que claudicó a la fatídica demencia senil y a sus asociados trombos cerebrales. Y es que esa mirada… ¡Esa maldita mirada!, decía tantas y tantas cosas… que no estaba allí, que quería irse, que viajaba por su mundo de recuerdos, que había llegado su hora, que la dejaran en paz, que la respetasen, que no la crucificaran, que había dado mucho, que era un ser humano y no un puto paquete que se arrastra al antojo de los supuestos dueños.
Con el tiempo justo, llegó al puerto de Algeciras y consiguió, cuando los empleados de la naviera ya se preparaban para levantar la rampa de acceso de vehículos, embarcarse en el ferry de las ocho con destino a Ceuta. Tras dejar el automóvil en el garaje del buque, subió las escaleras que daban acceso al salón de la clase turista y buscó, con premura, un sillón limpio y aislado del bullicio donde reposar un rato. Pero al encontrarlo y disponerse a sentarse, un señor con el pelo canoso y de edad semejante, al que conocía desde sus tiempos juveniles en el instituto, se aproximó a él, llamándolo por su nombre.
—¡Rafael!, ¡Rafael! ¡Qué alegría de verte! —dijo aquel hombre, con gesto feliz y alargándole su mano. —Lo mismo te digo, Javier. Hacía por lo menos tres años que no coincidíamos, desde que estuvimos en el entierro del padre de Luis —declaró Rafael, levantándose y devolviéndole afectuosamente el saludo. —Así es. ¿Cómo estás? Por tu hermana, que me la encontré hace unos meses en el ambulatorio, sé que vives ahora en Sevilla y que a tu madre la habían operado de la cadera —manifestó Javier, depositando en el suelo una pequeña bolsa de viaje. —Bastante mal, Javier, si te soy sincero. A mi madre se le han complicado las cosas desde la intervención. Mi hermana me ha telefoneado esta tarde anunciándome que se nos va y que su médico le ha comunicado que hay pocas esperanzas de que mejore… —contestó él, con semblante decaído y esforzándose lo indecible por contener unas lágrimas que se le escapaban irremisiblemente. —Lo siento muchísimo…. El cuadro que padece tu madre lo conozco de otros pacientes y suele presentar, con el tiempo, estos finales. ¡Por favor, si necesitas algo, sea lo que sea, no dudes en pedírmelo! —expresó Javier, afectado realmente por la noticia y ofreciéndole toda la ayuda que podía prestarle, como médico y como amigo. —¡Gracias! Te lo agradezco sinceramente, pero por ahora mi madre está bien atendida. A estas alturas, ya solo deseo que pueda marcharse con dignidad —mencionó Rafael, sacando un pañuelo de su bolsillo y llevándoselo a sus ojos. —¿Quién le está siguiendo su caso? —preguntó el amigo. —Es un médico sudamericano de un seguro privado de mi madre. Se llama Agustín —respondió él, volviéndose a sentar al percibir cierta fatiga. —Lo conozco. Tiene una gran experiencia y es un buen profesional. De todas formas me pondré en contacto con él al llegar a casa. No tengo aquí su número de teléfono —afirmó Javier, extrayendo su móvil de la bolsa y examinando la pantalla del mismo durante unos segundos. —Yo tampoco. Si quieres se lo solicito a mi hermana —propuso Rafael. —No te preocupes, descansa ahora —le aconsejó Javier, al detectarle síntomas evidentes de agotamiento y cansancio —. ¿Sabes una cosa?... Pase lo que pase, nunca se me olvidará cuando tu madre me salvó la vida… ¿Te acuerdas?... Yo estudiaba en Granada, iba andando por el puerto de Algeciras con un macuto a la espalda, detrás ella y de tu tía, despistado como siempre y charlando con un amigo. En aquella época, por el muelle pasaba un tren. Sin darme cuenta, y a pesar de que el maquinista hizo sonar la bocina varias veces, no me aparté de la vía y uno de los vagones me enganchó por la mochila y me arrastró unos metros. Entonces empecé a gritar y tu madre, con una valentía y una fuerza increíble, me agarró y me empujó hasta que logré soltarme. Luego, me cuidó como si fuera su hijo, me llevó a un bar para que me tomara una tila y me acompañó en el autocar hasta Málaga, tranquilizándome y preocupándose por mí. —Lo recuerdo a la perfección. ¡Es increíble! Ahora mismo parece que te estoy viendo con mi madre cuando fui a la estación de autobuses. Tú no parabas de besarla y de proclamar a los cuatro vientos que habías vuelto a nacer, como si fueras un milagroso resucitado —añadió Rafael, reproduciendo fielmente aquella escena en su cerebro y con una ligera sonrisa dibujada en sus labios. —¡No era para menos!… Bueno, tengo que dejarte, mi esposa y mi hijo me están esperando. Esta noche me pongo en contacto con Agustín y no lo olvides: para lo que te haga falta, llámame. Mañana hago lo que sea para visitar a tu madre. Sigue sentado, por favor, y duerme un rato. Te vendrá muy bien —le recomendó Javier mientras cogía su bolsa, al observar que Rafael trataba de incorporarse del asiento para despedirse de él —. Nos vemos mañana. —Adiós, Javier. Hasta mañana —pronunció él, acomodándose lo mejor que podía en el sillón y cerrando lentamente sus párpados.
Durante más de media hora Rafael se dejó llevar por un incontenible aviso básico de subsistencia que le demandaba, apremiantemente, la obligación inexcusable de descansar, quizás porque era consciente de la exigencia de reponer fuerzas para hacer frente lo que el destino le pudiera deparar en aquellas tristes circunstancias. Casi sin darse cuenta, paulatinamente, se vio sumido en un sopor intenso y aplastante, que lo empujaba a una dimensión de vacío absoluto donde los límites de sí mismo se difuminaban y de la que se escapaba, a veces y de forma brusca y violenta, con breves despertares sobresaltados y colmados de un sudor sofocante, en los que algo semejante a una foto fija de su vida recorría su mente para desaparecer a los pocos segundos, justamente cuando esa agobiante somnolencia lo volvía a retener entre sus brazos.
Seguramente motivado por el reciente encuentro con Javier, en uno de aquellos instantes de desvelo, rememoró, con una precisión asombrosa, una conversación telefónica que había mantenido hacía ya cinco meses con un individuo del servicio de urgencias de la Seguridad Social, sobre las doce de la noche y aproximadamente a las dos semanas de regresar su madre a casa, tras la operación en el hospital:
“—¿Servicio de urgencias? —interrogó Rafael. —Sí, dígame —respondió el sujeto. —Perdone que le moleste, señor. Soy el hijo de Ana Fernández Ramírez, una señora de ochenta años que padece demencia senil y que recientemente ha sido intervenida de una operación de cadera en el hospital civil de Ceuta. Mi madre no puede moverse de la cama y, en uno de sus desvaríos, se ha quitado la sonda que le pusieron. ¿Sería posible que me enviaran a alguna persona para colocársela? —planteó Rafael, con extremada cortesía e ingenuamente convencido de que requería un servicio plenamente admisible y factible. —No es posible eso. Tiene usted que traerla a urgencias e ingresarla en el hospital —aseveró el hombre, con un tono contundente y seco. —Sin ser especialista en el tema, creo que sería una locura desplazarla en su estado, y menos para colocarle simplemente la goma de la sonda —expuso Rafael, aturdido y confuso por la suprema irracionalidad de la alternativa que le proponían. —Llame usted a una ambulancia. Si no tiene más que decirme, le ruego que cuelgue y deje libre la línea —solicitó el tipo, con prisas por desembarazarse del problema. —¡Madre santa de Dios! —proclamó Rafael, apretando con vigor el cable del teléfono y haciendo denodados esfuerzos por insistir —. ¡Señor, por favor, escúcheme! ¡Se lo ruego! Mi madre no puede andar, es incapaz ni siquiera de apoyar las piernas en el suelo. La última vez que vino la ambulancia, antes de operarla, los empleados tuvieron muchísimos problemas para colocarla en la camilla y sacarla por la puerta de la casa, que es bastante estrecha. Además, en su estado, sería muy peligroso para la cicatrización de los puntos. Por otra parte, cada vez que va al hospital, sus síntomas de demencia se agravan considerablemente y su cuerpo acaba repleto de escaras. —Le repito que me es imposible enviarle a nadie —ratificó el fulano, insensible al drama que se experimentaba al otro lado del teléfono. —¡No tienen vergüenza! Comprendo perfectamente que recibe órdenes de un superior, pero al menos podía mostrar algo más de empatía, aunque fuese por caridad o humanidad… Ojalá nunca se vea en mi situación, ni tampoco el golfo que manda por encima de usted, porque si así fuera, llegarían a comprender el sufrimiento y la desesperación que padecen los enfermos como mi madre, y sus desgraciados familiares, ante el abandono y la dejadez que han de sufrir por parte del Estado, después de entregarle toda una vida de trabajo —explotó Rafael, encolerizado y desesperado por la lucha sin cuartel que debía mantener, para simplemente salvar el respeto a ella en una batalla perdida de antemano.”
El llanto de un niño pequeño caminando delante de un hombre de origen magrebí, que salía de uno de los servicios del buque con el pelo humedecido y una toalla alrededor del cuello, despabiló repentinamente a Rafael y lo devolvió con ímpetu al mundo real y supuestamente compartido con los demás. Perezosamente observó su reloj, que señalaban las nueve de la noche, y dedujo que ya debía encontrarse en las costas de Ceuta.
A continuación, un impulso muy interior lo levantó del asiento y a través de una de las ventanas cercanas contempló absorto, durante varios minutos, la bocana del puerto y las zonas de la ciudad aledañas al mismo, sintiendo en ello un supremo placer; mientras los últimos rayos de Sol se deslizaban, gota a gota, por la totalidad de los fragmentos de su ser; y hallando una paz y un sosiego que hacía tiempo que buscaba y no encontraba. Era como si de pronto alguien, compadecido por lo que estaba soportando, le hubiera lanzado misericordiosamente a un paraíso mágico en el que sus incontables fragancias, calles, ruidos, paisajes, voces, caras, sentimientos, experiencias, historias y otros miles de elementos más que lo definieran, adquiriesen sentido en lo más hondo de su conciencia, porque tal vez ese lugar constituía el medio del que formaba parte y con el que adquiría significado cada paso de su existencia.
—Se comunica a los señores pasajeros con vehículo a bordo que ya pueden acceder al garaje… —se informó por los altavoces del barco.
Rafael, al oír estas palabras, selló de nuevo su ensimismamiento y recordó que aún no había contactado con su hermana para decirle que ya había llegado. Sin pensarlo dos veces, se encaminó hacia las escaleras que conducían hasta el garaje, localizó el coche y se introdujo en él. Seguidamente cogió otro cigarrillo, lo encendió y pulsó en su móvil el nombre de María.
—Ya estoy entrando en el puerto, Mari. ¿Cómo sigue mamá? —preguntó él. —¡Se muere, nene! ¡Se muere!... ¡Pobrecita mía! —manifestó ella, entre sollozos continuos y sin esperanzas de ningún cambio en la situación—. A los quince minutos de conversar contigo esta tarde, observé que estaba muy rígida y que su respiración se apagaba. Volví a avisar al médico y después de verla hace escasamente media hora, me ha comunicado que en sus condiciones va a ser difícil que sobreviva a esta noche. Igualmente he revelado a la tita Josefa lo qué ocurría y ahora mismo se encuentra con ella en su dormitorio… ¡Si las vieras en este momento a las dos, cogiditas de la mano, como queriendo no separarse jamás!... ¡No es justo que mi madre se me vaya!... También ha venido Isabel. —Te comprendo mejor que nadie, Mari, pero en estos instantes es cuando debemos sacar fuerzas de dónde sea para que mamá pueda partir en paz. ¡En menos de diez minutos me tienes en casa! —declaró él, haciendo acopio de la escasa fortaleza de la que disponía, con el fin de calmar y proporcionar entereza a su hermana.
Al colgar, Rafael no pudo fingir por más tiempo y se doblegó pasivamente al dolor que emanaba a borbotones de su corazón, golpeando violentamente el volante del auto, llorando e insultando a esos principios sagrados que justificaban el perder personas tan amados como una madre. Exhausto y agotado por esta entrega desesperada, la explosión de desconsuelo fue dejando paso gradualmente a un estado de aturdimiento y perplejidad, unido a una mezcla de sensaciones de vacío, ahogo y presión en el pecho, que le obligaron a bajar velozmente los cristales del auto en busca de un aire que faltaba en sus pulmones.
Tras ello, poco a poco, fue reanudando su respiración hasta que el ruido del claxon de los coches posteriores al suyo, que esperaban impacientemente salir del garaje para acceder a la rampla de desembarco, le hizo caer en la cuenta de que ya había llegado. Como un autómata, accionó la llave de contacto y pisó el acelerador, abandonando el barco y desplazándose lentamente encerrado en una fila de autos, en dirección al control de la Guardia Civil. En este corto trayecto, su pensamiento se obsesionó insistentemente en la necesidad urgente de recobrar el coraje y la fortaleza, que eran aspectos esenciales para él en aquel lance de su existencia, probablemente por ese papel de hombre de la casa que tuvo que asumir con solo quince años al morir su padre, a la vez que el intenso y profundo olor a mar de Ceuta, invadía y penetraba por cada pliegue de su alma, reanimándolo y tonificándolo hasta conseguir una disposición de ánimo muy diferente a la que le atrapaba y oprimía hacía solo breves instantes.
Cuando dejó atrás aquellos guardias de uniforme verde e inició el recorrido desde el puerto hacia la casa de su madre, situada en la barriada de Villajovita, un sin fin de trozos de su vida íntima y personal comenzaron a impactar y a acumularse en su mente, sin orden ni concierto alguno, destapados y activados por cualquier cosa o lugar, por insignificante que fuese, en las que el azar detenía y sujetaba a su mirada: una mesa de una cafetería en la que Rafael fue feliz una mañana de domingo, sencillamente contemplando a Isabel, sonriendo y planificando innumerables proyectos y viajes; un pequeño parque al que acudió una noche, destrozado y sin lograr reconocerse a sí mismo, para concertar una vulgar cita con una amante aprendiz de mujer; una calle por la que andaba, con doce años y una maleta repleta de libros, acompañado de un alto y barbudo profesor de Latín, que le hablaba de mundos lejanos y distantes, o el bordillo de una acera donde una tarde de verano se sentó para contar hermosos cuentos de príncipes y princesas a su hija, que en aquel entonces solo tenía seis años, mientras ella se abrazaba fuertemente contra su pecho y él le acariciaba suavemente sus negros cabellos rizados.
En menos de diez minutos Rafael divisó el domicilio de su madre; una casa de planta baja, con un coqueto patio de muros blancos, impregnado en un embriagador aroma a dama de noche y a flores de azahar; y aparcó el automóvil justamente frente a la puerta de entrada, que inusualmente se encontraba abierta y desde cuyo interior se escuchaban desgarradores llantos y lamentos de dolor de un coro de mujeres, entre los cuales percibía claramente los de su hermana.
―¡Llegué tarde! ¡Llegué tarde!... ¡Otra vez llegué tarde! ―reiteraba acusatoriamente él, con lágrimas surcando su rostro y suspiros entrecortados, pegándose frenéticamente con sus manos en la cara ―. ¡Maldito sea yo mil veces!
No podía ni quería abandonar el coche y lentamente el silencio fue apagando la desesperación. Su resistencia había tocado fondo y durante un tiempo que fue incapaz de determinar, un frío que nacía desde lo más hondo de su ser y que le originaba temblores en cada milímetro de su piel, lo mantuvo agarrotado y contraído, impedido para decir ni hacer nada y sumido en una completa confusión y desconcierto, donde tal vez no cabía más salida que algo, o alguien, mostrara benevolencia con él y lo sacara apremiantemente del caos que sufría, guiándole en la dirección a tomar y con la que atrapar una mínima esperanza de huida.
―¡Ya está aquí su hijo! ―anunció una vecina al resto de señoras que ocupaban la vivienda, al asomarse a la calle y advertir la presencia de Rafael dentro del auto.
Esa voz lo devolvió despiadadamente a la escena, recordándole sin contemplaciones sus deberes en el trágico episodio. Simultáneamente, se sintió atropellado por una resolución incontestable, ajena a su voluntad, que lo forzó a renunciar a la burbuja aislante de su automóvil y le exigió marchar con paso firme hacia la casa, aunque sin conseguir borrar de su juicio la extraña e incongruente sensación de que todo lo que estaba viviendo no era más que una absurda e incomprensible pesadilla, de la que tenía y debía evadirse en el momento menos esperado.
Al adentrarse en la vivienda y dirigirse hacia el dormitorio de su madre, los rostros femeninos allí congregados incrementaron apreciablemente sus plañidos y suspiros, no apartando sus miradas de él, a la vez que recibía un sin fin de abrazos y besos de personas que bloqueaban insistentemente su camino, y que en la mayoría de las ocasiones no alcanzaba a reconocer. Cuando por fin logró entreabrir la puerta de la habitación, experimentó un singular miedo al darse de bruces con el reino de la muerte.
Y es que aquel cadáver postrado en la cama; rígido y flácido, tajantemente inerte y mustio, de palidez extrema y facciones afinadas por la extenuación y el desgaste de una cruel y despreciable agonía, que no dudó en despojarle sin clemencia de cualquier condición humana, encogido y recogido en sí mismo en un círculo infernal para facilitar el ingreso en la suprema nada; era, ni más ni menos, lo único que quedaba ya de su pobre madre.
―¿A qué parece que está dormidita? ―le interrogó María al verlo en el cuarto, sentada en el borde de la cama, con un pañuelo encima de su falda y aspecto muy fatigado, tras besar tiernamente las mejillas de la difunta.
Rafael no contestó. Permanecía de pie, a su lado, imposibilitado para enlazar tres palabras juntas, o simplemente manifestar algún ademán de cariño o saludo hacia su hermana, absorbido y entumecido por una amalgama de sentimientos opuestos y contradictorios: la responsabilidad de estar ahí, al lado de su hermana, acompañando y velando a los restos de su madre, como muestra de respeto y cariño hacia el ser amado que se fue; el instinto brutal por fugarse y desaparecer ante un cúmulo de normas sociales, hipócritas y falsas, que vienen adheridas a los sepelios, empañándolos de extrema falsedad y comedia; el menester de incorporar, a pesar del dolor, esas imágenes terminales de la mujer que lo concibió y completar así el recuerdo de ella, al que invocar y adorar cuando la añoranza hiciera acto de presencia; el temor por volver a redescubrir la fragilidad de la vida y sus injustos e indecorosos desenlaces, o la soledad y el desconsuelo que le originaba el asumir la orfandad de padre y madre, especialmente al notarse arrojado a una etapa final de la vida, que poco antes ocupaban ellos y en la que nunca imaginó arribar.
―Así es, María… ―confirmó Isabel, también presente en la alcoba, rompiendo el mutismo de la escena y no dejando de contemplar con preocupación a Rafael, que exteriorizaba una imagen extenuada e intentaba en vano poner paz en su mente, apoyando la espalda en la pared y observando distraídamente las macetas del patio―. ¿Estás bien, Rafael? ¿Te preparó algo de comer? ¿Quieres un café? ―Gracias, Isabel, pero solo necesito respirar unos segundos. Ahora vuelvo. Me voy al patio donde parece que no hay nadie ―expuso él, encaminándose hacia la cristalera del dormitorio que daba acceso al mismo y deslizando una de sus mamparas.
Al penetrar en su interior, distinguió la vieja mecedora donde su madre solía sentarse en las tardes de verano y se dejó caer sobre ella, cerrando los ojos gustosamente y extasiándose con la infinitud de aromas que se desprendían de las flores y el canto monótono de unos grillos. Inesperadamente, se esparció por su alma ese olor a hierba verde y a mar que le rememoraba frecuentemente a su madre, cuando de pequeño corría asustado hacía sus brazos y escondía la cabeza angustiosamente en su pecho, y comenzó a fluir por sus venas una intenso sopor, que gradualmente lo lanzó a un abismo negro y oscuro, en el que la frontera de su conciencia se diluía y dejaba de poseer entidad propia.
Pero transcurridos lo que para Rafael fueron exclusivamente unos minutos, una húmeda y gélida presión en la parte posterior de su cuello lo arrancó, con salvaje ímpetu, del adormecimiento en el que se había hundido, y al intentar girar instintivamente la cabeza para descubrir la causa de ello, sus ojos tropezaron, de forma sorprendente, con los dedos animados de la mano de una mujer posados en su hombro izquierdo, portando uno de ellos, contra cualquier lógica y racionalidad, un anillo exactamente igual al que llevaba poco antes su expirada madre, cuando la contemplaba desalentado en la alcoba.
Inmediatamente, mientras esos dedos no cejaban de rozar su hombro, se demandó ahuyentar, con exagerado delirio y frenesí, a sus descabelladas e insensatas hipótesis para identificar a la dueña de aquella mano, que se generaban a una velocidad endiablada en su disparatado entendimiento, con el simple acto primario de levantarse de la mecedora y colocarse, cara a cara, frente a ella. Sin embargo, una resistencia sobrehumana, ajena a él, le bloqueaba con insistencia cualquier tentativa de desplazamiento de su cuerpo, por pequeña e insignificante que fuese, percibiendo una desbordante angustia y ansiedad, tan grande como si le desposeyeran al instante del sentido de la vista y le obligaran a encerrarse en una urna de cristal transparente, sin más ayuda para ver e interpretar lo que acontecía a su alrededor que las conjeturas que se dignara a lanzarle su mente.
―¡No puede ser mamá! ¡No puede ser!... Mamá está muerta ¿Comprendes?... ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!... ―se repetía hasta la saciedad Rafael, encadenado por un mundo sin barreras entre lo real e irreal.
A continuación, demencialmente e inconcebiblemente, el aliento de una voz, también idéntica a la de su madre, se infiltró por su debilitado juicio, salpicando los más recónditos y apartados rincones de sí mismo: ―¡No te atormentes, mi tesoro! Mi martirio por fin concluyó y yo sé que me marcho para no regresar jamás… ¿Sabes una cosa?... Sería muy feliz si la virgen me regalara la gracia de apretujarte otra vez entre mis brazos, como cuando eras un niño y te refugiabas en mi pecho, aunque tuviera que padecer el doble que lo que he sufrido, pero eso tan hermoso, Rafael, ya no me lo concederá. ―¡Por favor, mamá, quítame esto! ―solicitaba él, sollozando y sin conseguir que sus músculos le respondieran, completamente inmovilizado en la hamaca ―¡No te vayas! Mari y yo te necesitamos a nuestro lado. ―¡Escúchame, hijo mío! No debo ni puedo hacerlo. Le prometí a la virgen que solo permanecería contigo el tiempo necesario para pedirte dos cosas… Rafael, te lo suplico: no sigas huyendo, vuelve a tu tierra y a tu casa, que es esta. No permitas que unos pobres desgraciados te alejen de lo que es tuyo. Reconstruye tu vida con Isabel, aquí, a la vera y en compañía de las personas que te quieren de verdad. Ella te ama y es una buena mujer. No encontrarás a nadie igual ―rogó la voz. ―Ten por seguro que así se cumplirá. Ahora me toca a mí: te imploro de rodillas que te quedes, no es justo caminar sin madre. Además, la virgen no existe y nada tiene derecho a reclamarte ―declaró Rafael, ávido de cualquier pretexto para retenerla a su lado. ―Ni yo ya tampoco, corazón de mi alma ―sentenció ella.
De repente, sin otra explicación añadida, aquella voz desapareció perpetuamente, y Rafael advirtió que su sangre retornaba a su cuerpo y que sus miembros ahora si eran capaces de ejecutar sus órdenes y de levantarlo de la mecedora. Con gran desasosiego, obcecado por el impulso de conservar y retener lo que se le escapa irreparablemente de las manos, comenzó a correr por el patio como un poseído; buscando quién sabe qué, tropezando torpemente con varias macetas y llamando a voces a su madre, hasta que cayó de bruces en el suelo, extenuado y desfallecido.
María e Isabel, al oír los gritos desencajados de Rafael, acudieron con apremio al lugar donde se hallaba. Inmediatamente, a duras penas y con denodados esfuerzos, lograron incorporarlo y sentarlo de nuevo. Poco después recuperó paulatinamente el ritmo de su respiración, reanimado por el agua que le dio a beber una vecina que, momentos antes, se encontraba con las dos mujeres en el dormitorio.
―Mari, mamá acaba de hablar conmigo. Ya se ha ido; no obstante, no he conseguido convencerla para que permaneciera con nosotros ―dijo Rafael, mirándola fijamente. ―Eso no es cierto, mi niño. Es verdad que mamá se fue, pero siempre estará en ti y en mí, porque toda ella sobrevive y sobrevivirá en los dos, y en nuestros hijos, y en los hijos de nuestros hijos, por los siglos de los siglos ―afirmó María, besando dulcemente la frente de Rafael y abrazándolo exactamente del mismo modo que lo hacía su madre.
Aquella tarde de verano, después de comer cualquier cosa y lavar los platos, Juan cerró la puerta de la cocina de su casa y se dirigió al salón, con paso cansino y la mente atrapada por miles de imágenes, que a toda velocidad y sin orden ni concierto alguno, martilleaban sin compasión su pensamiento. Al echarse en el sofá, percibió que unas lágrimas se escapaban y se deslizaban lentamente por su rostro.
—¿Por qué te fuiste Antonia y me dejaste aquí, solo y sin ti?… ¿Cuándo terminará este infierno, de una vez por todas? —se preguntaba a sí mismo, sin esperanza de encontrar respuesta de ninguna clase, mientras que sus dedos recogían suavemente las gotas que brotaban desde lo más hondo de su alma.
Necesitaba dormir, aunque fuera solamente cinco minutos, para hallar algo de paz y sacar fuerzas desde la nada con las que caminar un día más. Desde que Antonia, su compañera de toda la vida, murió tras una penosa y larga enfermedad, hacía ya seis dolorosos meses, las noches se habían convertido para Juan en un brutal suplicio, en el que la única salida era esperar, estoicamente y en vela, el sonido del estridente despertador que anunciaba, por fin, el cese temporal de la pesadilla interminable, ante la obligación inexcusable de levantarse de la cama para ir a trabajar, y así ganar el sustento con el que hacer frente a los gastos de su hijo, que estudiaba bellas artes en Barcelona.
—¿Es posible explicar que dos personas puedan llegar a constituir una sola, y que la mayor injusticia del mundo sea separar esa fusión, que el amor y la vida configuró con el transcurrir de los años?... ¿Qué sentido tiene en ese caso la existencia de una parte sin la otra? —seguía interrogándose, con angustia y amargura, precisamente al recordar las palabras cariñosas de un amigo suyo de la infancia que, compartiendo un café con él hacía ya unos días, le exhortaba, con la mejor intención del mundo, a que guardara poco a poco los recuerdos de Antonia en un hermoso y preciado cofre y que reemprendiera, simultáneamente y cuanto antes, una nueva realidad. —Pero… ¿Cómo se hace eso?... ¿Cómo se empieza otra vez?... Si cada paso que he dado lo he compartido con ella, desde que era un niño y la esperaba, pacientemente, en la puerta de su casa para jugar a los príncipes y princesas —continuaba interpelándose, desgarrándose en mil jodidos pedazos y aprisionado por los barrotes de un círculo sin fin, que irresistiblemente le empujaba, una y otra vez, al mismo punto de partida.
Seguidamente, sin saber por qué, Juan comenzó a padecer una sensación de asfixia, acompañada de un punzante dolor en la frente, como si se sumergiera violentamente en el mar y gradualmente le faltara el aire. Bruscamente, impulsado por un incontrolable instinto de supervivencia, se incorporó del sofá y se encaminó con prontitud hacia la ventana del salón, subiendo la persiana con furor.
Durante unos minutos, que a él le parecieron horas, permaneció de pie, con la cabeza apoyada en la pared, respirando profundamente y advirtiendo, con absoluta nitidez, el movimiento de subida y bajada de sus pulmones, a la vez que observaba, con abatimiento y desesperanza, cada rincón y objeto de la habitación. Tal vez con la vana ilusión de ser testigo afortunado de un milagro imposible: el que Antonia apareciera allí, en ese momento, para abrazarlo y besarlo con todas sus fuerzas, hasta que ya no quedara nada de él; el que ella le dijera dulcemente al oído, en ese instante y en ese espacio, una vez, mil veces, un millón más, “Te quiero” y el que cogiéndole de su mano, se lo llevara a su lado para permanecer eternamente juntos, sin que nada ni nadie pudieran separarlos jamás.
Pero Antonia no se presentó, la historia de los últimos seis meses proseguía repitiéndose de forma inmutable y el prodigio tampoco se cumplía. Era inútil escapar a la verdad: su compañera se fue para siempre, con un billete con destino al mundo de la nada, y ya no volvería a verla en lo que le quedaba de existencia. A pesar de ello, Juan, sin acabar de asumir y aceptar lo que había, persistía, ilusoriamente y obsesivamente, en buscarla y en llamarla, más allá incluso de sus recuerdos y de aquello que convenimos como lógico y normal, seguramente porque para este hombre la vida no poseía justificación si no caminaba a la vera de su amada.
Y cuando ya se colaba peligrosamente por su juicio la idea extrema de acabar cuanto antes con su fatídico calvario, concluyéndolo por la vía más rápida y contundente que conocía, rememoró, de forma salvadora e increíblemente oportuna, unas palabras que Antonia le dirigió en sus últimos instantes, justamente mientras ella esperaba, postrada en la cama y con santa resignación, su trágico desenlace final:
—Prométeme Juan, por lo que más quieras, que vas a seguir luchando por nuestro hijo Alfonso cuando yo ya no esté aquí… Te lo suplico y te lo pido por ese ilimitado amor que hemos tenido la dicha de vivir los dos.
Al evocar en su mente esa escena final cargada de tantas cosas para él; como la mirada penetrante e implorante que emanaba de los ojos de Antonia, con la que envolvía cada sonido que sus labios lograban articular, o el sobrenatural vigor con el que ella se aferraba desesperadamente a sus manos, aguardando una contestación suya que ya sabía de antemano; Juan experimentó un amargo sentimiento de culpa al reflexionar sobre el hecho de que, durante unos segundos, había ignorado inconscientemente el compromiso que, libremente, asumió ante su amor en aquella triste ocasión. Precisamente al dar cabida en su pensamiento, poco antes, a la idea del suicidio, empujado y cegado por ese deseo irracional e incontenible de volverla a tener a su lado, al precio que fuese.
Transcurridos unos minutos, consiguió reanudar paulatinamente el ritmo habitual de su respiración, aunque no pudo evitar que el abatimiento y el desaliento aprisionaran de nuevo su alma, saciándola de tinieblas y ocultando cualquier atisbo de paz y de sosiego interior. Y es que no divisaba más luz que la de subsistir, a duras penas, para cumplir lo que un día juró a Antonia y por ello, quizás, no distinguía más alternativa que la de dejarse caer, lastimosamente y flácidamente, en el suelo de la habitación como si fuera una marchita hoja otoñal desprendida, en contra de sus deseos, del árbol para la que fue concebida, sin más destino que el ser arrastrada a cualquier lugar por el poderoso e implacable dios del viento.
Inesperadamente, un estridente y seco sonido metálico, que provenía de la verja de la ventana y que se repitió varias veces, atrajo la atención de Juan, activando vivamente sus músculos y apartándolo repentinamente del estado de ensimismamiento en el que se encontraba.
—Ya están los golfos tirando piedras para matar el aburrimiento. ¡Malditos sean! —dijo Juan enfurecido.
Recordaba lo nerviosa que se ponía Antonia cada vez que tenía que salir a la calle para regañar y dar la cara ante los “discriminados”. Así llamaba él a los gamberros del barrio, que no cesaban en su empeño de amargar la existencia a la poca buena gente que aún se resistía a marcharse del lugar.
Sin dudarlo, se levantó del suelo con una rapidez prodigiosa y en pocos segundos, corriendo y sin tiempo para ponerse ni siquiera una camisa, se plantó en el recibidor, frente a la puerta de acceso a la calle, como si nada hubiese cambiado y persistiera su obligación inexcusable de luchar, contra viento y marea, por el descanso y el bienestar de Antonia. Pero cuando sus dedos tocaban las llaves de la cerradura, súbitamente, su cuerpo se inmovilizó completamente al percatarse de la dura y triste realidad:
—¡Madre de mi corazón bendita, ayúdame!... ¡Te lo ruego por lo que más quieras! —imploró Juan, mirando fijamente el techo de la habitación, con gesto afligido y las manos apoyadas en la puerta—. ¿Dónde voy yo si Antonia ha muerto? ¿Para qué voy a salir y soltar la reprimenda a esos desgraciados?... Ya no tengo tesoro que vigilar. Me lo robaron sin misericordia hace seis meses.
Exactamente al concluir estas palabras, escuchó una voz de una mujer que, desde la calle, demandaba auxilio, con tono desgarrador y suplicante:
—¡Socorro! ¡Socorro!...Yo no os he hecho nada. ¡Dejadme en paz, por favor! —pedía la mujer, entre burlas y risas de varias personas cercanas a ella.
Sin pensarlo, abrió la puerta y el espectáculo que presenció difícilmente se le olvidaría el resto de sus días: una señora, de unos cincuenta y tantos años, con el pelo castaño y vestida con una camisa blanca y un pantalón azul, estaba sentada en el borde de la acera, llorando, con sangre en la cara, mientras que con sus manos trataba de proteger, inútilmente, a un pequeño perro que no paraba de aullar y ladrar. A unos cuantos metros de la mujer, varios adolescentes, impunemente y sin manifestar lástima alguna, se mofaban de ella, no dudando en tirarle piedras, de considerable tamaño y sin ningún reparo, en un acto inhumano que poco tenía que envidiar a una cruel y salvaje lapidación.
Al ver a Juan, los muchachos huyeron precipitadamente, profiriéndole insultos de todo tipo y sin recibir ni una amonestación siquiera por parte del resto de vecinos de la calle, que permanecían encerrados en sus casas sin hacer acto de presencia, aunque fuese simplemente para interesarse por lo qué pasaba.
—¿Está usted bien, señora? —preguntó él, conmovido y asqueado por las barbaridades de la condición humana, además de intranquilizado por el estado de salud de ella. —Sí… No se preocupe —respondió la mujer, presentando una sorprendente sonrisa dibujada en sus labios y limpiándose sosegadamente su rostro, con un pañuelo que humedeció previamente con el agua de una pequeña botella que llevaba en el bolso—. Solo se trata de una pequeña herida en la cara y algunas magulladuras en el brazo. Yo entiendo de esto. Confíe en mí, he sido enfermera. —Con su permiso, voy a llamar a la policía —le propuso Juan, dispuesto a hacer algo, aunque solo fuera testimonial, y con cierta perplejidad por la serenidad que manifestaba ella a pesar de lo ocurrido—. Estas canalladas a la dignidad humana no pueden quedar inmunes. —Le pido que no lo haga, señor —le rogó ella—. No sabían lo que hacían. ¡Perdónelos, no llegan a más! Además, no comprendo por qué me han hecho esto. Otras veces hablan conmigo y no tengo problemas con ellos —le solicitó la señora, esforzándose por encontrar una justificación, mínimamente racional, para explicar lo sucedido. —¿Cómo se llama usted, señora? —le interrogó él, experimentando un deseo, inexplicable e incontrolable, por conocer más profundamente a una mujer que era capaz de indultar a unos seres que, solo unos minutos antes, la habían humillado y degradado de forma vil y mezquina. —Francisca —contestó ella, ofreciéndole afectuosamente su mano. —Yo soy Juan —se presentó, conmoviéndose inverosímilmente por algo muy querido y amado, que no se atrevía a descifrar y que impactó en lo más hondo de su alma, al sentir la mano de la señora posada sobre la suya—. Hágame caso, Francisca, esta gentuza no tiene límites. Si no llama a la policía y no pone una denuncia, que al menos les demuestre que usted no se va a quedar con los brazos cruzados ante sus maldades, corre el peligro, real y evidente, de que vuelva a sufrir en sus carnes el suplicio de esta tarde. —Si eso fuera así, Juan, y perdone que le tutee, mi tormento sería infinitamente menor que el que tú llevas a cuestas y sobre tus espaldas, desde que Antonia ya no está contigo —manifestó Francisca, plenamente convencida y con una expresión plácida y dulce.
En un primer momento, se quedó perplejo, bloqueado y sin fuerza alguna para añadir ningún comentario, al juicio que Francisca acababa de formular sobre su vida en los últimos seis meses. Al principio tuvo plena conciencia de que no debía dar crédito a las palabras que escuchaba, precisamente porque esa señora no lo conocía y era imposible que intuyera nada de él, pero poco a poco, tal vez empujado por su personalidad soñadora e impulsiva, se dejó llevar por la nube del absurdo. Y cuando eso ocurría, ya no podía desandar lo andado y surgían en su pensamiento montones de preguntas, sin respuestas y a un ritmo de vértigo, que quedaban apiladas unas encima de otras, cubiertas de un manto de miedo a lo desconocido y una necesidad imperiosa de descifrar lo que ignoraba.
—¿Cómo sabes de mi padecimiento? ¿Quién te ha hablado de mí? ¿Por qué me dices eso? —trataba de averiguar Juan, con impaciencia y premura. —Ella me lo contó una noche que la vi, hace ya una semana —declaró la señora, como si ello fuera perfectamente posible y aceptable. —Lo que expresas, desgraciadamente para mí, no puede ser cierto ya que Antonia falleció hace seis meses —asintió él, recurriendo a la totalidad de sus energías para recobrar la calma al advertir, repentinamente, que Francisca no estaba bien. —Fue aquí, justamente donde me encuentro ahora sentada —continuó hablando la mujer, haciendo caso omiso a las palabras de Juan—. Recuerdo que en la madrugada del miércoles pasado, al no lograr conciliar el sueño, me levanté de la cama y salí a la calle a pasear con mi perro. Al aproximarme a tu casa, sobre las tres de la mañana, distinguí una luz muy intensa y brillante que procedía del callejón. Sin saber lo que hacía, me vi arrojada hacia este lugar y al llegar me encontré, inconcebiblemente, a una mujer, con un vestido blanco ibicenco y el pelo suelto de color castaño, descalza y con varias pulseras de colores en su brazo derecho, que se hallaba de rodillas delante de tu puerta, rezando y pronunciando en varias ocasiones tu nombre. Al acercarme… —Francisca, permíteme que avise a algún familiar o amigo tuyo, para que te acompañé a casa —le interrumpió Juan, inquieto por el desvarío que narraba Francisca y deseando buscar una excusa para concluir aquel disparate. —No tengo a nadie. Vivo completamente sola desde que mi marido murió, hace ya varios años, en un accidente de coche —explicó Francisca, que prosiguió impasible su relato—. Cuando estuve al lado de ella, detuvo su oración y me miró fijamente y en silencio, durante unos minutos, como si penetrará en lo más profundo de mi alma. Después, tomando mis manos, me dijo: “Me preocupa mucho Juan. Me echa demasiado de menos. Hace seis meses que mi enfermedad me obligó a marcharme muy lejos de él. Hemos compartido una vida entera y no sabemos caminar el uno sin él otro. Cada noche acudo a mi cita y vengo a mi casa, a rezar por mi hijo y por él, para que sean felices y se encuentren bien”. —Sí… ¡Ojalá fuera así, Francisca, y Antonia regresara todas las noches! —esforzándose él por no contrariarla, con pesar y dolor por la situación mental que sufrían ambos. —A continuación la señora reanudó su plegaria, mientras yo permanecía junto a ella y observaba como algunas lágrimas surcaban su bello rostro. Al finalizar su rezo, de nuevo cogió mis manos y añadió: “Me llamo Antonia y si quieres también rezaré por ti”. Seguidamente desapareció fulminantemente de mi vista. Ignoro cómo lo hizo, pero no la he vuelto a ver más —terminó de referir la señora. —Bueno… Lo que realmente importa ahora, Francisca, es que te encuentres bien —anunció Juan, intentando despachar el asunto definitivamente—. Voy a acompañarte a tu casa, no me fio de estos sinvergüenzas. —Gracias, Juan, pero no hace falta. Vivo muy cerca. En menos de cinco minutos estoy en casa —argumentó Francisca, con su habitual sonrisa apacible y placentera.
Sin pensarlo dos veces, se arrimó a ella, le dio un beso en su cara y le acarició con bondad su cabello, impulsado por un primitivo instinto de protección hacia esa persona que, a pesar de sus enajenaciones y fantasías, llevaba colgada una etiqueta de ente especial y en cierta forma compartía con él cosas que, en esos instantes, no alcanzaba a concretar.
—¡Adiós, Juan! Cuando veas a Antonia, dile que yo también rezo por ella y por ti —se despidió la mujer, cogiendo entre sus brazos a su perro, que movía alegremente el rabo. —¡Cuídate mucho! Y aléjate de esos desalmados —deseo Juan, sintiendo un extraño vacío.
A los pocos segundos de marcharse Francisca, y antes de que él abriera la puerta de su domicilio, una vecina de una vivienda contigua a la suya, dejando ver su rostro a través de la reja de una ventana que daba al callejón, sentenció, con expresión maliciosa y burlona:
—Señor, no le haga usted caso a esa mujer. Yo la conozco, reside en el mismo bloque que mi madre. Le juro que está loca de remate desde que su esposo falleció. La gente no para de burlarse de ella por las tonterías que cuenta y hace. Incluso le habló a mi abuela de unos espíritus que se aparecían al lado de las murallas árabes del barrio. —La normalidad, al igual que la locura, es muy relativa, estimada vecina. ¿Quién está más cuerdo, o quién es más normal, ella o aquellos que permanecen encerrados en sus casas, cruzados de brazos y sin mover ni un solo dedo, mientras que a un indefenso ser humano se le lincha a pedradas? —le planteó Juan, sin concederle tiempo para ninguna respuesta, dándole la espalda descortésmente e introduciéndose bruscamente en su domicilio, con malhumor y rabia, cerrando tras de sí la puerta, violentamente.
Aunque no pueda determinar con exactitud, ni menos juzgar, los efectos de la aparición de Francisca en su destino, si estoy en condiciones de asegurar que el resto de la tarde, y hasta la entrada de la noche, Juan tocó, con las puntas de sus dedos, el maravilloso milagro de sobrellevar el tiempo con un mínimo de tranquilidad y entereza en su entendimiento, algo vetado para él desde la perdida de Antonia. Y para ello le fue suficiente con recurrir a cosas tan simples como encerrarse en el garaje para poner a punto y lavar a la vieja moto, escuchando las piezas de jazz favoritas y disfrutando de esos pequeños descansos en la tarea, en los que había obligación inexcusable de fumarse un pitillo y de admirar pausadamente el trabajo bien hecho.
Es cierto que los recuerdos de Antonia seguían ahí, metidos en las profundidades de su mente, y que mientras se dejaba llevar por los goces de la labor manual, estos no cesaban de hacer acto de presencia, pero ahora acudían con otras apariencias diferentes: más alegres, cálidas, dulces y tiernas. Así, repetidamente, evocaba esa imagen de ella los domingos en la puerta del garaje, con su precioso casco amarillo y su cazadora vaquera, mostrando una amplia sonrisa en su rostro y dispuesta a todo, con tal de que Juan no la olvidase y le permitiera acompañarle en la moto, en el rutinario paseo matinal que tanto le gustaba y donde no faltaba nunca una parada para degustar un sabroso café con churros.
Pasadas las once de la noche, abandonó el bálsamo tonificante del garaje y volvió a dirigirse hacia su casa, que distaba a pocos metros. Al llegar, no disponía de fuerzas para prepararse algo de cenar y se conformó con coger un caducado yogur de la nevera, que fue terminando de comer, precipitadamente y con los dedos, subiendo los dos tramos de escaleras que daban acceso a la tercera planta de la vivienda. En una habitación de la misma había ubicado, hacía tan solo dos meses, su nuevo dormitorio, tras dejar de usar el que compartía con Antonia en la segunda planta, que se encontraba justamente al lado del despacho en el que solía preparar sus clases y que él denominaba, irónicamente, “la sala de pensar”.
Al entrar en el cuarto, no encendió la luz y tropezó torpemente con la cama, acabando, sin proponérselo, tendido sobre esta, como si fuera un desfallecido muñeco de trapo, completamente inerte y sin energías para quitarse, al menos, la camiseta manchada de grasa y sudor. Inmediatamente sus ojos, sin ofrecer resistencia alguna, se cerraron gradualmente, mecidos por una agradable e intensa sensación de cansancio y sueño, que para él era algo inusual y excepcional desde que Antonia se marchó. Y es que su cuerpo reclamaba a voces descansar en paz y en pocos instantes se durmió profundamente, envuelto por una somnolencia singular y extraña, semejante a ese viaje al vacío de la nada que experimentamos cuando por nuestras venas fluye una anestesia general.
Durante varias horas todo dejó de existir para Juan, incluso hasta él mismo, pero un impulso desconocido, proveniente de los lugares más oscuros de su pensamiento, le empujó despiadadamente a despertarse y a palpar con sus manos, como no podía ser de otra forma, que continuaba estando solo en la cama y que ya no volvería a percibir el calor de Antonia. Instintivamente, quiso huir de esa fatal nostalgia que le predestinaba sin solución al abismo, concentrando para ello su atención en el despertador, cuyas agujas marcaban las tres de la mañana, y en aquellas otras situaciones que en la tarde anterior había compartido con Francisca.
—Es una buena persona y tiene un gran corazón al perdonar a gente que la destroza, aunque eche mano de la fantasía para buscar compañía o escapar de la ausencia de su esposo —expresó Juan, que sin darse cuenta y en los últimos tiempos, solía con bastante frecuencia hablar solo —. Sin embargo, temo por su vida, precisamente porque es diferente a los demás.
En ese instante, sin lógica alguna aparente, se paseó por su juicio, con un detalle y una exactitud que rayaba lo prodigioso, el contenido del relato que Francisca le narró de su encuentro con Antonia, al que Juan no prestó la debida atención en un primer momento, porque al escucharlo se obsesionó con la idea de que quizás él podría también acabar como esa buena mujer, contando disparates a cualquiera que le acercase, y que su deber imperdonable era hacer todo lo posible para apartarla de aquella locura.
Sorprendentemente se levantó de la cama como un resorte y se sentó violentamente en el sillón del dormitorio, con gesto desapacible y atormentado, formulándose, en voz alta, una retahíla interminable de preguntas sin respuestas:
—¿Por qué Francisca dijo que Antonia llevaba un traje ibicenco blanco?... Además de un trabajador de la funeraria que me ayudó a ponérselo antes de meterla en el ataúd, nadie más sabía ese detalle… ¿Y lo del pelo suelto, de color castaño, de dónde lo ha sacado?... Antonia lo tenía así y estoy seguro de que ella nunca la había visto… ¿Y las pulseras de colores en la mano derecha?... Eran sus preferidas y yo mismo se las puse cuando me quedé a solas con mi amor, antes de cerrar el féretro… ¿Y la presencia de los rezos?... Antonia, una cristiana practicante de verdad, sin ser mojigata ni beata, atribuía a la oración un poder sobrenatural y se empleaba en ello en las más variadas circunstancias de su vida… ¿Cómo adivinó el nombre de Antonia? ¿Y si fuera cierto de que Antonia acudiera todas las noches a la puerta de nuestra casa?… ¡Dios mío, ayúdame, no quiero perder el poco juicio que me queda!...
Juan empezó a llorar desconsoladamente, exactamente igual que un niño pequeño que se pierde en una calle desconocida y no encuentra una mano amiga que lo guíe hasta su hogar. Aprisionado por el desamparo y la sin razón de seguir en este mundo, luchaba denodadamente, sustentado en la escasa vitalidad de la que aún disponía, para no ceder a esa tentación funesta que le insinuaba, con reiteración y en un acto de completa demencia y enajenación, que bajara las escaleras y abriera la puerta de su vivienda para comprobar si Antonia estaba efectivamente allí, fiel a su cita y rezando por su hijo y por él, tal y como aseguraba Francisca que hacía cada noche.
Aguantaba como podía a sus propias provocaciones, al menos hasta ese momento, agarrándose fuertemente a la silla y paralizando, centímetro a centímetro, los músculos de sus piernas. Él sabía, mejor que nadie, que esa resistencia al absurdo constituía su último recurso para no hundirse definitivamente en la fosa de la locura y del caos.
—¡Quieto ahí! ¡No te muevas, desgraciado!... Le prometiste a Antonia que ayudarías a Alfonso… ¿Te enteras, cabrón? —se exigía entre sollozos, golpeándose las piernas con arrebato.
Sin embargo, poco después de pronunciar estas palabras; como si alguien, o algo, se hubieran obcecado en conducirlo apresuradamente al límite de su entereza; un potente resplandor que se esparcía desde el callejón, traspasó las cortinas de la habitación y se adueño de Juan, fragmentando en mil pedazos su fortaleza y provocándole un frío seco e insólito, que erizó sus vellos y le despojó vilmente de la escasa coherencia que aún persistía en él.
—¡Es la luz de ella!... ¡Antonia, no te vayas! ¡Espérame, mi vida! ¡Necesito estar contigo! —chillaba y suplicaba, muy alterado, apartando impetuosamente la silla y dirigiendo sus pasos con premura hacia la ventana del dormitorio.
Al llegar, descorrió violentamente las cortinas y se asomó al callejón, apoyando los codos en el alfeizar y sintiéndose apresado por una luminosidad cegadora, que lo absorbía con gran potencia y activaba en él una pasión incontenible por fundirse y desintegrarse con esa cosa, que para Juan no había dudas de que era Antonia, hasta dejar de percibir conciencia alguna de su propia existencia.
—¡Te quiero, Antonia! —exclamó, lanzándose decididamente al vacío, desde el tercer piso de su casa, y colisionando su cuerpo mortalmente contra el suelo.
Sobre las cinco de la mañana, un coche de la policía local que realizaba su ronda habitual por la zona, se detuvo al lado del callejón del domicilio de Juan, al contemplar el cadáver de un sujeto que yacía en el suelo, rodeado de un charco de sangre y acompañado de una señora con un perro, que lamía el rostro del difunto.
—¿Qué ha pasado, señora? —le interrogó uno de los dos policías, bajándose del auto con urgencia y asegurándose de que no había signos de vida en el hombre. —Lo que tenía que ocurrir, señor: simplemente que Juan se fue con su amor, porque así debía y tenía que ser —contestó la mujer, con una sonrisa desbordante de felicidad y acariciando el cabello de Juan.
El otro agente, que permanecía en el vehículo dando parte del hecho a los servicios centrales, al advertir la sorpresa de su compañero al escuchar las palabras de la señora, le avisó insistentemente para que se acercara al automóvil:
—No le hagas caso. Es vieja conocida del cuerpo. Se llama Francisca, es incapaz de hacer daño a nadie y perdió la cabeza al morir su marido. No duerme por las noches y se dedica a recorrer el barrio con su perro —informó el policía.
A los pocos minutos, se oyeron la sirenas de una ambulancia y de varias dotaciones más de la policía, mientras que Francisca reanudaba su paseo, sosegadamente y con su fiel can, como si nada hubiera sucedido, o como si todo estuviera ya en su lugar, portando curiosamente una linterna grande en su mano derecha… ¿Para qué la llevaba, si lo único que asombrosamente sobraba en esa barriada eran las farolas de sus calles, que días antes de las elecciones municipales solían colocar a la prisa los operarios del ayuntamiento?... Lo desconozco, y poco me importa ya, aunque espero y deseo que Juan haya encontrado de nuevo la felicidad con su Antonia.