martes, 19 de mayo de 2009

Un abrazo para siempre




Buenas noches ¿Tiene una habitación libre para mí? ―preguntó Arturo al recepcionista del hotel de una de las áreas de servicio de la autopista, con gesto muy cansado, la mirada perdida y sin ni siquiera saber dónde estaba.
―¡Buenas noches! Creo que dispongo de algunas, pero voy a confirmárselo ―dijo el recepcionista, mostrando una amplia sonrisa y fijando su atención en la pantalla de un ordenador―. ¿Es solo para esta noche?
Seguramente sí. Nunca se sabe ―respondió Arturo, inconscientemente, sin ser capaz de concretar su deseo, atrapado de nuevo en sus recuerdos, como si estuviera ausente de la escena, o ya la hubiese vivido en otro momento.
―¿No le importa qué sea doble? ―interrogó de nuevo el recepcionista, algo sorprendido por la ambigüedad de la respuesta de Arturo, y quizás por ello despertando su interés por observar, con más detalle, a la persona que tenía frente a él.
No. Me da lo mismo. Solo necesito descansar ―contestó Arturo, volviendo a la realidad y con prisas por irse cuanto antes a la habitación, cerrar los ojos y poner su mente en blanco.
Aquel verano, Arturo, con cincuenta años recién cumplidos, sobrevivía a duras penas, sin encontrar respuestas al por qué y para qué de su existencia. A pesar de sus esfuerzos por buscar nuevas ilusiones, en el fondo poco esperaba ya de la vida. En breve tiempo, todo lo más hermoso para él, se le había escapado irremediablemente de sus manos. La puerta de las esperanzas cada vez la percibía más lejana y por más que miraba, una y otra vez, en sus vacíos bolsillos, no encontraba ese algo al que agarrarse fuertemente y con el que seguir respirando, fuera lo que fuese y al precio que costara... ¿Qué importaba?... Y en cada amanecer, cuando los rayos de Sol se paseaban por los surcos de su cara, Arturo tenía que sacar fuerzas, de no se sabe dónde, para enfrentarse consigo mismo y hallar alguna maldita razón para levantarse de la cama, un día más.
Aunque cada uno llevamos nuestra cruz, es cierto que últimamente el destino no le había tratado nada bien a Arturo. Su compañera y amor desde siempre, Eugenia, se fue con otro hombre, hacía ya dos años, y esa sonrisa mágica que solo ella era capaz de dibujar y transmitirle, ya no volvería a verla jamás, ni tampoco sería su poción mágica para abrir los ojos e cada mañana.
No, nunca le reprochó a Eugenia el hecho de haberle abandonado por otro, quizás por asumir, desde un primer momento, que era él el único culpable de que ella no continuara a su lado. Y en las ocasiones en que Arturo hablaba de este asunto con algún amigo y se dejaba llevar por lo que le dictaba su pensamiento, solía racionalizar y justificar los errores cometidos afirmando que solamente apreciamos lo que un día tuvimos cuando, precisamente, dejamos de poseerlo.
Además, sus intentos y experiencias por retomar ese amor con otra mujer fueron un completo fracaso, seguramente porque, de una forma u otra, frecuentemente incurría en la equivocación de acabar comparando la nueva relación con la que mantuvo con Eugenia. Al principio, tras su divorcio, buscó y caminó para encontrar a una nueva compañera, impulsado por esa fuerza que se desbordaba en él de compartir para llegar a ser, o ese miedo a estar solo y ni siquiera poder sentir un abrazo o un beso. Nunca lo sabré, si te digo la verdad…
Pero lo que caía en sus manos, a los pocos meses, se marchitaba y quedaba en un recuerdo muy lejano, perdido en la inmensidad de lo que se pasó a nuestro lado y se marchó para siempre ¡Qué distintas eran aquellas mujeres al lado de Eugenia, o que poco daban comparado con lo que ella puso a sus pies desde el primer día en que se conocieron! Y poco a poco, las ilusiones y expectativas se desvanecieron y Arturo dejó de rastrear el horizonte para descubrir a su princesa, tal vez porque ya la tuvo y no reparó en ello.


Arturo dirigió sus pasos lentamente hacia uno de los ascensores del hotel, sin prácticamente fuerzas para arrastrar la maleta, como si en ella llevará la totalidad su vida, mientras repetía mentalmente el número de la habitación que le habían asignado en la recepción y recordaba, a la vez, las palabras de su hermana, unos días antes de decidir este viaje: “Tienes que irte, nene. No puedes seguir así. Coge el coche y piérdete. Necesitas aire, mucho aire. Vete y no lo pienses más”.
Al cerrarse las puertas del ascensor, sin haberse percatado previamente de su presencia, repentinamente se encontró frente a una mujer, de unos cuarenta y cinco años aproximadamente, con el pelo suelto de color castaño y los ojos verdes, que llevaba un traje ibicenco blanco.
―¿Vas a la quinta planta, verdad? ―tratando de confirmar algo que ella, increíblemente, parecía conocer, y dibujando en sus labios una dulce sonrisa―. Tu habitación es la quinientos cuarenta y tres ―declarando con completa seguridad y pulsando el botón correspondiente.
Sí, es cierto ―contestó Arturo, aturdido y confuso, no logrando explicarse la aparición de esa mujer, o cómo ella sabía el número de su habitación y el piso donde estaba esta.
Al detenerse en la quinta planta y Arturo traspasar las puertas del ascensor, la chica, que permaneció en el interior del mismo, manteniendo su mirada fija en él y con voz muy suave, aseguró:
Nos veremos cuando tú lo desees.


No solo fue lo de Eugenia, simultáneamente otros pilares básicos del devenir de Arturo comenzaron a oscilar de forma manifiesta y evidente, sin advertir conscientemente aviso alguno de que estaba pasando algo, y sin adoptar cualquier medida con la que hacer frente a las consecuencias de todo lo que se le venía encima, como si la repetición de los hechos y sentimientos otorgará ipso facto la categoría de lo que debe ser así, y ante lo cual nada se podía hacer o cambiar. Los efectos de estos cambios afloraron significativamente en lo que Arturo denominaba “Elementos de su círculo mágico”, entre los que incluía las relaciones con su hijo, el valor sagrado que hasta ahora le había asignado a su trabajo o lo que él consideraba como amigos de toda la vida.
No faltaría a la verdad si dijera que Arturo nunca incorporó en sus metas el ser papá y que la paternidad se coló en su casa repentinamente, cuando una tarde vio aparecer a Eugenía con un bebé entre sus brazos. Pero al poco tiempo de que el nuevo ser conviviera con él, algo muy especial se abrió súbitamente en su interior, como si el hecho de ser padre hubiera estado oculto ahí, en el fondo de su alma, desde que su madre lo trajo al mundo, y en un instante, ese desconocido amor explosionara intensamente, inundando como una marea brutal cada fragmento y cada rincón de su persona.
Durante la niñez de Victor, su hijo, el vínculo que se desarrolló y unió a ambos fue una de las experiencias más hermosas e intensas que Arturo tocó y sintió, llegándose a convertir en una especie de Dios todo poderoso para aquel niño. Padre, amigo, compañero de juegos, modelo a seguir, libro del mundo, confidente, consejero y mil cosas más llegó a ser Arturo para Victor. Sin embargo, con el transcurrir de los años, aquellos lazos sufrieron una transformación radical, aunque lenta y persistente, y su hijo ya no compartía nada con él, ni admiraba a su padre como antes, ni tan siquiera demandaba el calor de un abrazo suyo.
Arturo aparentaba resignarse con aquel nuevo estado en las relaciones con Victor, seguramente para lograr contener más de una lágrima a solas ante el espejo, y en la actualidad se limitaba a no aspirar más allá de escuchar la voz de su hijo por teléfono, en contadas ocasiones y con bastante suerte, cuando por algún motivo necesitaba más dinero del que le ingresaba ordinariamente en la cuenta corriente para sus estudios en la universidad, y se dignaba a ir más allá de un gélido y frio mensaje por el móvil. Y lo curioso, o no… ¡Vete a saber!… Es que al igual que en el caso de Eugenía, Arturo seguía cargando sobre sus espaldas la totalidad de los errores que le habían llevado a este alejamiento de Victor.


Cuando Arturo se halló en el interior de su habitación, sin energías siquiera para deshacer la maleta o abrir las ventanas, se echó vestido en una de las dos camas. Se encontraba extenuado y necesitaba, urgentemente, cerrar los ojos, dormir, descansar, sosegarse, aunque fuera por unos segundos, pero no lo conseguía, no podía. La película de su vida reciente continuaba martilleando su cabeza y pasando, a infinita velocidad, millones de escenas y pensamientos de su retahíla actual de existencia.
Exactamente de la misma forma que había ocurrido minutos antes, al pisar a fondo el acelerador de su coche en la autopista, o al cerrarse las puertas del ascensor y verse empujado por sus piernas en dirección a la habitación. Pero de pronto, imprevisiblemente, su letanía se interrumpió bruscamente, sorprendiéndose a sí mismo al escucharse repetir, varías veces y en voz alta, estas preguntas: “¿Quién es esa mujer? ¿Qué quiere de mí? ¿Cómo se metió en el ascensor sin yo verla? ¿Por qué y para qué ha aparecido hoy aquí?”.
Y al volver a abrir los ojos, desesperado ante la imposibilidad de simplemente reposar, ella, esa mujer, estaba allí, sentada en un sillón que había junto a su cama, otra vez ante él.
Me llamaste y aquí estoy. Ya te dije antes que estaría contigo cuando tú lo desearas ―reiteró la mujer, volviendo a sonreír y posando cariñosamente su mano en la frente de Arturo, como si quisiera con ello transmitirle esa paz que Arturo buscaba ansiosamente, sin encontrarla jamás.
Por unos segundos Arturo se vio trasladado a un estado de absoluta paralización. Nada se movía en él, ni tampoco nada era capaz de hacer reaccionar, en su cuerpo y en su mente. Incluso, juraría que dejó de respirar. No, no creo que fuese miedo, o desconcierto, lo que le atrapaba. Si algo bueno tenía Arturo era su capacidad para recobrarse y revitalizarse en determinadas situaciones al límite. Y ahora que lo vuelvo a pensar, me atrevería a definirlo como una simple estrategia de supervivencia. ¡Sí, eso mismo!, una táctica para ganar unos instantes, durante los cuales llamar a voces a cualquier salida racional que explicara, coherentemente, la escena en la que estaba inmerso.
Yo no he pedido a ninguna prostituta para ahogar mis penas… ¿Te enteras? ―expuso Arturo, en tono desafiante y encolerizado, apartando violentamente la mano de ella que ahora acariciaba la totalidad de su rostro.
Sabes perfectamente que no soy ninguna ramera. Precisamente por ello has reclamado mi presencia. Voy a seguir aquí y tú no vas a hacer nada para impedirlo, entre otras cosas porque yo te necesito, y tú a mí ―aseveró la mujer, levantándose del sillón y sentándose esta vez en el borde la cama, donde continuaba tendido Arturo.


En el trabajo, Arturo también hacía equilibrios por una cuerda que se movía empujada por variables vientos. El oficio de profesor, como le gustaba llamar a la docencia, al que en otros tiempos se dedicó en cuerpo y alma y absorbió gran parte de su fuerza vital, fue perdiendo ese ideal social de lucha y militancia por el cambio y el progreso de la humanidad, para convertirse en un medio personal e individual, íntimo si se quiere, contrario a cualquier corsé político, de bata estrictamente blanca y de guantes inmaculados. Ya no era esa religión, del hombre y para el hombre, que le marcaba la dirección a seguir, aunque continuara exigiéndose una alta profesionalidad con la que garantizar un mínimo de libertad y honorabilidad, aspectos inquebrantables para él.
El hacer lo mejor posible con el menor tiempo personal implicado en ello, fue sustituyendo, progresivamente, al llegar todos juntos, al batallar por extender los nuevos modelos o al obrar en equipo. Esta desvalorización del trabajo y el desplazamiento del mismo hacia otros lugares menos primordiales de su existencia, le había permitido a Arturo viajar por su interior y por el decorado donde actuaba. Lo malo, lo impredecible, lo inesperado, resultó ser que el espectáculo que se destapó ante él, y de él, no le gustaba, no lo aceptaba y no lo admitía.
El resultado de este proceso se plasmó en un nuevo sentimiento, que podría sintetizarse en que la vida se le había escapado de sus manos y que no tuvo lo que hay que tener para apretujarla fuertemente en su alma, sin dejarla escapar, pasara lo que pasase. Y cuando se le preguntaba si aún estaba a tiempo de modificar lo que para él era ya un hecho inmutable del destino, solía menear la cabeza, de un lado a otro, y afirmar que, hasta ahora, siempre había llegado tarde cuando se trataba de satisfacer sus deseos más profundos, especialmente aquellos que más incidían en su propia persona y felicidad.

Entonces… ¿De dónde sales? ¿Cómo has entrado en mi habitación? ¿Qué es lo que buscas? ¿Por qué dices que me necesitas? ―sacando fuera de sí, una tras otra, sin pausas, esas preguntas que no paraban de apalear su juicio, e incorporándose de la cama violentamente y colocándose de pie delante de ella, en actitud inquisitiva.
No sé de dónde vengo ni a dónde voy. Tampoco cómo he entrado en tu habitación. Solo tengo conciencia de lo que vivo, del ahora, del presente y de algo, que ignoro lo qué es, que me empuja a actuar, o a hablar en este mismo instante. Y por más que lo intento, no logro llegar a más. ¡Por favor, te lo suplico, créeme! ―cogiendo ella las manos de Arturo y empezando a sentir una creciente pesadumbre.
Yo ya no tengo fe en nada ni en nadie ―expuso Arturo con desaliento.
Es como si te colocaran en una caja y de pronto, sin saber por qué, se cerrara, y tú dejaras de existir, o simplemente murieras, durante el tiempo de oscuridad ―añadió la mujer―. Y al abrir de nuevo la caja, no tuvieras recuerdos del antes y partieras de algo que han metido en tu mente y que te impulsa en la escena, desconociendo siempre quién lo puso y cómo se introdujo eso ahí… ¡Tengo miedo, mucho miedo!... Del poder que cierra o abre mi caja, o de lo que yo soy en las tinieblas ―poniéndose de rodillas, derramando lágrimas por sus ojos y reclinando su cabeza sobre las manos de él.
Arturo la observaba atentamente, mientras el silencio se interponía entre los dos y su cólera desaparecía apresuradamente, con las mismas prisas con las que entró, siendo reemplazada por una desesperanza, que le apretaba sin compasión en lo más hondo de su ser, envuelta en esta ocasión de una solidaridad hacia el dolor de los demás, precisamente porque él, mejor que nadie, lo conocía a fondo.
Yo también tengo miedo, al menos tanto como tú, pero de seguir viviendo, otro jodido día más ―manifestó Arturo, tocando plácidamente el cabello de la mujer.


Conocer a Arturo hace solamente unos años atrás, y tener la suerte de que el azar te regalara la oportunidad de respirar un fragmento en el que le escuchases hablar de sus amigos “de siempre”, como él solía especificar, te hubiera asegurado, como mínimo, una sonrisa inmensa, simplemente por el goce de percibir el brillo increíble que acompañaba a cada palabra que se escapaba de sus labios. Para Arturo, esas seis personas en las que había concentrado su ideal de amistad, formaban irrefutablemente parte de él, como lo eran sus piernas o sus rizos, y con el transcurrir de los años, se establecieron entre ellos, al menos así lo percibía Arturo, vínculos semejantes en intensidad a los que pueden darse en los hermanos de sangre.
Y no era para menos, porque con edades parecidas, compartieron muchísimas cosas, desde los inicios de la pasada adolescencia: estudios en el instituto y en la universidad, aficiones musicales, relaciones con el sexo opuesto, ideas sociales y políticas, viajes, pisos, el ser padre o el palpar que hay que aprovechar lo que nos ponen al lado de nuestra puerta. En consecuencia, no había semana en la que no hallaran una excusa para simplemente charlar, tomar un café o intercambiar respuestas al cómo te va la vida.
Arturo siempre estuvo dispuesto a dar lo que hiciera falta por sus camaradas. ¡No, te lo prometo, nunca pensó en recibir nada a cambio!... ¿Para qué?... Eso salía porque sí, porque debía ser así, sin más historias. Y es que dar sin esperar cobrar nunca, es lo más hermoso que te puede ocurrir en tu camino. Además, jamás definió, o sentenció, la dimensión privada de cada uno, como tampoco, en ningún momento, aireó los trapos sucios de estos, ni de nadie, entre otras muchas cosas, por el ilimitado respeto y cariño que les profesaba.
Pero la vida es una caja de sorpresas, y cuando Arturo, tras su divorcio, tocó fondo y se vio hundido en una interminable crisis de existencia, que le arrastró, literalmente, a llamar desesperadamente al suicidio, no recibió ni siquiera una llamada de teléfono de esos amigos de siempre para preguntarle, al menos, por simple cortesía, cómo estaba o cómo tiraba “pa lante”. Y eso no es lo peor, algunos de estos tipos se dedicaron a vocear la mierda que ahogaba a Arturo, sin compasión, y con la osadía y desfachatez de realizarlo desde un púlpito divino y celestial, libre de la más leve falta, como si en sus propias casas no hubiera nada que enmendar, descubrir, ocultar, atender, terminar o arrojar a la hoguera. Y por si fuera poco, más de uno de estos sujetos, tuvieron la poca vergüenza de exigir su asistencia a la última cena de Navidad, que ordinariamente organizaban cada año, en nombre de la “sagrada”, “eterna” y “verdadera” amistad que los unía.


La mujer se alzó lentamente, a la par que deslizaba suavemente sus manos por el cuerpo de Arturo, tratando de apoderarse de cada parte de él. Y cuando las miradas de ambos convergieron y los labios se rozaron, ella, recubriéndole su rostro y cuello de besos entrecortados e infinitos, le susurró al oído:
Abrázame, abrázame y bésame, una y otra vez, mil veces, con locura, con todas tus fuerzas, con todo tu ser, como si quisieras meterte en mí para hacer desaparecer todo de ti, hasta la más ínfima huella de tu existencia y hasta el más recóndito recuerdo testigo de tu presencia. Solo así; mi amor, mi tesoro y mi príncipe; podrás descansar en paz eternamente.
―¡Ayúdame a abandonar este infierno! ―imploró y rogó él.
Y Arturo cerró sus ojos y la estrechó intensamente entre sus brazos, con una energía que en absoluto comprendía de dónde venía, pero que le empujaba irracionalmente y brutalmente hacía ella, cada vez con más poder, en nombre quizás del derecho de cualquier ser humano a dejar el escenario porque ya no puede ni tiene más, hasta que se perdió en la oscuridad plena y la conciencia de sí mismo le abandonó perpetuamente.


A la mañana siguiente, la empleada del servicio de limpieza del hotel, al abrir la puerta de la habitación, contempló, estupefacta y boquiabierta, un espectáculo dantesco, que difícilmente olvidaría el resto de su vida: Arturo yacía inerte en una cama, con una sonrisa rígida e inmóvil en su cara, abrazado vehementemente a un amasijo de huesos, putrefactos y nauseabundos, cubiertos de largas matas de pelos castaños, que reposaban en restos dispersos de un traje blanco, salpicado de manchas rojizas, que aquella mujer juraría, ante el mismísimo Diablo, que eran de sangre.

FIN


Kino, 19 de Mayo