sábado, 7 de febrero de 2009

A mí me empujó alguien y me metió por pantalones en este lío




Y me llamo Alberto Rodríguez García y no sé qué coño pinto yo aquí. De verdad que no...¡No, no, no!...Yo no soy de esta escena, no pertenezco a este decorado, no debería estar en este sitio...¡Yo no fui!... A mí me empujó alguien y me metió por pantalones en este lío....¡Además, joder, tengo ya cincuenta años y no estoy yo ya para estos trotes!. A mi edad debería estar tomando un buen café junto al fuego, o dando un paseo al atardecer, o sacando al perro, o limpiando el coche, o vete a saber...


Y el caso, y esto es lo increíble y fantástico de lo que me pasa en este momento, es que me pellizco y me siento. Si muevo los dedos, son los míos y si estiro la pierna, es también la mía, No cabe duda, este que ahora se toca las gafas no puede ser otro que yo. Incluso me veo, en este preciso instante, reflejado en el cristal de un coche, aunque lo que contemplo no encaja conmigo... ¿A ver, tú qué todo lo sabes?...¿Qué relación tengo yo con estas casas?...¿Cuándo estuve bañándome yo en esa playa que recorre mi mirada en este momento?... ¿Qué historias me envolvieron a mí en estos bosques de cuento de hadas que atravieso?...¿Dónde está el Sol en este perdido lugar?...

Y además, hay una mujer que conduce este coche y que está sentada a mi lado. Sus manos agarran desesperadamente el volante y la punta de su bota pisa continuamente el acelerador, como si quisiera huir de algo que no sabe muy bien lo que es. No se fija en mí y tiene su mirada clavada en la carretera. Ni tan siquiera manifiesta un simple gesto de asombro, sorpresa, interés o afecto al percibir que yo estoy ahí, junto a ella. Seguramente esta tía me conoce bastante y me ha colocado de un plumazo en su mundo de objetos cotidanos y habituales, de esos que están porque tienen que estar. Debe ser así o estaría perdiendo la cabeza invariablemente.


- ¡Maldita sea!...¡Adelanta ya de una puta vez! - dice esa mujer, con gesto alterado, golpeando con las manos el volante e insultando al conductor del coche que tiene delante.

Y me cabreo, me enfado conmigo mismo, porque quiero desaparecer, bajarme de este coche, irme a mi casa, decirle a esta tía que se busque la vida con otro... Pero no puedo...¡No puedo!...No me quedan ya fuerzas, ni tampoco casa donde ir. Ya no poseo nada, todo se me fue de las manos y todo lo perdí. Y en la nada sobrevivo, caminando siempre detrás y al final...¿No te lo explicas?...normal, yo tampoco, y lo peor es que yo antes no era así. Hubo un tiempo no muy lejano en que yo fijaba el ritmo, caminaba delante, poseía el mundo en mis manos y la suerte de que me amaran. Y ahora ni tan siquiera tengo dos cojones para abandonar este coche.


- ¡ Esta es la autopista, joder!...¡Me he perdido! - grita la mujer, dirigiéndose inesperadamente hacia mí y exigiéndome algo que solo ella entiende.

Y si miro para atrás, observo a un pobre niño, cansado, aburrido y dando por saco a su madre. Ubicado en la escena forzadamente como yo. Demandando a gritos y con gimoteos, precisamente a esa mujer que parece de hielo, que lo escuche, que lo mime, que le ayude, que le hago caso, que lo bese, que lo acaricie, que lo abrace, que juegue con él y que lo envuelva, por millonésima vez, fuertemente, entre sus brazos.


- ¡Mami, quiero un paquete de patatas! - pide el niño haciendo pucheros.
- ¡No me «cojonees»! - sentencia la madre.
- ¡Por «fa», mami!- suplica el niño -
Tengo mi dinero... Me lo dio la abuela...Tengo hambre, mucha hambre...
- ¡Eso es mentira!. La abuela me comentó que comiste poco y que le dijiste que no tenías apetito porque te dolía el estómago
- pronuncia la madre, sofocada con las llamadas de atención del niño.

Y el silencio nos atrapa de nuevo a los tres. No hay chillidos, ni bofetónes, ni regañetas, ni esperanzas, ni proyectos alternativos. Silencio y silencio, y más silencio. Nunca me gustaron, por una simple razón: me niego a interpretar nada, no me da la gana de perder tiempo en ello. Soy, o era, un hombre de acción. Pienso una vez que actúo y preciso, cuanto antes, mancharme las manos completamente. Me gustan las cartas sobre la mesa, boca arriba, con mucho aire y con las puertas abiertas de par en par, pero esta vida, degraciadamente, no es así. Aquí, donde estamos tú y yo, hay que andar siempre ocultando cosas y poniendo velas al miedo, para conservar lo poco que nos quede, como buenos y dóciles burgueses, que es en el fondo a lo que aspiramos ser.


- ¿Sabes qué ahora mi hijo me dice frecuentemente que los hombres me miran mucho? - me sonríe maliciosamente, mientras que el niño, con sus pequeñas manos, oculta su rostro e inútilmente trata de esconderse detrás de mi asiento -. ¡Es lo único qué me faltaba ya!

Y a la vez que sus palabras se van difuminando pausadamente en mi entendimiento, la contemplo y la examino con descaro, aunque no me guste hacerlo, y mi semblante, en un puro acto de rebeldía, rebosa exageradamente de ironía. Lleva unos pantalones negros muy ajustados, que ocultan sutilmente unas piernas y un sexo dispuestos a abrirse completamente en cualquier instante, y una camiseta marrón de mangas largas, con un amplio escote, para realzar unos pequeños senos, que se niegan a destacar su presencia por si solos y requieren, en consecuencia, de ayudas extraordinarias para conseguirlo. Su faz está cargada de maquillaje, con la ilusión de ocultar las primeras arrugas que empiezan a nacer, y el pelo lo tiene teñido de rubio, conocedora a fondo de la simpleza de los hombres.


- ¿Te conté lo que me pasó en París, cuando fui con el niño y mi amiga Luisa? - pregutándome con una mano al volante y los dedos de la otra sosteniendo un cigarrillo que acaba de encender.
- No me acuerdo - contesto por decir algo, o simplemente por reivindicar cierto protagonismo en la escena.
- Pues resulta que allí conocimos a unos italianos muy simpáticos con los que coincidimos en varios lugares que visitamos. En un principio parecían muy respetuosos y agradables. Pero cuando estuvimos en la Torre Eiffel, al subir las escaleras, me di cuenta de que uno de ellos le hacía señas a otro para que me mirara por debajo de la minifalda negra que llevaba puesta...¡Los tíos son todos unos cerdos, joder! - afirmando y metiendo en el saco a todos los hombres, sin ninguna posibilidad de reclamar alguna diferencia individual -.
El niño se dio cuenta de todo y, sin decirme nada, se encaró con ellos. Después, les recriminé su comportamiento, añadiendo que, en todo momento, me había comportado muy bien con ellos para que me hiceran esto ahora... ¡No puede una confiar en los tíos!

Y cuando entregaría mi vida por ser como ese niño que ahora duerme placidamente en el sillón trasero del coche, se cuela brutalmente por mi pensamiento, a una velocidad infinita, una pregunta que me martillea sin compasión y que no dudo en soltarle, pase lo que pase, a esta tía de mierda.


- ¿Llevabas bragas?
- ¡No!... - contesta con rotundidad, gritando, abrumada de irá, con los ojos desencajados y soltando las manos del volante -.
¡Nunca llevo bragas!. Yo no me pongo bragas para ningún tío. ¿Te enteras?... ¡Eso pasó una vez y no se volverá a repetir jamás mientras viva! ... Si las mujeres supieran el daño que hacen las bragas, no se las pondrían en absoluto.

Y ante lo que se me viene encima, increíblemente, acaricio el goce y la felicidad porque ahora sí que me siento, sí que soy yo, sí que vuelvo a respirar y sí que puedo estar vivo. Es como torpedear con saña a un iceberg de hielo, en su misma línea de flotación, que te tuviera atrapado hasta lo más hondo de tu ser y que te hubiera convertido en un pelele, y los millones de fragmentos en que se hubiese esparcido en el abismo, se incrustaran todos en ti, sin que se perdiera ninguno, y eso te diera la posibilidad de nacer de nuevo, desde el vacío más tajante y desde el dolor más inagotable.


- ¡No te aguanto ni una más! - amenazándome, tirando el cigarrillo por la ventanilla del coche y cogiendo de nuevo el volante como si fuera a estrangularlo - ¿Me oyes?
- Sí, te escucho, pero es que ...
- sin dejarme terminar.
- Claro, ahora me pedirás perdón - dándose un apresurado toque de peinado y ajustando el espejo retrovisor para ello -.
Tu te crees que eres el único que está jodido y como un niño mimado, no ves más allá de ti...¡Yo también estoy jodida! , tanto o más que tú.
- ¿Puedes dejarme hablar?-
le exigo, elevando el tono de voz.
- ¡Déjame en paz! - haciendo todo lo posible para cerrar el episodio a su gusto y manera.
- ¡O paras el coche y me dejas irme, para poder seguir caminando sin verte más en mi puta vida, o le prendo fuego y las letras que te quedan por pagarlo te las comes enteras! - no pudiendo soportarla más y plantándole el ultimátum -
¡Elige, criatura del señor!

Y el coche se detiene bruscamente en medio de la autopista, y el niño se despierta y empieza a llorar, y mi cinturón salta por los aires y abro la puerta con violencia, y ella analiza y toma nota de cada acto de mi comportamiento, con silencios saturados de miles de resentimientos y quejas , y yo dejo atrás el automóvil como si la vida me fuese en ello, y cuando soy capaz de tomar conciencia de que mis piernas se mueven y de que el aire comienza a fluir de nuevo en mis pulmones, escucho, mucho más allá de mí:


- ¡Para cojones, yo, niño mimado!

Y me llamo Alberto Rodríguez García y no sé qué coño pinto yo aquí. De verdad que no...¡No, no, no!...Yo no soy de esta escena, no pertenezco a este decorado, no debería estar en este sitio...¡Yo no fui!... A mí me empujó alguien y me metió por pantalones en este lío....¡Además, joder, tengo ya cincuenta años y no estoy yo ya para estos trotes!. A mi edad debería estar tomando un buen café junto al fuego, o dando un paseo al atardecer, o sacando al perro, o limpiando el coche, o vete a saber...

FIN

Febrero, 2009