lunes, 6 de julio de 2009

La vida se quedó en la bolsa


Nunca olvidaré, mientras me quede un último aliento de vida, aquel sábado por la noche. Y no por falta de voluntad por mi parte. No. ¡Te lo prometo!… Eso está ahí, clavado en mi mente, para toda mi existencia y no se puede borrar con nada, porque con todo he probado y jamás desaparece, haga lo que haga. ¡Maldita sea!... Y fíjate que si eso es así que en este preciso instante, recuerdo con exactitud, como si lo estuviera viviendo ahora en mis propias carnes, que mientras me peinaba delante del espejo de casa, antes de salir a la calle, no cesaba de suspirar una y otra vez. Y es que algo me decía que no me fuera de allí, que me quedara, que no abriera la puerta, pero no me hice caso, una vez más. Con sinceridad y sin engaños: no me tomo en serio a mí mismo, y por eso, estimado lector, la vida me arroja, sin solución, a callejones donde no hay salida alguna.

Es verdad que no llevaba un rumbo fijo al echar la llave de mi apartamento y que ignoraba completamente lo que empujaba a mis piernas, pero por resultado del azar, o por el propio destino que en ocasiones lo tenemos marcado, recibí en mi móvil una llamada de Laura, justamente cuando me disponía a arrancar la moto en el garaje. Me extraño que fuese ella, y más aún, que me invitara a cenar en un conocido restaurante de la ciudad. Increíblemente acepté, quizás porque la soledad me apretaba con todas sus fuerzas y no deseaba para nada acabar entre sus brazos. Todavía hoy no lo sé con certeza.

¿Qué decirte de Laura?... No era la mujer de mis sueños, así de claro y así de evidente. La conocí a los pocos meses de separarme, en un momento en el que residía en el mismísimo infierno, agarrándome a cualquier cosa que me ayudara a respirar, fuera lo que fuese. Podría jurarte, por el diablo si quieres, que rondaba los cincuenta años, aunque su edad era un secreto que guardaba y ocultaba celosamente. Y si cierro los ojos ahora, en mi pensamiento, como una película a cámara lenta, la veo salir de su casa, con el pelo castaño, delgada, bajita, muy coqueta y con una sonrisa radiante, mientras se aproxima hacia mí, triunfante y exultante, sabiendo que la espero impaciente por su intencionada impuntualidad, con pasos rápidos, cortos y decididos, como una muñeca de porcelana que va a una fiesta para elegir a su príncipe encantado.

La madre de Laura solía decir de ella que era muy débil y que no servía para tener hijos; sin embargo, fue capaz de pasar una noche entera, sin nadie que le acompañara, abrazada al cadáver de su padre, al que idolatraba y admiraba, o de tener en propiedad varias casas ahorrando hasta en un ínfimo rollo de papel de cocina. Incluso, una tarde de verano, me recogió literalmente del suelo del pasillo de mi casa, cuando rogaba a Dios que me llevará por el camino más corto al otro mundo, y me obligó, por pantalones, haciendo oídos sordos a mis súplicas, a traspasar de nuevo la puerta de entrada de la existencia de cada día. Pero en el amor, o en la amistad, como en otras atracciones entre las personas, la racionalidad se escapa de nuestras manos, y después de vernos varios fines de semana, todo se acabó, si es que alguna vez hubo algo, sin más historias ni lamentaciones por parte de ambos.

Al terminar de hablar con Laura, permanecí durante unos minutos subido en la moto, con los ojos cerrados, paralizado e inmóvil, absorto en mis pensamientos y sin ni siquiera apretar el interruptor del encendido, como si de pronto necesitara un tiempo para encajar todas las piezas. Ignoro cuánto estuve así, pero últimamente me suele ocurrir con frecuencia lo mismo: súbitamente algo aparece en mi mente, cualquier cosa (un recuerdo, una escena, un sentimiento, una frase…); seguidamente siento una presión intensa en el pecho, acompañada de un deseo incontenible de llorar y de una sensación asfixiante de que me falta el aire; a continuación mis músculos se detienen en seco y no responden a las órdenes de mis impulsos nerviosos, que demandan oxígeno y un cambio radical de decorado, a la vez que esa cosa se repite reiteradamente en mi cabeza, casi un millón de veces y más, hasta machacarme y destrozarme en el castigo del dolor, y finalmente, cuando parece que no voy a salir nunca de esa vorágine, poco a poco, empiezo a percibir que mi cuerpo se vuelve a mover y que mi sangre comienza de nuevo a fluir, justamente cuando logro echar a esa cosa de mi ser, aferrándome desesperadamente a cualquier deseo, reflexión o instinto de supervivencia.

Miré el reloj. Eran las ocho de la noche y no había quedado con Laura hasta las diez. Disponía del tiempo suficiente para saciar varias necesidades vitales que se habían colado sin permiso en mi organismo: abandonar el lugar donde estaba, experimentar la velocidad bajo mis pies y tomarme de un café y cualquier cosa dulce. Así que arranqué la moto, me puse el casco y me dirigí por la autopista, apretando el acelerador a fondo, hacia una cafetería y bar de copas que se llamaba “El cielo”, que estaba aproximadamente a cuatro kilómetros del garaje, en una zona de copas y locales comerciales del puerto deportivo de la ciudad.

Desde que descubrí aquel paraíso, solía acudir por allí con cierta frecuencia, aunque ordinariamente más tarde, a partir de las doce de la noche. Me gustaba la decoración de su terraza, de suelo de madera y muebles blancos de mimbre, con cojines color piedra, y me encantaba especialmente sus vistas al mar y su emplazamiento en una antigua torre restaurada, que en otros tiempos sirvió para alertar de los ataques de los piratas y corsarios que navegaban por aquellas costas. Estar en ese lugar, a la una o las dos de la madrugada, sin prisas por llegar a ningún sitio e inmerso en una buena charla, envuelto además en los olores y las caricias frescas que lleva la brisa, que en no pocas ocasiones se presenta acompañada de una niebla cerrada y el sonar de las sirenas de los barcos, era todo un goce que valía la pena vivir intensamente y no dejarlo escapar.

Al aparcar la moto en la puerta de la cafetería y quitarme el casco, me di cuenta de que el espectáculo del Sol fundiéndose con el mar estaba ya en su plenitud. Por ello, sin pensarlo, me encaminé hacia la terraza, donde había poca gente, y busqué con premura un lugar privilegiado para contemplarlo, esperando que la camarera se percatara de mi presencia y viniera a preguntarme por lo que deseaba tomar. Y es que me relaja y atrae infinitamente ver esa unión entre estos dos elementos de la naturaleza que siempre han caminado a mi lado. Además, ello contribuye poderosamente a poner mi mente en blanco, aspecto que me urge cada día más, entrañable lector que aún tienes la santa paciencia de continuar conmigo.

Al poco rato de permanecer sentado, vino la camarera y le pedí un café con leche y un trozo de tarta. Pero al regresar y querer abonarle la consumición, me llevé una inesperada sorpresa:

Señor, el caballero de la mesa del fondo le ha invitado ―afirmó ella, con una voz muy dulce, una amplia sonrisa y moviendo graciosamente sus nalgas en un ajustado pantalón vaquero, mientras se retiraba lentamente camino de la barra, sabiendo con certeza que el público masculino no perdía detalle de su recorrido.

Inmediatamente volví mi rostro en varias ocasiones, tratando de encontrar al sujeto que había pagado. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, no localicé a nadie conocido. Y cuando ya iba a desistir de indagar, alguien agitó su brazo y empezó a llamarme por mi nombre. No, no veía su cara. Estaba vuelto de espaldas y no lograba saber quién era. Tampoco identificaba su voz. Sin pensarlo, me levanté y me dirigí con paso decidido hacia el lugar donde estaba aquel tipo. Pero al llegar… ¡Santa madre de Dios! Era Manolo. Estaba completamente cambiado. La última vez que lo vi fue en el verano del 2004, en Madrid. Parecía un viejo, como si de golpe y porrazo le hubieran añadido quince años más.

―¡Qué alegría de verte, Marcial! ―exclamó Manolo, incorporándose penosamente de un sofá en él que estaba sentado, yéndose hacia lados y abrazándome fuertemente para no caerse, con aspecto muy descuidado y desprendiendo un intenso olor a alcohol y sudor.
No te había conocido, perdona. Es indudable que los años pasan y necesito unas nuevas gafas ―añadí yo, buscando cualquier excusa para restablecer el equilibrio, a marchas forzadas, entre el Manolo que conocí y él que la vida me ponía enfrente en ese momento.
Disculpa, no es problema de tu vista, Marcial. Por favor, siéntate aquí ―señalándome un sillón desocupado que había frente a él―. Yo te vi primero y me debía haber acercado hasta dónde estabas tú, pero no es culpa mía, es de Carmen. ¿Sabes?... Es muy celosa y no permite que me aparte de su lado ―mirando Manolo fijamente una bolsa negra situada en un extremo de su sofá y con una amplia sonrisa que yo no comprendía.
―¿Carmen?... ¿Quién es? ¿Dónde está? ―pregunté yo, con creciente confusión y perplejidad al no advertir la presencia de ninguna mujer con nosotros.
―¡Te pido disculpas de nuevo por mi falta de buenos modales! Creo que me está pasando factura la copa de más que me he tomado y he cometido el imperdonable error de no presentarte a Carmen ―poniendo Manolo su mano sobre la bolsa del sofá, como si la acariciara y realmente fuese una mujer―. Ahora mismo resolvemos esto. Marcial, te presento a Carmen ―cogiendo la bolsa y acercándomela para que la sujetara yo, con gesto convencido de que eso, y no otra cosa, tenía vida y era su chica―. ¿A qué nunca habías visto a una mujer tan guapa?
Es un placer conocerte, Carmen ―respondí yo, atrapando con mis manos la bolsa, con cara de circunstancias, sin saber si reír o llorar ante la inverosímil representación en que me habían metido a empujones y suplicando, casi de rodillas, que un rayo del más allá me hiciera desaparecer.
―¿No la has escuchado, verdad? Carmen está mal de las cuerdas vocales y su tono de voz en muy bajo, casi imperceptible ―sin darme Manolo tiempo para contestar, quitándome violentamente la bolsa de mis manos y volviéndola a colocar en el sofá y a su lado―.Yo si puedo oírla porque ya me he habituado a ello. La muy zorra te ha dicho que estás muy bien ―con expresión exasperada y golpeando la bolsa con brutalidad.
―¿Manolo, de verdad piensas qué esa bolsa habla y es Carmen? Has bebido un poco más de la cuenta, tío. No pasa nada, mañana nos reiremos juntos de todo esto ―tratando por todos los medios de llevarle a la racionalidad y de normalizar lo que estaba ocurriendo.
―¡No estoy borracho! ¿Te enteras? ―me gritó Manolo, con los ojos desencajados y una cólera extrema que le producía temblores en todo su cuerpo―. Ella es Carmen, la mujer que destrozó mi vida, pero ahora ya es mía, mía para siempre. ¡Mía!, ¡mía!, ¡mía! ―llorando y abrazando la bolsa, con locura y pasión, como si la quisiera meter eternamente dentro de él para hacerla desaparecer.

Mientras analizaba en silencio el estado y comportamiento de Manolo, una congoja y una pena muy grande se apoderó de mí, y simultáneamente, miles de preguntas se iban acumulando, una tras otra, en mi entendimiento: ¿Quién era Carmen? ¿Qué hizo Carmen con Manolo? ¿Qué hizo Manolo con Carmen? ¿Cómo puede un hombre cambiar tanto en tan poco tiempo? ¿Vale la pena amar para acabar en el abismo más profundo?… Aquella noche no disponía de respuestas para ninguno de estos interrogantes, aunque con el transcurrir de los años, pude hallar algunas que a continuación te contaré. Lo que si hice en ese trance, porque sigo siendo humano y porque aún se me erizan los vellos cuando siento el dolor en los demás, fue levantarme y poner mi mano encima del hombro de Manolo, que continuaba apretujando la bolsa intensamente contra su pecho.

A Manolo la vida le solía sonreír con las mujeres hasta que un día conoció a Carmen, así de claro y así de simple. Siempre estuvo mimado por un círculo mágico de damas que le querían, amaban, cuidaban, ayudaban, orientaban, animaban y defendían. Durante su infancia, adolescencia y juventud, ese círculo lo integraban su madre, sus hermanas, sus tías y sus abuelas. En etapas posteriores, el círculo se amplió a su esposa y sus hijas. Para Manolo era impensable un ser femenino dentro de su círculo que fuera capaz de usarlo como un pañuelo de papel o que no le entregara el todo sin pedirle nada de antemano. Es como si por el hecho de entrar en su ámbito íntimo y personal, una mujer, sea la que fuese, adquiriese automáticamente la categoría de hada protectora y de persona incapaz de producirle, intencionadamente o no, el más mínimo daño o dolor, sino todo lo contrario.

Manolo tampoco valoraba adecuadamente todo lo bueno que el destino le había puesto a sus pies y siempre andaba a la búsqueda de no sé qué, seguramente por falta de experiencias que le posibilitaran una comparación y estimación justa y adecuada de lo que poseía, o de lo que tenía que abandonar para disfrutar de aquello que deseaba hoy, pero no quizás mañana. Curiosamente lo tenía casi todo en la vida: un buen trabajo y un reconocimiento de los que le rodeaban de su valía profesional, una posición económico y social que le permitía vivir sin agobios, una formación personal e intelectual que le daba acceso a múltiples dimensiones del desarrollo personal, una compañera que lo amaba con toda su alma, unas hijas que lo adoraban e idolatraban y unos amigos con los compartía ratos agradables y placenteros.

Y pasó lo que tenía que pasar: en un momento de crisis existencial, de esos en que uno otea el horizonte y no es capaz de descubrir el camino a seguir, apareció Carmen y Manolo se agarró a ella como una tabla de salvación. Pero Carmen, desgraciadamente para él, no era un hada protectora, ni una mujer de la cabeza a los pies. Lo amó, o se apasionó por él, mientras no lo tuvo, y cuando consiguió su objetivo con todas las armas disponibles, que no eran pocas y diversas dada la experiencia que atesoraba en el asunto, no dudando en emplear sin ningún reparo hasta la mentira y el engaño, simplemente lo tiró al cubo de la basura porque la nena se cansó y ya no tenía motivación para seguir. Un típico caso de lo que actualmente se denomina amor objeto.

El problema es que en esta historia Manolo dio el todo (se traslado a otra ciudad para estar con ella, ganando mucho menos y perdiendo categoría profesional; se separó de su esposa, que valía infinitamente más que Carmen, y las relaciones con sus hijas, que eran su mayor tesoro, se deterioraron hasta tal punto que ni siquiera podía llamarlas por teléfono), probablemente porque en su limitada experiencia con el sexo opuesto, el entregar lo que se tenía sin pedir nada a cambio, era algo consustancial e indiscutible, y Carmen, más racional e inteligente que Manolo, o simplemente conocedora mejor que nadie de sus verdaderas intenciones, no se arriesgó en nada, conservando y blindando en todo momento su patrimonio de vida. Y el amigo soñador se vio, de la noche a la mañana, en una ciudad desconocida, explorando con desesperación mil fuentes de ingresos para hacer frente a los pagos que se le venían encima, completamente solo y con una depresión que lo llevó, en más de una ocasión, al abismo más puro y duro, como el de aquella noche.

Manolo, tienes que olvidar a esa mujer de mierda y empezar a caminar de nuevo desde cero. Te queda mucho por gozar y vivir. Tienes derecho a otra oportunidad. ¡Hazme caso, por favor! ―le supliqué y le rogué.
―¡No puedo Marcial, no puedo! Además ella ya ha cambiado y está otra vez conmigo. ¿No lo ves? ―reiteraba Manolo, sin dejar de agarrar la bolsa, que ahora permanecía sobre sus rodillas.
Ya te he dicho antes que eso es una bolsa y nada más, pero tú no me haces caso, joder. Te va la marcha y quieres morirte en tu dolor ―le expuse con enojo y enfado, decidido a lo que hiciera falta por sacarle de ese estado y quitándole, en un descuido, la bolsa que la coloqué a mi lado.
―¡Como le hagas algo a Carmen, te mato! ―me amenazó Manolo, con un tono de voz que no admitía dudas y una expresión terrorífica, que aún hoy no sé como fui capaz permanecer allí y de no salir corriendo por puro instinto de supervivencia―. ¡Dámela!, la quiero a mi lado.
Ahora la tendrás, pero confía en mí, Manolo, y permíteme que te ayude, al menos por la amistad que nos une a los dos desde que éramos niños ―recobrando algo la serenidad y dispuesto a jugarme el tipo.

Y encomendándome a Dios y a todas las vírgenes de nuestro planeta, lentamente comencé a abrir la bolsa, sin dejar de prestar la máxima atención a las reacciones de Manolo, que no se perdía el más mínimo movimiento mío, y preparado para que en cualquier instante pudiera pasar lo peor. Recuerdo, como si de ahora mismo se tratase, que lo primero que encontré en la bolsa fue un pijama blanco de seda transparente y unas zapatillas del mismo color, que deposité cuidadosamente encima de la mesa.

―¿De quién es este pijama y estas zapatillas? ―le pregunté, sabiendo de antemano la respuesta.
Son de Carmen, Marcial ―cogiendo pausadamente Manolo el pijama y las zapatillas entre sus manos y acercándolos a sus labios, para besarlos con tal ternura y delicadeza, que yo no pude hacer otra cosa que dejar escapar unas lágrimas sobre mi rostro―. ¿Sabes una cosa?... Un día me dijo que iba a dejarlos eternamente en la silla de mi dormitorio, para que cualquier mujer que viniera a mi casa, supiera que yo era solo suyo y de nadie más ―moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo, varias veces, como si se recriminara algo que no pude escuchar, a la vez que estrechaba apasionadamente entre sus brazos el pijama y las zapatillas.
―¿Qué hay en este pequeño cofre, Manolo? ―le volví a interrogar, sacándolo de la bolsa y poniéndolo en la mesa.
Son cabellos de Carmen y míos ―contestó Manolo, abriendo el cofre y oliéndolos profundamente―. Una noche, después de hacer el amor, con varios cabellos de ambos, hizo este lazo y me dijo, con miles de besos y de “te amo”, que ese lazo representaba nuestra unión de por vida ―mirando hacia el suelo y pronunciando el nombre de Carmen acompañado de toda clase de insultos.
―¿Ves, Manolo? Son solo recuerdos y objetos de una mujer, que te engañó y utilizo sin escrúpulos, ni miramientos de ningún tipo. No es Carmen, Manolo. Carmen no vale nada y mientras sus recuerdos vivan en ti, ella te seguirá utilizando y destrozando. Hay millones de mujeres, infinitamente superiores, con las que tú puedes compartir lo que tú desees. Huye de esa mujer y olvídate de ella ―le manifesté, con la esperanza de abrirle una puerta por donde salir del infierno en el que se encontraba.
Yo lo intento, pero su esencia siempre está ahí, en la bolsa. Y esa esencia no me deja olvidar ―habló Manolo, con la mirada fija en la bolsa, señalándomela con el índice de su mano derecha.

Entonces recordé que en la bolsa quedaban aún cosas. Introduje mi mano de nuevo en la bolsa y palpé dos cajas metálicas cilíndricas, de aproximadamente veinte centímetros de diámetro y quince centímetros de altura, herméticamente cerradas. Al sacarlas y colocarlas encima de la mesa, una de ellas estaba deformada en uno de sus laterales y desprendía un intenso hedor, muy semejante al de la carne putrefacta.

―¿Qué hay en esas cajas, Manolo? Huelen muy mal y no me gustan nada ―le interpelé a mi amigo, con miedo y pavor, porque algo muy dentro de mí me decía que en ellas no había nada bueno.
La esencia de Carmen, Marcial. Por eso no podré jamás ignorarla. Tuve que hacerlo, no podía ser de otra forma. ¡Dios mío, perdóname!... pero tenía que pagar todo el daño que me hizo ―sentenció Manolo, blasfemando a las cajas y escupiendo sobre ellas.

Pero en ese preciso instante, inoportunamente, mi móvil sonó. Era Laura y lo peor, también era, al mirar mi reloj, las diez y media de la noche. Como no escuchaba bien su voz, me levante y me desplacé unos tres metros del lugar donde estaba Manolo para buscar una mejor cobertura.
―¿Qué pasa, voy a estar toda la noche esperándote? —lanzándome el ultimátum Laura, de forma clara y evidente.
Y cuando me disponía a excusarme con Laura contándole lo que me había acontecido, y prometerle que en menos de quince minutos me tendría frente a ella, me di cuenta de que Manolo ya no estaba allí y que la bolsa había desaparecido con él. Sin pensármelo ni un segundo, cerré el móvil y corrí con todas mis energías hacia la entrada de la cafetería, con la esperanza de encontrarlo, pero no lo vi. Incluso pregunté a las camareras y algunos clientes por él y estuve varias horas con la moto dando vueltas por la zona donde se hallaba el local. Nada, todo en vano, ni rastro de él y de su bolsa. Manolo huyó, aunque otra vez, al menos, con el recuerdo de Carmen, y desde esa noche, no he sabido más de mi amigo.

Al igual que a ti, entrañable y paciente lector que me has soportado estoicamente hasta el final de este relato, sigo subsistiendo con no pocas preguntas sin responder de lo que sentí en aquella situación con Manolo. Fue una pena, o una suerte, quién sabe, que Laura llamara justamente en ese momento, y que algún día me muera sin averiguar qué contenía esas dos cajas que mi amigo denominaba la esencia de Carmen. Lo que sí es cierto es que a veces, por la noche, cuando me envuelve el silencio, recuerdo a aquel hombre, que lo tuvo todo y todo también lo dejó por un puro sueño. Pero la vida es así y la racionalidad suele estar ausente en muchos de nuestros actos. Espero y deseo, con toda mi alma, que Manolo haya reconstruido su vida con otra mujer y que las cajas no contuvieran lo que tú y yo sospechamos cuando la imaginación nos juega alguna mala pasada.

FIN

Kino, 9 de Julio del 2009