viernes, 10 de abril de 2009

Nosotros no llegamos a más ... ¿Y tú ?



- ¿Pensar en qué?...¿En la vida?,¿en mi jodida existencia?,¿en tu camino?,¿en mis sueños?,¿en tus caídas o en las mías?...¿En qué vamos a pensar, dímelo?... - preguntaba Sergio a Antonio, cargando de sentimientos sus palabras, como siempre solía hacer, a la vez que preparaba el terreno para sacar, de su bolsillo mágico, su intachable e irrefutable discurso de existencia -. En la nada, en eso precisamente vamos a pensar. ¿Y sabes por qué?... Porque al final actuamos y asumimos nuestro papel como nos sale, sin que suceda el plan previsto. Vamos como se puede y a duras penas, agarrándonos con toda nuestra fuerza a aquello que aún conservamos y nos queda. No, no somos los protagonistas, ni siquiera actores de segunda, y a lo máximo que podemos aspirar es a mover, de puta madre, los hilos que otro desplaza a su libre antojo. Ya, ya sé que a veces sentimos, y que cierto vértigo nos lleva a creer, como niños grandes, que por fin somos los dioses de nuestro destino, pero eso es solo un espejismo. Incluso, si lo prefieres, cierta «vidilla» que nos otorgan para darnos algo de motivación y estímulo.
- ¡Eres un exagerado!
- afirmaba Antonio, con santa resignación, a la vez que posaba sus dedos en su taza -. Te has vuelto a sentar en el extremo, como siempre. No cambias, Sergio, y eso que ya tienes cincuenta.
- ¡Ya empezamos con las etiquetas!
- protestaba Sergio, mirando al techo de la cafetería, como si pidiera ayuda del más allá -. Aquí, cuando la realidad nos la ponen frente a frente, el personal se asusta y nos dedicamos a colocar etiquetas a todo lo que se mueve, con la esperanza de percibir esa magia de control que tanta seguridad nos proporciona.
- Sergio, lo que dices no siempre es así
- exponía Antonio, después de apurar su café, con su acostumbrada paciencia, especialmente cuando el destino lo llevaba a compartir el instante con Sergio-. A veces nos salen las cosas exactamente como prevemos y en otras, el resultado es completamente diferente a lo planificado anticipadamente.Y todo ello podemos complicarlo, muchísimo más, si añadimos los millones de tonalidades que pueden pintarse entre los polos que te he presentado.
- Sí, es cierto, racionalmente lo es. ¡Te ha quedado de puta madre, Antonio!, pero la realidad, la nuestra y la de cada día, tiene parámetros especiales, donde lo único que podemos hacer es dejarnos llevar y qué pase lo que tenga que pasar
- matizaba Sergio, encendiendo un cigarrillo, a la vez que contemplaba, con cierto destello en sus ojos, la entrada en el local de tres mujeres.
- Hay cosas, y te lo digo de todo corazón, en las que jamás me voy a dejar llevar, aunque tenga para ello que amarrarme a una silla. Y una de ellas, por ponerte un simple ejemplo, es la búsqueda de una compañera con la que compartir mi vida y darle todo lo que tengo - mirando a Sergio fijamente y dejando escapar cierto aire de dolor, a pesar de sus esfuerzos por contenerlo -. Ya cometí demasiados errores en el asunto como para ahora no poner algo de racionalidad a mis instintos.
- ¡Ojala pudiera ser así, Antonio!
- deseaba sinceramente Sergio, pero sin ninguna esperanza, mientras el silencio comenzaba a envolver a cada uno en los recuerdos vividos.

Sergio y Antonio se conocían desde que compartieron estudios en la misma Facultad, allá por los años ochenta. A partir de ese momento, habían mantenido una cierta relación que, en no pocas ocasiones, estuvo centrada en motivos estrictamente laborales. Sin embargo, en los últimos años, sin querer proponerselo y siendo de personalidades y entornos bastante diferentes, ese vínculo se estrechó y paso a un nuevo nivel, la amistad. Y es que el destino los había colocado en caminos muy semejantes, seguramente por puro azar: los dos tenían cincuenta años; recientemente, el uno y el otro, habían padecido en sus carnes el calvario del divorcio; las decisiones que ambos adoptaron para apretujar el ideal de amor y felicidad fueron un completo fracaso y no entraba en los planes iniciales de cada uno el enfrentarse, en plena madurez, a una nueva etapa de existencia donde todo estaba por hacer y aprender; y en la que la soledad les pisaba continuamente los talones.

- Tiene que ser así, no hay otro remedio. Voy a luchar con todas mis fuerzas para buscar una Maribel, que es lo que necesito en este momento. Estoy cansado de cambiar de cama, buscando algo que ni yo mismo sé, con tías de plástico y teñidas de rubio, envueltas en atractivos trajes repletos de falsedades y mezquindades, que lo único que saben hacer es pedirte, una y otra vez, sin entregar nada a cambio - manifestaba Antonio, con aparente seguridad y dispuesto a comerse el mundo para conseguirlo.
- ¿Maribel?...Ya lo tuviste y la dejaste. Exactamente lo mismo que hice yo con Rosario. De nada sirvió que fuesen inteligentes, cultas, guapas, buenas madres, esposas perfectas o que nos ofrecieran su vida sin exigirnos ni la mitad de lo que nos regalaban. No hay nada que hacer...¡Hazme caso, por favor! - le pedía Sergio a Antonio, convencido de la inutilidad de cualquier esfuerzo ante un rumbo marcado de antemano.
- No estoy de acuerdo - insistía Antonio, buscando al precio que fuese una salida al callejón repleto de expectativas negativas que presentaba Sergio -, porque ahora he aprendido principios que antes ignoraba. Y es que valoro, y mucho, lo que tenía y tiré por la borda. La vida es así, estimado amigo, solo apreciamos lo que un día dejamos de poseer, especialmente si ello apareció en nuestras manos sin apenas esfuerzo y sacrificio.
- ¿Sabes?... Te juro por mi santa madre que voy a escribir lo que estás diciendo y te voy a obligar a que lo firmes
- retaba Sergio a Antonio, dibujando una amplia sonrisa en su rostro.
- ¡Trato hecho! Ni dudes que lo cumplo, aunque me tenga que cortar el «pito» para siempre - recogía el guante Antonio, con una sana y franca carcajada.

Casi todos los miércoles, Sergio y Antonio buscaban cualquier pretexto para verse. Y lo que inicialmente fue un hecho accidental, se convirtió, con el pasar del tiempo, en una costumbre inmutable y fija. Solían regularmente acabar estos encuentros en la misma cafetería: un local céntrico, con una decoración modernista y cálida, donde a veces sonaba algo de jazz, cuando el tipo de la barra cedía a las peticiones de Sergio, que las concretaba en un «CD» que llevaba para la ocasión.

Allí hablaban de cualquier cosa, desde lo estrictamente insertado en el sobrevivir de cada día (lavado de ropa, recetas gastronómicas de bajo coste y escaso tiempo, compra en el supermercado, limpieza del hogar y alguna más) hasta lo puramente existencial (medidas para hacer frente a la soledad, estrategias para ampliar el círculo de amistades, nuevas mujeres que no llevaban a nada, tácticas para buscar la paz mental, locales donde ir de ir un fin de semana por la noche y otras por el estilo), sin dejar jamás de tocar el tema estrella del divorcio (abogados, hijos, el jodido sentimiento de culpa, las quejas y «putadas» de la mujer que se dejó, cómo llegar al final de mes, etc) que era lo que realmente, con más fuerza e intensidad, les situaba frente a frente.

Aquella tarde se daban en la clientela de la cafetería ciertas circunstancias especiales, localizadas espacialmente en dos mesas contiguas a la de Antonio y Sergio. En una de ellas, a la derecha de la que ocupaban ambos, se sentaron tres mujeres, aproximadamente rondando los cuarenta, atractivas y sobre todo descaradamente llamativas. Las tres llevaban vaqueros muy ajustados, altos tacones y blusas de mangas largas, transparentes y de diferentes tonalidades claras, con escotes intencionadamente generosos, que a duras penas podían contener unos senos que volaban libremente al menor movimiento. La más alta, era morena, y las otras dos lucían cabellos teñidos de rubio.

La mezcla de los perfumes, junto con la apariencia externa del conjunto femenino y el saber hacer de las tres en cuestiones de cómo llamar la atención de cualquier hombre, crearon un espectáculo sensual increíble en él que era prácticamente imposible que ningún representante del género masculino permaneciera indiferente ante el mismo, incluidos el camarero y el barman del establecimiento, que voluntariamente asumieron el papel de esclavos de las nenas, adelantándose al más mínimo deseo de estas y no logrando apartarse de la mesa de las damas, pese a que se escuchaban no pocas protestas sustentadas en demandas de servicios no atendidos por parte de un sector de la clientela, lógicamente y naturalmente correspondiente al sexo opuesto.

En la otra mesa, la de la izquierda, se instalaron dos mujeres más, que llegaron varios minutos después, en plena exhibición «intelectual» de las tres hembras, sorprendentemente sin llamar la atención de nadie, aunque quizás con muchísimos más motivos y argumentos si realmente aspirasen a ello. Una de ellas, Eloísa, saludó a Sergio al pasar por su lado, sin que este se diera cuenta. Era pelirroja, con algo más de cuarenta y cinco años, de estatura mediana, perfectamente proporcionada y de semblante agradable y dulce. Recientemente había recibido un premio del colegio de arquitectos de la ciudad. Su compañera, un poco mayor, pero de una belleza intemporal, elegante y armoniosa, impartía clases de literatura en un instituto y realizaba asiduamente colaboraciones culturales en la prensa de la localidad. Se llamaba Beatriz y conocía a Antonio de vista, por haber coincidido con él varias veces en una terraza de verano del puerto deportivo, donde solían acudir algunas noche del fin de semana.

- ¡Dios, está ahí Eloísa y ni siquiera la he saludado! - exclamó Sergio, apartando la vista de los pezones dibujados en la blusa de la morena del trío y volviendo a las coordenadas de la normalidad.
- ¿Qué dices? - preguntó Antonio, distraído y absorto en la función de las niñas de cuarenta.
- Vengo en un momento - dijo Sergio, levantándose de la silla y dirigiendo sus pasos hasta donde se encontraba Eloísa.
- ¡Muy bien! - asintió Antonio, casi como un autómata.

A los pocos minutos, Antonio escuchó la voz de Sergio que lo llamaba para que fuese a la mesa de Eloísa y Beatriz, encaminándose hacia allí lentamente y sin demasiados deseos. Tras las presentaciones, Beatriz, señalando a Antonio, declaró:

- Yo te conozco a ti. Más de una vez te he visto en verano en la terraza del «Génesis». ¿Me equivoco? - con brillo en los ojos y una expresión feliz.
- No, suelo ir a menudo por ese local - contestó Antonio, algo frío.
- Estar en ese sitio, a las dos de la mañana, en agosto, con el olor a salitre del mar, la brisa envolviendo todo tu ser, una copa en la mano y una mujer preciosa que te escuche, es infinitamente mejor que entrar en el cielo - aseguró Sergio, mirando a las dos mujeres.
- Ya le salió la vena a nuestro «poetilla» - alegó Eloísa, revolviendo el cabello de Sergio con su mano y provocando una sonrisa generalizada.
- Por cierto, Eloísa y yo vamos a ir a comprarnos unos trapitos. Necesitamos urgentemente la compañía y opinión de dos hombres porque, aunque estemos liberadas de vuestro yugo, al final precisamos las palabras bonitas del macho para sentirnos guapas - propuso Beatriz, con tono desenfadado y dichoso. - Prometo que a cambio os invitamos a cenar.
- No se hable más
- confirmó apresuradamente Sergio. - Desde este mismo instante nos tenéis a vuestro completo servicio.
- Perdonadme, pero no puedo acompañaros. Tengo que ir al supermercado o no podré sobrevivir los próximos días
- se disculpó Antonio.
- ¿Cómo? - interrogando Sergio a Antonio, completamente confuso y elevando el tono de voz.
- No os preocupéis, chicos, no pasa nada - intervino Eloísa, apaciguando la bajada de expectativas de gran parte de los presentes. - Esta vez os escapáis, pero no será así en la próxima ocasión, en la que no os podréis librar de acompañar a dos preciosas damas como nosotras.

Poco a poco la conversación entre los cuatro fue decayendo y los silencios empezaron a alargarse, hasta que Eloísa y Beatriz se despidieron y Sergio y Antonio volvieron a su mesa. En el local proseguían las tres hembras marcando a cualquier elemento masculino que respirase, aunque la normalidad comenzaba a llamar en la puerta y la parroquia de hombres, progresivamente, de forma lenta pero sin pausa, se iba habituando y saciando de la representación, siendo prueba evidente de ello el hecho de que el camarero y el barman lograron evadirse del espacio ocupado por las nenas y reanudaron la atención generalizada a las solicitudes de la clientela.

- ¿Qué te pasa? - intentaba averiguar Sergio. - ¿Por qué no querías ir?
- No lo sé, Sergio. A veces es como si me faltaran fuerzas y mi mente se negará ya a luchar por buscar nuevas esperanzas
- explicaba Antonio, con semblante decaído.
- ¿Sabes una cosa? - agregaba Sergio. - Eloísa y Beatriz son dos mujeres de verdad, como las que tú me hablabas antes que querías encontrar, y por las que estabas dispuesto, según tus palabras, a no dejarte llevar, ni por nada ni por nadie, en esta vida.
- Es verdad, pero necesito tiempo
- argumentaba Antonio. - Tiempo para reconstruirme a mi mismo y para renacer de mis cenizas .
- Todos lo precisamos, quizás para cometer otra locura aún más grande: el sueño de pegar la totalidad de los millones de trocitos de un espejo que un día rompimos con nuestras propias manos
-dictaminaba Sergio, fijando la atención de nuevo en las tres mujeres.

Una de ellas, la morena alta, se levantó de su asiento y comenzó a trasladar parsimoniosamente su cuerpo hacia el lugar donde se hallaban Sergio y Antonio, con un balanceo de caderas impresionante y enseñando un tipazo de escándalo. Sin pedir permiso a nadie, flirteando e insinuando con el todo que era capaz de exhibir, segura de su poder absoluto sobre unos seres de instintos básicos, arrebató una silla y se colocó entre los dos amigos.

- ¡Hola, preciosos! - saludó la morena, de ojos verdes y labios embadurnados de rojo, esparciendo un intensa fragancia a perfume de la que no era posible escapar.
- ¡Hola! - respondieron al unísono, Sergio y Antonio, cautivados y atrapados por la ilusión sensual y sexual que despertaba aquella mujer.
- Me llamo Susana - se autopresentó la señora -.
Tú te llamas Antonio. Y tú eres Sergio - con completa convicción en sus palabras y posando sus manos en las de ambos.
- ¿De qué me conoces? - interpeló Sergio, con curiosidad y tratando de atrapar algún recuerdo que le ofreciera una pista.
- Os explico. Olga, la rubia más bajita de aquellas dos - señalando a su amiga -, me lo ha dicho. Ella, que es muy vergonzosa, afirma que sois amigos de Alberto y que sabe por él que estáis invitados a su fiesta de cumpleaños que se celebrará en su casa esta noche. A nosotras también nos ha invitado, aunque se nos olvidó la dirección del piso de Alberto. Lo hemos llamado varias veces por el móvil, pero no contesta. Además, no nos gusta nada aparecer por allí solas y menos a esas horas. ¿Nos podéis acompañar a casa de Alberto? - pedía Susana, simulando un rostro afligido y penoso.
- Sin nigún problema y con sumo placer - habló Antonio, con inmediatez suprema y sin preocuparse por la opinión de Sergio.
- ¡Qué bien! - exclamó Susana, eufórica por la facilidad con la que había hecho realidad sus deseos -. ¡Nos lo vamos a pasar en grande!. Veniros a nuestra mesa cuando queráis, os presentaré a mis amigas y quedaremos para esta noche. ¿De acuerdo? - levantándose sin esperar ninguna respuesta, dando un beso a cada uno y yéndose a su mesa.

Sergio observaba fijamente a Antonio, esperando un explicación por parte de este, o unas simples palabras de lo que fuese, para poder comprender, o al menos sobrellevar como se pudiera, la infinita disparidad y divergencia entre lo que decía pensar su amigo y los comportamientos y respuestas del mismo, en cada una de las situaciones vividas con los dos grupos de mujeres . Pero no salía nada, ni nada decía Antonio. Y tampoco podía contener por más tiempo su impaciencia.

- ¿Y ahora qué? - interrogó de nuevo Sergio.
- ¿Ahora?... ¡Nada! - respondió Antonio, perdido en el más allá.
- ¿Y tu lucha? ¿Y tu ideal de mujer? ¿Y tus ganas de batallar para no dejarte arrastrar? ¿Y tus promesas? - continuaba preguntando Sergio, de forma reiterada -. ¿Y tu racionalidad? ¿Y tu «pito»?.
- ¡Joder, Sergio, esto no es más que un juego! ¿No te das cuenta?... Eres un extremista sin solución y todo te lo tomas por la tremenda - confesaba Antonio, tratando de buscar una salida.
- Sí, es un juego, pero un juego especial ... ¡ Es el juego de la vida, tío! En este juego o te dejas llevar, o acabas loco de remate y tirándote desde una ventana al abismo - formulaba Sergio, cansado y resignándose una vez más a lo que había.
- ¡Pon la mente en blanco y vámonos con las muñecas! - ordenaba Antonio.
- Lo que tú mandes, pero antes le daré a la «Barbie» Susana unas tijeras para que sea la ejecutora del castigo por tu promesa incumplida - aceptó Sergio, sonriendo y poniendo la mano en el hombro de su amigo.

FIN

Kino, Abril del 2009

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