viernes, 13 de marzo de 2009

Lo siento, pero perdimos el derecho a irnos en paz



No me pidas que te lo cuente, me siento mal recordando aquello y tampoco tengo deseos de hablar del asunto...¿Para qué?...¡Termino siempre jodido y lo estropeo todo!... Sin embargo, al final, estoy seguro de que acabaré soltando mi lengua, como si quieres que te cante ahora flamenco o que mañana vaya al Sol con mi moto. La realidad dura y desnuda es esta: soy capaz de hacer lo imposible por un rato de compañía. ¡Puedes pregonarlo si quieres!... Ya no me importa, porque he aprendido que ya no sé nada.

Y es que últimamente me siento raro, vacío, desamparado, aislado y con mucho frío, como si la soledad me pisara a todas horas los talones, y percibiera, en todo momento, su aliento en mi nuca. Y lo peor es que no logro echarla de mi casa y, menos aún, agarrar la esperanza de que me abandone cualquier día, aunque tenga que esperar para ello a la soñada jubilación. Así que no te extrañes de que, si alguien llama a mi puerta, como tú esta tarde, salga lanzado a la calle buscando aire, al precio que sea. Mi casa, estimado amigo, se ha convertido en algo parecido a una prisión privada en la que, sin pausa ni descanso, me muero poco a poco, quizás para cumplir mi justo castigo, por todas las cabronadas que regalé a los seres que más me amaban.

En fin...No pasa nada, tío ...Da lo mismo... Y sí, es cierto, yo estaba allí, en el tanatorio, esa tarde, a las pocas horas de encontrarse el cuerpo sin vida de Diego Mendoza Rodríguez, que con su decisión libre de dejar este mundo, logró, inconscientemente y sin ni siquiera imaginárselo, alterar, aunque solo sea para callar algunas conciencias, el devenir conservador, pesado y rutinario en el que sobrevivimos tú y yo, y otros muchos más que también han colocado por pantalones en este mismo escenario.

Recuerdo que el motivo principal que me empujó a presentarme allí fue la solidaridad con el dolor de Diego. Sí, es verdad que lo conocía... pero superficialmente y en un ámbito estrictamente profesional, aunque sabía por otros compañeros y amigos de ambos que lo estaba pasando muy mal, precisamente también por una separación. Esa empatía provocada por dos situaciones similares en el camino de la vida me obligó, literalmente, a vestirme y coger la moto cuando me enteré de lo sucedido.

Al llegar no quise quedarme en la sala donde estaba el difunto, que se encontraba atestada de gente y donde empezaba a sentir miradas inquisitivas sobre mis movimientos, así que preferí sentarme en un banco situado en lugar apartado de un jardín, que daba acceso al vestíbulo del edificio, donde advertí, casualmente, la presencia de Yolanda, una compañera del colegio en el que Diego impartió clases. Curiosamente y sin ninguna lógica, al sentarme al lado de ella, fijé mi atención, durante unos segundos y por pura casualidad, en un tipo de más o menos mi edad, que estaba de pie y vuelto de espaldas, justamente frente a ambos, mirando a través de una verja que separaba el tanatorio de la calle.

- ¿Te has enterado, Antonio? - me preguntó Yolanda al percatarse de mi presencia, buscando alguna información sobre el hecho, más que una respuesta a su pregunta.
- Me telefoneó Miguel y vine lo más rápido que pude - le contesté, jurándome a mi mismo que no iba interpretar nada de lo acontecido.
- ¡Pobrecillo! ...¡Pobrecillo! .... ¡Pobrecillo!... - empezó a repetir Yolanda, con voz entrecortada, los ojos humedecidos y las manos cubriendo su rostro.

Y mientras la contemplaba en silencio, mi pensamiento abría, de par en par, aquellos recuerdos cercanos en los que había suplicado, cada mañana y cada segundo, dejar de vivir. Y otra vez se coló en mi cabeza, maldita sea mil veces, la malévola retahíla que seguía ahogando mi existencia: «Has destrozado todo, dejaste a una gran mujer por una mierda, no eres digno de ser padre, has perdido a tu hija para siempre, abandonaste en el infierno a las que más te amaban, tu eres el culpable, tienes que pagar hasta el último dolor que causaste, no eres digno de disfrutar del derecho a existir, ya no posees nada, muérete ya...»

- ¿Por qué pasan estas cosas, Antonio?...¿Cómo un hombre puede tirar su vida de esta forma?- me interrogaba de nuevo Yolanda, paralizando salvadoramente el rosario de mi mente.
- No tengo respuestas,Yolanda, ni tampoco las busco o quiero - añadí con tristeza y un malestar que comenzaba a apretar mi estómago.
- Me han comentado que lo tenía todo preparado, que ayer mismo llamó al director del colegio para comunicarle que estaba enfermo y que no iba a ir. Por lo visto, esa misma mañana, se fue al banco para tomar las disposiciones pertinentes en relación a todas sus cuentas corrientes - insinuó ella, dejando milagrosamente de llorar y evidenciando, sutilmente, la luz del fisgoneo en sus ojos.

Era y soy consciente de la naturaleza humana y presentía, con la más absoluta certeza, de que iba a escuchar miles de comentarios y preguntas, saciados de morbo y curiosidad malsana, envueltos y disfrazados en teorías justificativas y supuestamente humanitarias, para apuntalar algunas quejas que pudieran escaparse de la engañosa moralidad de quienes los formulaban, a la vez que asignar un hipócrita toque de racionalidad a un dolor que arrastró a un hombre a un callejón sin salida. No quería ni estaba dispuesto a entrar en ese juego sucio, entre otras cosas porque yo sufrí, y padezco aún, los efectos del mismo.
Pero sin darme tiempo a advertir su aparición, se nos agregó, inesperadamente, una señora de muy buen ver, de pelo rubio y extremadamente compuesta, con un traje de chaqueta negro y una blusa blanca de amplio escote, que sugerían sin recato un cuerpo donde todo era posible.

- Mi hijo me acaba de llamar y me lo ha contado todo ... ¿Qué ha pasado, Yolanda? - interpelándola, a la vez que me observaba con minuciosidad, de arriba a abajo, sin perder ningún detalle, y se sentaba al lado de Yolanda.
- ¡Una desgracia muy grande, amiga mía! - respondió Yolanda, recomponiendo con prisas la congoja adecuada y respetable a la situación, y acercando para ello, visiblemente, un pañuelo a sus ojos.
- ¡Es una pena!... A mi hijo le daba clases y, precisamente mañana, tenía un examen con él - declaraba la señora, regalándome de paso una sonrisa para tantear el terreno, a la vez que cumplía con su obligación -. Por cierto... ¿El examen se suspenderá, verdad? - dirigiéndose a ambos.
- No sé que decisión tomará el director - dijo Yolanda, con cara de circunstancias por lo inadecuado de la pregunta en una situación como aquella.
- Mi hijo lo estimaba muchísimo y era un gran profesor - aportando nuevos datos para tratar de salvar la metedura de pata, mientras que su mirada volvía a examinarme.
- Y una gran persona, muy cariñosa y buena con todo el mundo - añadió Yolanda, mirando hacia el techo, como si al pobre Diego lo hubiesen castigado con estar allí.
- Un vecino me ha contado que Diego, hace unos pocos días, a su anterior pareja, le anunció que pronto tendría noticias de él y que la policía ha localizado en su casa, al lado de la pistola que usó para matarse, una carta destinada a ella y a sus hijos, donde pedía perdón por el daño causado - manifestó la señora, con fingida pena, mientras sacaba de su bolso una barra de labios para darse un apresurado toque de belleza.
- Yo he oído a un familiar de Diego afirmar que rompió con su nueva relación y que la misma acabó fatal. Además, por lo visto, no se llevaba nada bien con Marisa, su primera esposa, y las dificultades para ver a sus hijos eran cada día mayores. Incluso, dos días antes de su muerte, comió en casa de su hermana y acabó medio borracho - remataba la faena Yolanda, manchando de falsedad, fariseísmo y cinismo el derecho del difunto de irse con honorabilidad de este mundo.
- A mí me parecía un señor muy introvertido, aunque yo hablé con él en muy pocas ocasiones y siempre por asuntos de mi hijo - opinó la señora, colocando de paso la etiqueta salvadora que tanto nos gusta asignar a los demás, para percibir ese poco de seguridad que pueda calmar nuestros miedos y temores.
- No te equivocas para nada, así era el pobre, que en paz descanse. Nunca me comunicó nada de su vida o de su estado de ánimo. Fijate que yo, en no pocas oportunidades, al verlo triste y abatido, me hubiese encantado charlar con Diego, pero siempre parecía huir de mí - declaraba Yolanda, queriendo subir en un instante al peldaño más alto de la caridad y fraternidad humana.

No quiero ni puedo mentirte, querido amigo, pero aquello estaba sobrepasando mis límites, y los de cualquier persona con un mínimo de dignidad. Y lo peor, lo que más me irritaba y encolerizaba, es que permanecía callado, en absoluto silencio, como si fuera una piedra o un farola, con un rictus en mi rostro de santa paciencia, o de estoica capacidad para resignarme ya ante cualquier cosa, y todo para poder sobrevivir un jodido segundo más.

¡No tengo solución!... Un hombre como yo debería haber pegado, como mínimo, una patada ante tanta basura, o al menos escabullirse a mil kilómetros de distancia de esas brujas, entre otras muchas razones porque yo era, y sigo siendo, una víctima más de estas, y estos "sabelotodos" de mierda, que van por la vida enjuiciando y analizando los comportamientos de los demás, cuando su propias existencias son un cúmulo de necedades y bajezas.

Aunque lo que no hice yo, lo asumió y ejecutó otro con muchísimo más coraje y valentía. Y es que entonces aconteció algo increíble, fantástico, milagroso y sobrenatural, que me parece que no voy a ser capaz de hallar las palabras adecuadas para narrártelo....Pero no te preocupes...¡Tranquilo!... La suerte te acompaña y yo no quiero estar solo: y es que súbitamente, sin que jamás hubiese pasado por mi mente esa posibilidad, una voz grave y muy potente, que venía de aquel tipo que observé al llegar al tanatorio y sentarme al lado de Yolanda, retumbó y estalló como un trueno en una noche de tempestad, sobrecogiendo cada centímetro de mi cuerpo y de mi alma, y haciendo temblar de terror a las dos arpías que me acompañaban:

- ¡Silencio de una puta vez, cabronas!... ¿Por qué no os vais al infierno para no volver jamás?..¿Con qué derecho y en nombre de qué echáis tanta inmundicia sobre el cadáver de Diego? ¿Por qué no dejáis en paz a un pobre hombre que no pudo aguantar tanto dolor y os metéis en vuestra propias vidas, saciadas de miserias y mezquindades? - chilló el hombre, con tono desgarrador y enfurecido, cuyo rostro seguía sin verse al continuar vuelto de espaldas.
- Usted no es nadie para mandarme a callar e insultarme - respondió Yolanda, titubeante, a los pocos segundos de intervenir el hombre, algo restablecida del impacto y con la mano cogida a la de la señora.
- Eso mismo digo yo - afirmó la señora, haciendo grupo con Yolanda.
- ¡Este soy yo y tengo todo el derecho del mundo a colgaros a las dos de este árbol! - exclamó aquel hombre, girando su semblante hacia nosotros y señalando con su mano a un árbol que tenía al lado, con la mirada aniquilando a las dos mujeres.

Es como si lo estuviera viendo en este momento. ¡Madre santa de Dios, tenía la misma cara que Diego! ¡Era igual que él! ¿Cómo era posible eso? Y aunque lo intentaba, no podía moverme, estaba paralizado y mis piernas no me respondían. Yo deseaba con toda mi alma correr, correr hasta no parar, pero mi cuerpo seguía allí, sentado, quieto, ajeno al instinto humano de subsistir ante lo que va más allá de nuestras posibilidades como mortales, y sometido por completo a la voluntad de aquella imagen que era una copia de Diego.

Sin embargo, fui capaz, no sé cómo, de armonizar el dominio absoluto de ese ser sobre mí, con una percepción y registro en mi mente, con todo detalle, de los alaridos de desesperación de Yolanda y la señora al contemplar el rostro de aquel hombre. Incluso mis ojos tuvieron el vigor y la osadía de divisar con exactitud la huida de las dos mujeres, que se precipitaron hacia la salida del recinto como si el demonio quisiera atraparlas para llevárselas a su funesto reino, arrastrando tras ellas a un sinfín de personas que se encontraban en ese momento en el tanatorio, y que no dudaron en asumir toda clase de riesgos por conocer, al precio que fuese, los motivos que impulsaban a las dos mujeres para fugarse de esa manera.

Aún no tengo desarrollada satisfactoriamente la habilidad para observarme a mi mismo, pero tal y como transcurrían esos interminables segundos, es incuestionable que mi aspecto debería ser lastimoso, digno del ingreso inmediato en cualquier servicio de urgencias de un hospital.

- ¡Por favor, señor, tranquilícese! Yo no tengo nada contra usted, ni quiero hacerle ningún daño - me habló el hombre, haciendo lo imposible por sosegarse, a la vez que intentaba calmarme y, seguramente, infinitamente más asustado que yo al verme en aquel estado de abandono completo a los designios del destino.

Pero yo no respondía, no tenía fuerzas para articular palabra alguna. Lo único que me diferenciaba del resto de las objetos inertes de la escena, es que era consciente de mi adherencia angustiosa al banco donde estaba sentado.

- ¡ Le pido perdón, señor ! Déjeme que le explique y lo comprenderá todo - continuó el hombre, preocupado por mí aspecto y salud -. Me llamo Alberto Mendoza Rodríguez y soy hermano gemelo del difunto Diego. Es evidente, como usted está comprobando, que el parecido entre ambos es bastante grande, por lo que suele ser corriente que experimente los efectos de este hecho. No le engaño si le digo que esta mañana, cuando me presenté con mi madre en el tanatorio, tuve que soportar varias escenas semejantes, al menos en gran parte, a las que usted acaba de presenciar y vivir. Ello no es de extrañar porque mi hermano, como afirmaban esas dos mujeres, siempre fue muy introvertido y casi nunca hablaba de mí. Por otra parte, tanto mi madre como yo, no residimos en esta ciudad y tampoco había tenido jamás la ocasión, por motivos profesionales, de estar aquí. No se asombrará, en consecuencia, que para evitar más líos de este tipo, le prometiera a mi madre, hace solamente unas horas, salir de la sala donde está el féretro de mi pobre hermano y que me hubiese venido a este lugar un poco apartado, donde al menos puedo sentir con más intensidad el hilo mágico que siempre nos ha unido a los dos, sin verme obligado a sufrir situaciones nada agradables para mí, y menos en estos momentos de dolor.
- Usted no tiene por qué pedirme perdón, en todo caso yo soy el que debe hacerlo, precisamente por haber permanecido en silencio ante la inmundicia que esas dos brujas vertían sobre la memoria de su hermano - le respondí casi balbuceando, lográndome reponer, poco a poco, del trance vivido y sintiendo de nuevo el fluir de la sangre por mi cuerpo.
- Creo que me he pasado... - añadió el hermano de Diego -. Pero no es justo que una persona no pueda irse en paz de este mundo.
- Yo pienso que no se ha excedido, simplemente ha aplicado el palo justo a la categoría y especie de los personajes - expuse con una angelical sonrisa en mi cara, como si Dios me hubiese puesto la mano encima para realizar un nuevo milagro.
- ¿Sabe lo qué le digo?...Mi hermano hubiese hecho lo mismo si se hubiera visto en mi situación - sentenció el hermano de Diego, mirando más allá de la verja que separaba al tanatorio de la vida.

Y no volví a ver nunca más a Alberto, y tampoco aguanté por más tiempo en aquel lugar, y mientras regresaba a mi casa, fui pensando en el derecho a irnos en paz de este mundo, que quizás nunca lo habíamos tenido y era solo una pura ilusión y vanidad humana, y este es el final de la historia, y ya no hay más... ¿Ves?... Lo solté y te lo conté. He cumplido con mi parte y he saciado tu deseo. Ahora, por favor, quédate un rato más conmigo... ¡Te invito a otra copa!...¿De acuerdo?...¡Te lo pido por favor!...

Y es que últimamente me siento raro, vacío, desamparado, aislado y con mucho frío, como si la soledad me pisara a todas horas los talones, padeciendo y sufriendo, en todo momento, su aliento en mi nuca. Así que no te asombres de que, si alguien llama a mi puerta, como tú esta tarde, salga lanzado a la calle buscando aire, mucho aire, aunque tenga que entregar mi alma a cambio.

FIN

Kino, Marzo del 2008